Hay
una manzana en mi escritorio, soy el maestro. Pensarán que los alumnos me la han
obsequiado, pero no es así. Quiero ser un hombre saludable y quiero que los
estudiantes lo sepan, quiero que ustedes también lo sepan.
La
manzana atrae las miradas de los pupilos y se preguntan quién de ellos pudo
habérmela obsequiado. Se lo preguntan quienes han llegado tarde y no me han
visto sacarla de mi mochila y pulirla con el puño de la camisa. Tal vez se
pregunten quién es el ñoño traidor entre ellos, o quién ha sido tan perverso
para envenenarla.
Sigue
ahí, cercana, pero a la vez al otro lado de la barrera infranqueable del
escritorio; apetitosa y brillante, pero traicionera o envenenada.
La
puse ahí, nomás. Un desafío. Quien se esfuerce por preguntar, quien se estire,
podrá obtenerla. Sea el fenómeno frente a la mirada, sea una llave que abra mil puertas, sea el fruto del
Árbol de la Ciencia. Los hombres se vuelven dioses a costa de infinitos
sufrimientos. Los niños se vuelven hombres luego de enfrentar las tentaciones.
Una
manzana en el desierto de mi escritorio. Un oasis. Soy el maestro y esta es la
lección: me pregunto si el sufrimiento nos vuelve saludables. Pregúntenselo también
ustedes y tal vez brillen como la manzana, que ha venido del Árbol de la Vida a
llenarnos todos de dilemas.
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