domingo, 15 de diciembre de 2024

Divulgaciones lácteas



El ritual es matutino y diario, tan matutino que se ha vuelto una responsabilidad exclusiva: los búlgaros. Saco el frasco del refri y busco la cucharita de madera, dos tazas chicas y una que otra vez el vaso de la licuadora.

Los búlgaros. Es difícil sustraerse a la ortografía y no pensar en Europa del Este. ¿Vendrán del Bulgaria o por qué les pusieron así? Resuena otra palabra: “vulgar”. Me gusta más este segundo camino que no respeta ortografía y quién sabe si etimologías (me estoy resistiendo mucho a guglear el origen de la palabra y encontrarme con otro bautizo imperial de los romanos).

Vulgares búlgaros. Bañarlos todos los días con leche Alpura entera, ninguna otra les gusta. Pero primero ponerlos en el colador de plástico y removerlos con la cuchara, ver cómo sueltan esa leche ácida y cremosa, fermentada un día completo, que mantiene más o menos sanos mis intestinos. Cuchara de madera, colador de plástico. Nada de metal. Quién sabe dónde nos dijeron que el contacto con el metal les disgustaba y cohibía su reproducción.

Hemos intentado cultivar albahaca, cilantro, apio, perejil, lavanda, epazote, hierbabuena en pequeñas macetas, que es cuanto nos permiten los sesenta metros cuadrados de departamento en donde decidimos juntar cuerpos, olores y rutinas. No sabemos bien a qué atribuir todos nuestros fracasos: demasiada luz, riego excesivo, falta de aire corriente, sustrato inadecuado. Una estevia y otra planta, de cuyo nombre no puedo acordarme –tal vez porque nunca lo supe– son nuestras únicas supervivientes.

Y sí, también los búlgaros vulgares. Mi orgullo de padre y no oficial esposo. Tal vez se reproduzcan sin problemas de puro vulgares para extenderse cuan anchos y largos se los permite el frasco. Un logro sin mérito, quizá. Pero entonces vienen los rumores y noticias: a mi hermana ya se le murieron, a Lenn se le congelaron, a mi mamá no le dan el kéfir, Javier se olvidó de ellos y mejor echó el frasco a la basura. Estos de acá crecen y crecen, dan un producto riquísimo y prosperan al punto de que necesito hacer pequeños exterminios semanales.

Ella no lo sabe, desde luego. Todo tipo de violencia está prohibida en esta dictadura de la pax cotidiana. Cuando pensaba decirle que desechaba algunos nódulos cada cuantos días, me tocó pasar la noche en el hospital. Al volver a casa, ella había ocupado mi lugar en el ritual matutino.

—Tienes bien bonitos los búlgaros. Dijo, y se le salieron unas lágrimas, que no entendí.

Las interpreté como una rara alegría.

Desde entonces los cuido más. No hasta un punto obsesivo (aunque ya lo es escribir sobre ellos), pero lo que era una simple rutina se ha vuelto un empeño por mantenerlos bien, un algo en lo que soy bueno y es benéfico para alguien más. Vulgar alegría.

No me resisto y voy al diccionario: me encuentro con que sí vienen de Bulgaria. Bacilos para obtener el yogurt (Lactobacillus bulgaricus). El diccionario es de español mexicano porque a los gachupines estas cosas no les importan: tal vez lleven muchas décadas habituados al yogurt industrial. Uno que otro hippie comprometido tendrá los suyos. Acá no funciona así.

La primera vez que vi los búlgaros, se los dio a mi madre una de mis tías. La que vive en el pueblo y también la menos favorecida económicamente. Los pobres dan (o damos), se sabe. En los pueblos la gente se hace sus cosas: tiene sus gallinas y sus huertitos. No se les muere el epazote o tienen un patio donde se pueden sembrar más guías que resisten juntas los embates del sol, el demasiado viento. Cada vez son más raros los que tienen todavía sus vacas, pero los hay. Pienso en ese gesto doméstico, vecinal y femenino, de pasarse semillas o guías de plantitas para hacer que florezca el huerto de al lado, e imagino así circulando a los búlgaros, de mano en mano (o de frasco en frasco, más bien) entre unas y otras vecinas: pa’ la pancita mala del niño, pa’ su diarrea y que se te ponga bueno. La vecina con vaca a la vecina sin vaca, pero con hijos que se enferman tanto como los suyos. Divulgar los búlgaros y el conocimiento que viene con ellos, porque el pueblo sabe, y comparte lo que sabe: De Vulgari Eloquentia.

El yogurt que hicimos esa vez con los búlgaros de mi tía quedó demasiado ácido. No quise saber más de cosas hechas en casa y seguí con mi vida de danups y yoplaits de vasito. Hasta que llegó esta otra mujer de pueblo a civilizarme. La tildé de hippie mientras entendía su resistencia a pagar doscientos pesos por medio kilo de higos en el súper.  —¿Por qué pagar si crecen en el árbol de mis papás? No vamos a su pueblo tan seguido, pero tampoco es que podamos pasarla sin higos. Aprendí a calcular la cantidad de leche, el tiempo fuera del refrigerador para fermentarla y el tiempo dentro de él para no acidificarla de más; a no endulzarlos con miel porque los mata, a no echarles agua y no dejarlos enfriar demasiado. A cuidar una vida muy pero muy elemental y beneficiosa. Del ritual matutino obtenemos siempre esa bebida fresca y una mejor digestión. 

Les pongo agua a las plantas y alimento húmedo al gato. Actos vulgares que a nadie le importan y dedicarles una página ya es extravagante. Pero los vulgares búlgaros parecen agradecerlo con su tamaño y su robustez. Un poco como si el frasco no los contuviera sólo a ellos, sino a ese ritmo a veces monótono y cansado de la vida que asoma a la luz todas las mañanas, cuando abro los ojos y beso los de ella, adormilados; cuando arrastro mis pantuflas hasta la cocina y busco el frasco helado entre embutidos, verduras, comida vieja y todas esas cosas a las que quisiéramos arrancarles la caducidad.



martes, 26 de diciembre de 2023

El tiempo hay que robarlo

 


A Illari Alderete

La última entrada de este blog es del 24 de febrero de 2022. Casi dos años ya. Me han robado el tiempo.  

Poco antes de esa fecha, una voz –entonces no sabía cómo sonaba– vertida en un mensaje de texto, me decía que el tiempo (para escribir) hay que robarlo.

Ahora conozco el sonido de la voz mejor que ningún otro, y lo echo de menos en días como hoy, cuando también me es robada su presencia, que se ha vuelto todo. Pienso en una caminata junto a la playa, cuando andamos un poco alejados de las olas y una de ellas alcanza apenas a mojarnos los pies; su frescura y la invitación a bañarse: “el tiempo hay que robarlo”.  Entonces la enorme ola que no vimos venir cae sobre nosotros y nos levanta de la arena, nos hurta al terreno seguro e intentamos nadar hacia donde el instinto y alguna esporádica orientación pueda llevarnos. Aparece el miedo y una resistencia algo furiosa, que se apacigua en cuanto notamos lo tibio del agua y recordamos que, bien o mal, sabemos hacer que el cuerpo navegue. La voz que entonces mojaba mis pies devino una presencia poderosa y constante, cotidiana, diario de a bordo, forma de vida.

La gente puede llegar a nosotros de esa manera. Uno elige nadar en ciertas aguas o salir corriendo para evitar más sobresaltos. Y podremos sentirnos hurtados de la tierra pero aprendemos a movernos en el oleaje de la levedad y la calidez placentera de las aguas. El baño se disfruta y se prolonga hasta que vamos cayendo en la cuenta de lo mucho que amamos la vida, las olas y a las personas que llegan a nosotros así: inesperadas, repentinas, abiertas. Como contigo.

Sigo el consejo y robo unos minutos, para mí y para ti. Una metáfora que intente explicar el tiempo que hemos robado cada uno para ponerlo en manos del otro y compartirlo. Pasa entonces que el valor del tiempo –porque es trabajo, porque es dinero, porque es vida– se relativiza: andamos siempre igual de apresurados, pero es como si, en vez de manecillas que giran sobre un eje, el tiempo describiera un 8 alrededor de dos centros, atándolos para evitar que escapen. Hay que mirar el 8, cómo engrosa su línea al pasar frente a ambos centros, cómo se dilatan los segundos, los minutos en el centro compartido, en el centro de la mesa donde el pan y la fruta se cortan y reparten en porciones suficientes para sustentar la vida, el centro gravitacional del infinito ocho que a veces anda a tropezones por no saber bailar, por enojarse, entristecerse o dudar, pero que hasta ahora se mantiene en su sitio.

Tiene apariencia de infinito el tiempo compartido, pero es un engaño. No deja de ser el botín de todos nuestros hurtos. Actos fuera de la ley de vida, que tiene su límite y su punto de quiebre. La prueba es que la vida sólo me ha permitido escribir de nuevo hoy, y he tenido que robar para ello. Sustraerme a tu presencia y a tu voz. Al resto de las demandas necesarias para sustentar la existencia que queremos.           

Me he forzado al hurto porque se acaba un año, feliz y a veces tenso; solitario más allá de ti e increíblemente cálido dentro del hogar en que te has convertido. Pero es un año más, o un año menos, según la perspectiva. Un lapso muy amplio para que una consciencia ande sin volverse sobre sí misma en la escritura.

Hay que robarlo –decías antes de saber lo ridículo que puedo ser en pijama, lo explosivo de mi ira, lo hiriente de mis sarcasmos, la ternura de mis abrazos, la tenacidad de mis rutinas… Imagino a una cosechadora de uvas que alimenta a escondidas a su hija y guarda un racimo bajo su sombrero cada que puede. Lo sabes muy bien: la escritura se alimenta de ese racimo robado al sueño, al cansancio, a los quehaceres de casa, a nuestro amor por las personas, a la adicción a la televisión, al ejercicio físico. ¡Cuántos capataces celosos!

Pero qué hija, también, tan exigente. No se conforma con la media hora de una rutina de yoga o los quince minutos que lleva hacer un poco de arroz para dos personas. No. Pide horas y silencio (mental y auditivo) a riesgo de que nos crezca chueca e inacabada, rota en géneros breves y fugaces, vaga y plagada de lugares comunes como cualquier hijo de vecino. ¿Es exigente la señorita o nosotros la queremos de “cierta manera”? ¿Qué tienen de malo lxs hijxs de vecino?

Tal vez hoy haya sido fácil robar el tiempo. Tampoco hay que excederse. Cuando las cosas se hacen con facilidad, se pierde la osadía y queda muy poco del atraco para contar. Hoy que conozco la voz, recuerdo tu frase en toda su singularidad: la enorme ola que me lanzó a estas aguas no pudo arrasar la sensación de humedad bajo el pie de una ola tímida que apenas se llegó a tocarme.            

    

jueves, 24 de febrero de 2022

Un día: febrero 24 (2022)

Soy hijo de Dios – Buscando Te


Que me parezco a ti con estos lentes –dice la Gabity. No creo que sea por eso o porque uso camisas por mí mismo y he empezado a parecer un adulto, o un hombre. A parecer…

Estarías cumpliendo 66 y quién sabe si un poco nervioso por todo esto. Lo más probable es que ni estuviera pasando, aunque en verdad ya había aprendido desde antes a no hacerte caso. No puedo imaginar dónde estarías, como tampoco tú lo imaginabas. Cualquiera se hubiera ido sin que se lo pidieran. Pero estoy aquí, acaban de juntarse unas personas para decirme que sé cosas, que puedo enseñar cosas a otros, o a otres, como decimos ahora, aunque te sulfures. Sé cosas –dicen y no veo el momento de empezar a sentir que de verdad las sé. Tampoco sé dónde estaría yo, y no me siento tan mal a pesar de todo. Porque esto de hacer lo que uno quiere y tal vez sacrificar cosas que no sabe si quiere es bien doloroso también. Aprender a renunciar.

Tu metáfora deportiva de no dejar nunca de mover las piernas y mis ganas de rendirme. ¿No te dolía? ¿Confundir tenacidad con necedad es algo inteligente? ¿No te dolían la tos ni la pobreza? ¿El descrédito o la frustración? Acá ando. No sé si he dejado muchas veces de mover las piernas y dejar que la vida me lleve. Se siente bien, aunque sí se desespera uno cuando no sabe muy bien a dónde lo llevan.

Ando buscando la foto, la nuestra, la única. No sé si se perdió entre los traslados porque reviso las carpetas en busca de una copia qué ver en la pantalla y no aparece. Pero sí el yo de los años anteriores, los que me trajeron a este punto en donde gente muy seria se reúne a certificar que sé cosas aunque yo siga sintiéndome un poco como en esa foto, pequeño e indefenso, un bultito de carne que mira a la cámara, mientras me sostienes con la alegría y la esperanza que casi no te vimos en los últimos años. Acá sigo, dejándome mecer y sostener, no por tus brazos pero sí por los vaivenes del vivir y del hacer, que todos los días me pone a mover las piernas aunque muchas veces no sepa para qué. Y eso que yo sé cosas –como bien dicen, certifican y registran en actas solemnes.

Hay entre las fotos algunas ofrendas de Día de Muertos. Antes de que fueras nuestro motivo principal para ponerlas, sólo recuerdo la vez que el perro entró a comerse los panes. Las arcadas que le dieron y la manera dolorosa como respiraba cuando lo dormimos. No muy diferente a como te escuchabas tú cuando la traqueotomía, cuando casi dormías por fin en ese suicidio velado, ese abandono aberrante de ti mismo que se sacrificaba por nada.

Sesenta y seis tendrías, y no eras un hombre malo. Dueles como si lo hubieras sido y en realidad sólo estabas ejerciendo tu derecho a equivocarte. No era difícil reconocerlo. ¿Y qué si te digo que el ejercicio de ese derecho es una buena parte del saber cosas? Decías saberlas, y mira. Perdona si no te dejo descansar o si esto empieza a sonar como venganza. Sobreviviendo en nosotros tendrás la tuya, pues por algo te empeñaste tanto en que hiciéramos cuanto decías. No supe hacerte caso y acá estoy, ni bien ni mal, pensando lo que sería si ahora tuvieras sesenta y seis y te hubiera llamado por la mañana, o si estaríamos llevándote un pastel quién sabe a dónde, ¿por qué no a un hospital para perpetuar el ciclo de la miseria?

Esto ya me está doliendo, pero era necesario. Antier fue capicúa y hoy soy yo el que sabe cosas. El mundo al revés, el mundo de cabeza al borde de la guerra… Nada que contar, ya la había cuando te fuiste. Está también la otra guerra, la que he tenido contigo, siempre perdida. Hoy que sé cosas, no sé cómo hacer que dejes de dolerme, por ti y por mí, por mi incapacidad de resarcir lo que fue en el aquí estoy. Uso estos lentes sin querer y me parezco a ti sin que importe cuánto me esfuerce por evitarlo. Me parezco a ti y parece que sé cosas, como parecía que las sabías, tan a tu favor para que obedeciéramos en todo. Un día no lo hice y acá estoy, pero tú no. Y duele, y ya no quiero: tu sombra me sigue en las fechas y en las coincidencias que no son nunca gratuitas, ni felices.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Corrido de Juan sin Tierra

 


Día de la Revolución. Mi hermana, cantante, me mandó una invitación para un evento en el que iba a interpretar unos corridos. De sólo oír la palabra vinieron a mi mente la melodía y la letra de una canción que escuchaba en la adolescencia (o en la pubertad): el corrido de Juan sin Tierra que entonces escuchaba con el susurro de la cinta deslizarse en la casetera de mamá. 

Pienso en el esfuerzo y la necedad de mi pobre padre por mandarnos a “buenas escuelas”, esa aspiración bienintencionada que tantas penurias nos atrajo y acaso algunos beneficios. Hizo lo que consideró mejor y, como muchos otros, se equivocó tal vez por las mismas razones que cualquiera.

Escuelas católicas caras para jóvenes rebeldes y pobres. Oprimidos en casa y en la escuela, un poco en el barrio también. Escuelas católicas caras para un futuro próspero y sin dificultades, futuro de puertas abiertas en los clubes de los opresores. Para verlo realizado había que hacer entrar la letra con sangre, o a base de culpas, recriminaciones, sermones: “el esfuerzo que estamos haciendo para darte una educación”… Gracias, de verdad. No estaría escribiendo esto quizá, de no haber sido como fue, pero las seis o siete horas de clases no siempre serán definitorias para la existencia, personalidad y mucho menos el futuro de un sujeto que cuenta con otras diez o doce para vivir fuera de la escuela, que ve televisión, escucha radio o música, conoce gente…

El corrido de Juan sin Tierra de mi viejo casete de Ska-P, Eurosis (1999) suena ahora en Spotify mientras cocino a solas, para mí, y entonces pasa esto que cierta música me ha provocado cada vez con más frecuencia, las lágrimas.

Regresar al pre-adolescente que empezaba a escuchar cosas que no le mostraban en casa ni en la escuela, un salir del nido intelectual para hacerse de sus propias ideas, sus propios gustos, de sí mismo. Dejar de ser solamente el hijo de Pepe y Ángeles, el niño de los dieces siempre tan bien portadito. Había llegado la hora de echar desmadre y frente a la opresión de los uniformes y los horarios de clase, frente a las exigencias de la boleta mensual: la música, un segundo escape, seguro y personal. El primero estaba en aquellos los libros que ya unos años antes sustraía a las repisas más altas del librero. Recomendaciones de amigos o primos mayores, recomendaciones que obedecían muchas veces a la mera necesidad de integración en modas pasajeras, aunque otras resultaban de búsquedas como la mía en aquellos años donde apenas se hablaba del internet y los pocos teléfonos celulares no tocaban música. 

El puesto de casetes en el tianguis del fraccionamiento y los diez pesos hurtados a los domingos (que de seguro ya nadie da). Era entonces muy pequeño para ir al Chopo, que los sábados en el fraccionamiento de la periferia hacían tan lejano, tal vez fuera yo demasiado tímido. Si hay que buscar culpables, el miedo inculcado en casa a los ambientes juveniles, llenos de drogas satanizadas, sexo que echaba a perder los proyectos de vida, la mucha tarea y la mucha pobreza hacían de una excursión al Chopo una aventura irrealizable a esa edad que coincidió con mi muy tardía inscripción a la catequesis en la parroquia local. Había que conformarse entonces con el repertorio del tianguis lugareño. Al ritmo de un ska, que en poco se distingue de una polca, escucho, canto:

 

“No olvidaremos el valor de Víctor Jara,

dando la cara, siempre a la represión

y le cortaron sus dedos y su lengua

y hasta la muerte gritó Revolución.”

 

Que no estuviera en la televisión, que apenas se le dedicara una skandalosa hora a la semana en una estación de radio, que los colegas de la prepa católica para adolescentes ricos la calificaran de música para macuarros mugrosos, me despertó una curiosidad suficiente para que en las horas libres de mi cuarto hiciera correr la cinta una y otra vez por ambos lados. Entró en mí el espíritu de la rebelión que entonces logré entender de la siguiente manera: salir a hurtadillas por las noches y rayar las paredes del fraccionamiento, adoptar un nombre de grafitero, alter ego en el espacio clandestino de la calle, existiendo en la ciudad como alguien que debía cuidarse de la ley mientras papá dormía su cansancio tras haber visto la boleta con un promedio aceptable en su tocador. 

Muchas cosas iban a pasar desde entonces, y hasta ahora conservo los dedos con que tecleo, la lengua en la que escribo estas palabras. Día de la Revolución, que se hace todos los días cuando la idealizamos…

Viene la adultez y el enfriamiento de los ideales, que siguen ahí, aquí, en el reconocimiento de que Ska-P hizo mucho más por el yo que soy ahora que los toques del Ángelus, todos los jueves, en la preparatoria facha a la que me inscribieron. El corrido de Juan sin Tierra es más mío que los salones de La Salle, las lecciones de los profesores e incluso las amistades forjadas en sus aulas, de las que creo conservar una, acaso dos… 

Una. El otro es panista y así no se puede. Además es día de la Revolución, de los corridos, de las cívicas y también íntimas conmemoraciones. El corrido de Juan sin Tierra cobra un plus de sentido cuando regreso a esa atmósfera de violencias y estructuras opresivas que hoy puedo nombrar (clasismo, racismo, neoliberalismo, facismo, aspiracionismo, punitivismo) y todos discuten aunque no hayan desaparecido del todo. Entre la melodía y la letra del corrido de Juan sin Tierra se abrió la brecha a esa ruta de ska-p a un entendimiento de mi condición de oprimido y desheredado, de la obligación de dar la cara a la represión y sobre todo, del compromiso de no olvidar por mucho que la adultez me succionara, como ahora lo hace, en su torbellino. 

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Gelatina

                        

Así como he dejado de escribir, había estado mucho tiempo sin escuchar de corrido el álbum que más me puede en las emociones: The Wall. Tanto da que me digan básico, mainstream, anticuado. Nadie como uno mismo para reconocer lo que le gusta en la forma como lo siente y pocas cosas más evidentes que las lágrimas para tener esa certeza. Asociar el llanto con la tristeza es un viejo automatismo, sobre todo cuando hemos aprendido qué conmovedoras pueden ser la rabia y la euforia, tan frecuentes.
     Todo el camino entre la casa de mamá y la mía llorando, todo el camino escuchando y asociando cada track con imágenes: mi hermana y mis mejores amigos cantando a todo pulmón en el Palacio de los Deportes, (¡once años tiene ya!), los dibujos animados, la letra y el recuerdo de otros momentos, muchos difíciles, en los que estas canciones me acompañaron: ojos en la carretera, manos en el volante, corazón y oídos en la música.
     Cuando lo quiero explicar me vienen las letras a la mente, pero también la certeza de no saberme todas las canciones. Mi nivel de inglés no alcanza para entenderlas todas a menos que las lea y aún así tendría problemas. El texto, aunque poderoso, no lo es todo. La música sí, sin duda, con su constante instrumental y sus leivmotifs, pero tampoco puedo asegurar que lo llene todo, ni siquiera sumando el peso significativo de las letras. Está por ahí toda esa literatura que intenta explicarlo: la música como inductora de estados anímicos que son una respuesta al estímulo sonoro, o bien, el oyente que descubre la emoción alojada en la forma del tejido musical. Teorías que no acaban de explicar el hecho concreto de que un hombre experimente emociones variadas según el track, intensas todas ellas, en un acto tan cotidiano como conducir a casa.
     Escribo a veces para ordenar mis ideas y clarificarme las cosas, pero no funciona siempre igual. Todavía con las manos en el volante pensé que todas esas emociones eran un buen pretexto para volver a abrirle un espacio a la escritura en mi vida. Me gusta valerme del ensayo como un buen generador de explicaciones, pero no tengo la fuerza para darle sentido a algo tan intensamente sentido y creo también que empuñar el bisturí de la lógica para tratar de entenderlo acabaría por matar un poco la emoción. La sangre de esa disección empañaría el recuerdo. Renunciar a la pretensión de entender y dar a la memoria su precio justo.
     Escribir se vuelve entonces instrumento para darle forma a un recuerdo. Creo una imagen de mí mismo sujetando el volante y el brillo de mis lágrimas que aumenta su luminosidad conforme la vieja Ecosport atraviesa el intervalo de pocos segundos entre una y otra luminaria. Imaginada imagen que no he visto nunca y que construyo mirándome desde fuera con una cámara que vuela por encima de mi toldo, altura y ángulo justos para no perder detalle de mi rostro y sus tensiones: el rictus boquiabierto del grito cuando recuerdo la letra, los labios apretados en escucha atenta cuando la he olvidado, la mano que suelta por momentos el volante en la evocación de un riff o de un redoble, mano que nunca ha hecho sonar riff o redoble alguno, pues nunca tuve talento musical ni paciencia para descubrirlo.
     Pensar que la escritura ha dado existencia a esta cámara y a las imágenes que capta. El narcisismo gozoso de una mirada desdoblada, pero mía, que está mirándome. Actuar ante la cámara se impone.
     No. Soy yo, el más auténtico y desnudo en la soledad del vehículo que la velocidad sustrajo a la escucha y las miradas de todos. Actuar sin fingimiento. Algo he fingido, sí, al disponer palabras tras palabra de esta imagen de mí mismo. Lo siento por quienes me lean, pero entre las oraciones andan salpicados restos de esa experiencia que no van a llegar a ustedes, pero que he almacenado en los patines de estas letras o el silbido de mis eses.
     La experiencia es agua que hierve; la memoria, gelatina; la escritura, el molde. Analogías más elegantes las habrá, pero nadie es elegante cuando llora y nadie está más vivo que cuando olvida la elegancia al desnudarse en palabras, imágenes… piel. ¿A alguien le incomodará recordar alguna vez que ha estado vivo?