La ausencia es la mejor enemiga del lugar común,
porque es un lugar común ella misma.
En esta ocurrencia, de la que tal
vez no llegaría a inferirse nada, distingo una sucesión de palabras que quiere
pasar desapercibida, pero resalta por su malogrado disimulo: ¿la mejor enemiga?
¿Existe algo como una escala de enemigos? ¿Cuáles son los más temibles?
El poeta joven, o peor, el joven
poeta enamorado recolecta en los atributos de su amada los frutos más dulces de
su poesía. Un dulzor empalagoso y torpe: se han escrito los versos más cursis
sobre cabelleras y ojos, sobre manos y sonrisas y mejillas sonrosadas.
Quitémosle al poeta enamorado tales
atributos de la vista. No es necesaria la muerte ni la traición, ni un viaje
más allá del océano. Basta con mandar a quien los posee a un negocio ineludible al que no se le puede acompañar.
Los poemas gustan cuando duelen.
Forzado a imaginar, en vez de
cabellera dorada, el viento que la mueve; en vez de claros ojos, las horas
oscuras; en vez de tersas manos, el áspero vacío que las contorna, los poetas amorosos
abastecen su almacén de figuraciones de especies más exóticas, de amargores más
extraños. Como cuando dejamos de ser niños y le perdemos el gusto a la leche
azucarada en favor de un café de notas cítricas o una cerveza de frescura
lupulada.
La poesía se colma, entonces, de la
ausencia y nuestra vulgar tendencia a asociar lo poético con lo amoroso hace del lugar
común un enemigo de los lugares comunes, porque lo más freceunte es escribir cuando
el objeto del amor está distante. Encontramos en esos escritos el regusto de
nuestro propio sufrimiento gracias al de un tercero, nos hermanamos
en la conmoción de lo comunicado. Leer sobre las gracias de un amado ajeno nos
impulsa a mantenernos lejos, avergonzados de habernos entrometido en otra
intimidad intempestivamente: la pareja de recién enamorados ocupa en un vagón
estrecho el asiento frente a nosotros. “No comas pan enfrente de los pobres” –dicta
el adagio.
No es que nos guste sufrir, sino
que la certeza de entender el sufrimiento genera un placer fraterno. Arena de
imágenes ausentes, el vacío del otro se vierte sobre el nuestro. El dios Hermes
entrega su mensaje y nos vamos con algo a casa.
Acaso es porque el ensayo esconde
su ficción en la trama de sus sofismas, pero sé que corro el riesgo de haber
dado a entender que quien escribe sobre amor en plena posesión no nos ofrece
nada. No es tanto así: más bien me viene la duda de que el amor pleno pueda ser
escrito, cuando vivirlo es demasiado superior y no hay quien prefiera rebajarse a la tarea de
ponerlo en palabras. Es su terreno esa intimidad a la que, si alguien nos
invita, es con una grosera generosidad que raya en la presunción y el
lucimiento.
La ausencia, que es un lugar común,
es la mejor enemiga de los lugares comunes. Es bien sabido en el arte de la
guerra que los enemigos se vuelven aliados frente a amenazas de mayor
envergadura sin que la enemistad original pierda su vigencia. ¡Qué paradoja! En
el lugar común de la ausencia es donde mejor se combate los lugares comunes,
donde más ricamente nos podemos comunicar: la plaza abierta de la ciudad a la
que convergemos cuando nos le hemos fugado a los cerrados muros de lo íntimo.
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