No recuerdo por qué motivo, hace unos días, le preguntamos a mi abuela nuestras edades, empezando por la mía. No recuerdo si dijo veintialgo, o si dudó antes de soltar el “treinta”, que se quedó corto. Tardó mucho mi abuela en dar con mi verdadera edad y caer en la cuenta de cuánto hemos crecido sus nietos.
¡Ya están todos viejos! –dijo carcajéandose, con sus noventa y siete años de envidiable salud. No soy, por mucho, el mayor de sus nietos. Tengo primos que deben llevarme cuando menos quince cumpleaños. No me considero un señor, aunque me llamen esa palabra en la calle y me hablen de usted. Veo del mismo modo a todos mis primos, en especial a los solteros o los sin hijos, que somos muchos.
La semana pasada tuve que trasladar a uno de mis tíos de Xalapa a esta Ciudad de México, para una revisión médica. El tío que conducía hasta ocho horas sin detenerse necesita apoyarse ahora en un bastón para andar. Y estos viajes a Xalapa podrían volverse rutinarios. Más desconcertante que su enfermedad es el relato de mi primo, hijo suyo: “cuando le dijeron lo peligroso del tratamiento para su edad, sonrió con resignación: Ya viví.”. Entiendo que cumplió sesenta, es menor que mamá.
Hace unos años platicaba con una buena amiga sobre ciertos trámites para poner en orden mi coche. –Cosas de señor, me dijo, socarrona. Luego vino la mudanza con sus obligadas visitas a tiendas de decoración, reparación y tutoriales por internet sobre el cuidado de las plantas, la aplicación de materiales y el modo correcto de empacar la vajilla y los vasos. Cosas de señor. Cuidar de los tíos, de la abuela, verlos caminar con tanto trabajo, sus dificultades para oír y mirar que no vayan a caerse. Cosas de señor.
Papá se fue tan pronto que ni siquiera nos dio tiempo de verlo envejecer. Quizá así hubiéramos sido más conscientes de nuestra entrada en la edad adulta. No andaríamos ahora con estas sorpresas. Vuelvo al título y pienso en los grandes. Porque una cosa es asumir la adultez, –ya estás grande, me decía mi hermana cuando le contaba proyectos pensados a muy largo plazo, como si la vida fuera a estarme esperando por siempre, y otra reconocer ese paso más delicado que es aceptar la vejez, la verdadera, la que se dice sin carcajadas.
Porque los grandes fueron siempre los abuelos, y acá sólo nos queda una, andarina y vivaracha, que tampoco nos deja ver cómo han ido haciéndose grandes los tíos y los papás, a los que no en todos los casos hemos hecho abuelos. Es como si la mía –ya tatarabuela de niños que apenas logro identificar– prolongara la juventud de los grandes y la nuestra con su eternidad de roble. Un roble chaparrito que todavía se acuesta con los pies subidos en la cabecera y se carcajea cuando la descubren en esa postura, “impropia de su edad”.
Pero esa juventud prolongada es
ilusoria. Me descubro cada día más canas en la barba y escucho que mis
primos mayores van cada vez más a chequeos médicos. Los primos “pequeños” pasan
la barrera de los veinticinco y los sobrinos van presionando con descendencias
que quienes casi les doblamos la edad no nos hemos atrevido (y estamos a nada de
no habernos atrevido) a procrear. Pasan los trenes.
Nosotros ya somos grandes, sí. Los adolescentes de casa nos dicen tío, usted, los de fuera. Pero no somos “los grandes”. Los grandes son ahora los que nos habíamos acostumbrado a ver fuertes e inalcanzables y no han dejado de procurarnos, como si los veintitantos o los treinta y tantos no fueran suficientes para que dejaran de ver por nosotros. Porque también somos esa generación que difícilmente podrá comprarse una casa, mantener una familia estable o conducir un automóvil propio. Eso que para ellos era hacerse grande, y porque nuestras aspiraciones han cambiado a fuerza de precariedad y crisis económica, a cambio también de maneras muy distintas de hacer las cosas que nos llevan a todas partes, y a ninguna. Sin ese modelo de estabilidad seguimos pareciendo vulnerables, y así como prolongamos la adolescencia hasta casi los cuarenta, ellos han alargado su adultez hacia los setenta.
Cuando menos nos demos cuenta, los grandes irán desapareciendo para que los relevemos. No habrá esa abundancia de hijos, sobrinos y nietos que hoy constituimos los "jóvenes", y acaso no podamos acostumbrarnos a la ausencia de quienes nos hacían sombra. Ya empezaremos a darla nosotros a los que vienen y a entender que ser los grandes implica la vulnerabilidad más absoluta, y tal vez hasta la menos inquietante. Ya viví –diría mi tío. Y entonces una espera indefinida, plena de una certeza unívoca, digna de agradecimiento.
Entiendo entonces a mi abuela en oración cada mañana. Mira la vida desde las alturas de quien es lo suficientemente grande para hacernos olvidar que otros también lo son. A su lado, todos lucimos pequeños.
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