miércoles, 5 de agosto de 2020

Muebles de bambú



Hay rincones en los que remover el polvo requiere de una dedicación muy atenta. Hay siempre, también, demasiado poco tiempo. La costumbre de envejecer propia de las cosas nos hace olvidar con naturalidad su antiguo brillo y vamos poco a poco dejando las superficies percudirse y endurecer al polvo como una pasta ennegrecida en esos rincones difíciles en que apenas reparamos. Casi siempre por accidente, nos acercamos más y la curiosidad nos orilla no a pasar el dedo sino a raspar con la uña para confirmar que a nada más se debe esa decadencia sino al descuido. Rincones de uno mismo que tampoco reciben atención, los hay. Días cuando pensar en cualquier cosa sin herirnos parece un golpe de suerte, porque el polvo agolpado en nuestros rincones asoma a la superficie y nos hace temblar toda la armazón. Una casa de madera carcomida que no nos atrevemos a tocar.     

Sin paciencia para los libros, para buscar las palabras que compongan un texto ni capacidad para atender cualquier cosa ajena a uno mismo, pasamos la mano por la superficie de los muebles y enfocamos la mirada en sus rincones negruzcos. Entendemos los años de abandono y nuestra prisa, la rutina, en apariencia tan limpia como la superficie, y hasta entonces volvemos a ver cómo se ha tejido, cómo se esconde entre los puntos recruzados el secreto de una textura más compleja y primorosa.

Hay que precisar. Están los muebles pesados y oscuros, herencia de los abuelos; muchas veces nos disgustan a la vista mas no nos atrevemos a deshacernos de ellos, es como si soportaran en sí los cimientos mismos de la casa, un miedo a que no vuelva a ser la misma cuando dejemos de golpearnos con ellos los dedos descalzos de los pies. Los muebles ligeros de trazos simples y materiales perecederos de nuestras casas, hechos al modo de la prisa juvenil que nos caracteriza, pensados para evitarnos el trabajo de alcanzar rincones difíciles, pero también para ser desechados en cuanto la tela se amarille o el conglomerado se humedezca. Y están también los muebles de bambú de la casa donde crecimos, su solidez pero a la vez su ligereza que parece aumentar todos los días; muebles y niños como promesa que va cumpliéndose en un hogar al que no ha asomado la muerte. Fibras de bejuco barnizado tejidas entre sí, abrazadas a las patas y los bastidores de bambú curvado con manos hábiles y herramientas desconocidas. Fibras de la casa donde crecimos y sus secretos nudos. Los hijos se van y los muebles permanecen cada vez más ociosos, alojando en su nostalgia de los cuerpos el regusto a polvo que dejan como pago del confort ofrecido en sus visitas ocasionales, células muertas de adultos en tránsito.

El trapo pasa también con celeridad y desgano, a veces sólo por seguir una instrucción. Se sacuden los cojines y las partículas, a flote en el espacio aéreo de la sala, planean de vuelta en una larga caída. Algunas regresan casi al mismo sitio, se apilan en una película imperceptible que irá engrosándose durante la semana, hasta que el trapo vuelva a removerlas; otras, con menos suerte, llegarán al suelo y caerán entre los cantos del recogedor: irán muy lejos, deambularán sin techo hasta desintegrarse; las más afortunadas encontrarán reposo en los puntos donde dos fibras se intersecan, en el canal vertical entre dos varas barnizadas, en el adorno de varillas delicadas donde el trapo no se atreve con su apresurada brusquedad. Cada semana, pasada la amenaza del trapo, se respira con alivio en estos rincones remotos: la delgada película fortalece sus legiones, enjambres perceptibles a la vista, impunes; manchas negruzcas asomadas con descaro a la superficie, al brazo de una silla, al travesaño de una mesa protegido por un cristal donde el polvo difícilmente sobrevive.

Las visitas van y vienen por la sala, orbitan en trayectorias no siempre regulares, como los cometas. Imprevisibles muchas veces, asteroides. Las teologías del polvo y de la mugre, su juicio final. La idea de un dios imbatible y juicioso que incendie los tejidos, arrase intersticios oscuros y esculque con disciplina militar cada rincón. Furia de pesadillas metafísicas desatada bajo un cielo enrojecido de catástrofe. No. Era uno de esos días dedicados a olvidar entre temblores de llanto asomado a los párpados cuando la visita, que orbitaba el bambú, volvía a casa en busca de sosiego. Casas donde uno ha crecido a diario a ritmo de bambú hasta doblar vencida a la raíz y desprenderla, echarse a andar. Suelos para raíces nuevas que no nacen, suelos rígidos de grava y de cemento, yermos.  

El día profetizado volvió en su calidad de hombre hecho una carne más bien debilitada. Miró en su tambaleo la conspiración del intersticio, los tejidos del bejuco congregar las fuerzas del comején y del olvido. Por distraerse de su angustia, fue raspando con la uña cada fibra y recobrando en ellas el aliento, el brillo del bambú, algún recuerdo luminoso. Años cuando no cesaba el crecimiento y el dolor era mitigado por la sombra de varas más altas y amplias hojas, tardes de sosiego sobre los cojines, la carne estirando impaciente sus tejidos, reduplicando las células perdidas en centímetros de carne y hueso, piel lozana e indolente.  

Dedicación atenta a los rincones de uno mismo, oscurecidos por la prisa y la repetición desganada de la higiene. Juicio final del polvo y la tristeza. Movimiento afanoso de la mano que sigue a la mirada y descubre al pensamiento sus propios tejidos, la textura inadvertida u olvidada entre los muebles que, una vez ya revelada al tacto, traza de nuevo los tejidos mientras los limpia, rehaciéndolos.     

sábado, 11 de julio de 2020

Ya empezamos nosotros a ser los grandes




No recuerdo por qué motivo, hace unos días, le preguntamos a mi abuela nuestras edades, empezando por la mía. No recuerdo si dijo veintialgo, o si dudó antes de soltar el “treinta”, que se quedó corto. Tardó mucho mi abuela en dar con mi verdadera edad y caer en la cuenta de cuánto hemos crecido sus nietos.

¡Ya están todos viejos! –dijo carcajéandose, con sus noventa y siete años de envidiable salud. No soy, por mucho, el mayor de sus nietos. Tengo primos que deben llevarme cuando menos quince cumpleaños. No me considero un señor, aunque me llamen esa palabra en la calle y me hablen de usted. Veo del mismo modo a todos mis primos, en especial a los solteros o los sin hijos, que somos muchos.

La semana pasada tuve que trasladar a uno de mis tíos de Xalapa a esta Ciudad de México, para una revisión médica. El tío que conducía hasta ocho horas sin detenerse necesita apoyarse ahora en un bastón para andar. Y estos viajes a Xalapa podrían volverse rutinarios. Más desconcertante que su enfermedad es el relato de mi primo, hijo suyo: “cuando le dijeron lo peligroso del tratamiento para su edad, sonrió con resignación: Ya viví.”. Entiendo que cumplió sesenta, es menor que mamá.

Hace unos años platicaba con una buena amiga sobre ciertos trámites para poner en orden mi coche. –Cosas de señor, me dijo, socarrona. Luego vino la mudanza con sus obligadas visitas a tiendas de decoración, reparación y tutoriales por internet sobre el cuidado de las plantas, la aplicación de materiales y el modo correcto de empacar la vajilla y los vasos. Cosas de señor. Cuidar de los tíos, de la abuela, verlos caminar con tanto trabajo, sus dificultades para oír y mirar que no vayan a caerse. Cosas de señor.

Papá se fue tan pronto que ni siquiera nos dio tiempo de verlo envejecer. Quizá así hubiéramos sido más conscientes de nuestra entrada en la edad adulta. No andaríamos ahora con estas sorpresas. Vuelvo al título y pienso en los grandes. Porque una cosa es asumir la adultez, –ya estás grande, me decía mi hermana cuando le contaba proyectos pensados a muy largo plazo, como si la vida fuera a estarme esperando por siempre, y otra reconocer ese paso más delicado que es aceptar la vejez, la verdadera, la que se dice sin carcajadas.  

Porque los grandes fueron siempre los abuelos, y acá sólo nos queda una, andarina y vivaracha, que tampoco nos deja ver cómo han ido haciéndose grandes los tíos y los papás, a los que no en todos los casos hemos hecho abuelos. Es como si la mía –ya tatarabuela de niños que apenas logro identificar– prolongara la juventud de los grandes y la nuestra con su eternidad de roble. Un roble chaparrito que todavía se acuesta con los pies subidos en la cabecera y se carcajea cuando la descubren en esa postura, “impropia de su edad”.

Pero esa juventud prolongada es ilusoria. Me descubro cada día más canas en la barba y escucho que mis primos mayores van cada vez más a chequeos médicos. Los primos “pequeños” pasan la barrera de los veinticinco y los sobrinos van presionando con descendencias que quienes casi les doblamos la edad no nos hemos atrevido (y estamos a nada de no habernos atrevido) a procrear. Pasan los trenes. 

Nosotros ya somos grandes, sí. Los adolescentes de casa nos dicen tío,  usted, los de fuera. Pero no somos “los grandes”. Los grandes son ahora los que nos habíamos acostumbrado a ver fuertes e inalcanzables y no han dejado de procurarnos, como si los veintitantos o los treinta y tantos no fueran suficientes para que dejaran de ver por nosotros. Porque también somos esa generación que difícilmente podrá comprarse una casa, mantener una familia estable o conducir un automóvil propio. Eso que para ellos era hacerse grande, y porque nuestras aspiraciones han cambiado a fuerza de precariedad y crisis económica, a cambio también de maneras muy distintas de hacer las cosas que nos llevan a todas partes, y a ninguna. Sin ese modelo de estabilidad seguimos pareciendo vulnerables, y así como prolongamos la adolescencia hasta casi los cuarenta, ellos han alargado su adultez hacia los setenta.     

Cuando menos nos demos cuenta, los grandes irán desapareciendo para que los relevemos. No habrá esa abundancia de hijos, sobrinos y nietos que hoy constituimos los "jóvenes", y acaso no podamos acostumbrarnos a la ausencia de quienes nos hacían sombra. Ya empezaremos a darla nosotros a los que vienen y a entender que ser los grandes implica la vulnerabilidad más absoluta, y tal vez hasta la menos inquietante. Ya viví –diría mi tío. Y entonces una espera indefinida, plena de una certeza unívoca, digna de agradecimiento.

 Entiendo entonces a mi abuela en oración cada mañana. Mira la vida desde las alturas de quien es lo suficientemente grande para hacernos olvidar que otros también lo son. A su lado, todos lucimos pequeños.