Así
como he dejado de escribir, había estado mucho tiempo sin escuchar de corrido
el álbum que más me puede en las emociones: The Wall. Tanto da que me
digan básico, mainstream, anticuado. Nadie como uno mismo para reconocer
lo que le gusta en la forma como lo siente y pocas cosas más evidentes que las
lágrimas para tener esa certeza. Asociar el llanto con la tristeza es un viejo
automatismo, sobre todo cuando hemos aprendido qué conmovedoras pueden ser la
rabia y la euforia, tan frecuentes.
Todo
el camino entre la casa de mamá y la mía llorando, todo el camino escuchando y
asociando cada track con imágenes: mi hermana y mis mejores amigos
cantando a todo pulmón en el Palacio de los Deportes, (¡once años tiene ya!),
los dibujos animados, la letra y el recuerdo de otros momentos, muchos difíciles,
en los que estas canciones me acompañaron: ojos en la carretera, manos en el
volante, corazón y oídos en la música.
Cuando
lo quiero explicar me vienen las letras a la mente, pero también la certeza de
no saberme todas las canciones. Mi nivel de inglés no alcanza para entenderlas
todas a menos que las lea y aún así tendría problemas. El texto, aunque
poderoso, no lo es todo. La música sí, sin duda, con su constante instrumental
y sus leivmotifs, pero tampoco puedo asegurar que lo llene todo, ni
siquiera sumando el peso significativo de las letras. Está por ahí toda esa
literatura que intenta explicarlo: la música como inductora de estados anímicos
que son una respuesta al estímulo sonoro, o bien, el oyente que descubre la
emoción alojada en la forma del tejido musical. Teorías que no acaban de explicar
el hecho concreto de que un hombre experimente emociones variadas según el track,
intensas todas ellas, en un acto tan cotidiano como conducir a casa.
Escribo
a veces para ordenar mis ideas y clarificarme las cosas, pero no funciona
siempre igual. Todavía con las manos en el volante pensé que todas esas
emociones eran un buen pretexto para volver a abrirle un espacio a la escritura
en mi vida. Me gusta valerme del ensayo como un buen generador de
explicaciones, pero no tengo la fuerza para darle sentido a algo tan
intensamente sentido y creo también que empuñar el bisturí de la lógica para
tratar de entenderlo acabaría por matar un poco la emoción. La sangre de esa disección
empañaría el recuerdo. Renunciar a la pretensión de entender y dar a la memoria
su precio justo.
Escribir
se vuelve entonces instrumento para darle forma a un recuerdo. Creo una imagen
de mí mismo sujetando el volante y el brillo de mis lágrimas que aumenta su
luminosidad conforme la vieja Ecosport atraviesa el intervalo de pocos segundos
entre una y otra luminaria. Imaginada imagen que no he visto nunca y que construyo
mirándome desde fuera con una cámara que vuela por encima de mi toldo, altura y
ángulo justos para no perder detalle de mi rostro y sus tensiones: el rictus
boquiabierto del grito cuando recuerdo la letra, los labios apretados en
escucha atenta cuando la he olvidado, la mano que suelta por momentos el
volante en la evocación de un riff o de un redoble, mano que nunca ha
hecho sonar riff o redoble alguno, pues nunca tuve talento musical ni
paciencia para descubrirlo.
Pensar
que la escritura ha dado existencia a esta cámara y a las imágenes que capta.
El narcisismo gozoso de una mirada desdoblada, pero mía, que está mirándome.
Actuar ante la cámara se impone.
No. Soy yo, el más auténtico y desnudo en la
soledad del vehículo que la velocidad sustrajo a la escucha y las miradas de
todos. Actuar sin fingimiento. Algo he fingido, sí, al disponer palabras tras
palabra de esta imagen de mí mismo. Lo siento por quienes me lean, pero entre
las oraciones andan salpicados restos de esa experiencia que no van a llegar a
ustedes, pero que he almacenado en los patines de estas letras o el silbido de
mis eses.
La
experiencia es agua que hierve; la memoria, gelatina; la escritura, el molde.
Analogías más elegantes las habrá, pero nadie es elegante cuando llora y nadie
está más vivo que cuando olvida la elegancia al desnudarse en palabras,
imágenes… piel. ¿A alguien le incomodará recordar alguna vez que ha estado vivo?
A mí no. Pero qué sabré yo.
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