domingo, 23 de febrero de 2014

Si tú me dices ven...



La columna se recarga en la columna, una mañana quiere repetirse en otra que fue, ya tiempo atrás, en las horas lejanas de la dicha. Las posaderas adolecen el peso de la propia carne que se carga a sí misma y también a la que ayer estuvo allí, tenazmente esperando, con la disciplina ruda del amante puntual. Van y vienen los trenes, de ninguno vuelve a apearse: quedó varias estaciones atrás, si es que somos nosotros quienes avanzamos o está ya muy lejos, si es la vida quien viaja y nos abandona.
Pienso, sueño, imagino mientras leo un cuanto intitulado “Si tú me dices ven” que pronto vendrá a tirar de mi libro para esconderse detrás de la columna donde me apoyo. Su risita de travesura espontánea y la cinta dorada de su cabello desaparecerían detrás de ella y de mi vista, como desaparecería mi sorpresa en cuanto yo notara que ella ha llegado por otro lado y una vez más nos hemos encontrado.
Van y vienen los trenes, otros trenes que también podrían ser los mismos pero no lo son, porque eso ya no existe más: el río está ahí y sus aguas siempre semejantes nos reinvitan a hundirnos en ellas, sobre todo si volvemos intencionadamente, con la explícita voluntad de mirarnos en su superficie, en su flujo que refracta la luz y nos impide ver en su fondo el reflejo transparente del pasado, articular su dicha con nuestra existencia, dichosa también pero desprovista del carácter mítico que hemos fabricado sobre el contenido de la memoria.
“Si tú me dices ven” –dijo la mujer del cuento, según testimonio del protagonista que nos narra un pasado lleno de promesas y una espera, tensa de inquietudes.  Las palabras del bolero son como las aguas del río o el flujo interminable de los trenes; su forma es inmutable, pero su significado cambia en cada inmersión. Zambullido en ellas, Guzmán, el protagonista, las repite con ansiedad y  las escucho dentro de mí, preguntándome si valdrá la pena creer en la magia de las palabras para recuperar en ellas la vivencia, como el pintor rupestre posee a la res con sus trazos. Y entonces trazo en la imaginación el contorno de su sonrisa y la esencia de su cabello al sacudir el aire, el peso liviano de sus pasos, de su pantalón de pana guinda hecho jirones y me la encuentro de frente con unos ojos que tampoco son ya los míos, aunque lo fueron. Los contemplo al centro de un lago verde, inmóvil y  radiante en sus pupilas, dilatadas de felicidad y de pasado; entonces veo mi dicha y mi pasado contenidos en los de ella, los sé eternos como el flujo del río, que no sabe del tiempo. Estamos de frente una vez más, un sábado sin fecha.
Cuando cierro el libro de Muñoz Molina, un tren abre sus puertas frente a mí: Susana finalmente no llegó y el protagonista se vio absorbido por una puerta que conducía a una habitación donde siempre se sintió extranjero. Era la suya, en esa peculiar situación de los espacios vacíos, cuando todo está aún por construirse, cuando los ingredientes del mundo nos son dados para crearlo de nuevo. Torres, tal vez, sobre tierna arena porque “si tú me dices ven, lo dejo todo”.        

miércoles, 5 de febrero de 2014

Humilde espina a las coronas del finado

Como todo profano, una canción de Café Tacuba me llevó a la lectura de Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. La canción me agradaba, y la novelita, que leí en un par de horas mientras regresaba a casa (tal vez de la preparatoria o de mi primer fallido intento de universitario) me pareció bastante divertida. Nada como el placer de haber leído un libro completo en un día. Algún comentario favorable debí hacer llegando a casa, pues mi madre tomó el libro; a la noche de ese mismo día ya lo había terminado.  No sabía qué hacer con él. Faltaba una semana para devolverlo a la biblioteca, así que pasó por las manos de mis hermanas y luego volvió a mí. Luego me enteré de que los préstamos podían devolverse antes de la fecha indicada en la tarjeta y respiré. Podía sacar otro libro.
     Pocos años después, Carlos y Mariana compartieron el sinuoso y vomitivo camino hasta la costa de Oaxaca en un viaje de fin de semana. Mi primo había comprado el libro y al parecer estaba por terminarlo. Yo llevaba alguna otra lectura, y en esas horas ociosas sin sueño de la playa no había para nosotros mejor ocupación que la lectura. Mi otro primo no se hallaba, había dormido demasiado, había comido hasta saciarse y no sabía nadar; el aburrimiento lo llevó al acto en él insólito de tomar un libro y sentarse con nosotros. Algunas risotadas se le escapaban mientras se sacudía las moscas de la espalda enrojecida. Hora y media después se levantó –Está chido. Y fue a refrescarse con las olas. Lo acompañé. Tras subir la sierra de regreso, Carlos y Mariana volvieron a su sitio en la casa de La Viga.
     Caerían después en mis manos El principio del placer  y Los elementos de la noche, para tener algo más de que asir este texto revisé un par de antologías poéticas en la red. No daba aún con el filón de esa mina dicen ser la obra de Pacheco, y no soy muy paciente que digamos, mas no lo tomé a mal.
     Ya en los años de la maestría, me invitaron a un círculo de lectura sobre Borges. Asistí a las sesiones que pude, pues respetaba mucho a los compañeros organizadores, amantes y expertos de su obra, defensores de ella en el terreno del texto académico sin titubear tampoco en llevarla al de los puños. Aunque yo no lo haría (quizá soy demasiado lego), lo entiendo. Borges lo merece. Un buen día, uno de los invitados llevó la Sangre de Medusa y propuso su lectura en clave borgiana. Funcionaba, sí, pero el autor quedó muy mal parado. Si se llevó a cabo la reunión para comentar los textos hice bien en no asistir. Los compañeros del círculo borgiano siguen siendo mis amigos.
     Sin ser una declaración oficial, presiento que he tenido suficiente. Hay mucho por leer y prefiero buscar otras minas. No me lamento de lo encontrado, no. Mas no es ni de lejos el caso de los libros que decía Borges enorgullecerse de haber leído.
     Entre la pompa fúnebre, entre la letanía lacrimosa de los homenajes públicos, entre las elegías intelectualoides de las redes sociales, un compañero compartió un enlace donde se podían leer cinco textos de Gerardo Deniz sobre José Emilio Pacheco (pongo el enlace al final). Quien aprecie la belleza de la entraña, la estética del odio y el sabor del chisme literario encontrará cinco joyitas de la farándula cultural mexicana. No abogo por Deniz, y reconozco no tener elementos suficientes para apoyar sus opiniones, pero esos textos son, probablemente, entre todo aquello donde el nombre de Pacheco salga involucrado, lo más rescatable que he leído.
     Es curioso, porque en el coro de las elegías escucho las voces de personas a las que respeto mucho como lectores y me parece que su llanto es sincero. El problema podría ser yo, sin duda. Pero mientras no logre entenderlo como se debe (o como dicen que se debe), mi opinión no será más benevolente que la de mi primo en la playa. –Está chido. Y lo seguiré recomendando a los alumnos con tal de que no descuelguen por los senderos iniciáticos de Coelho, Gaby Vargas o Bucay.
      Tanto los textos de Deniz, el detractor, como las sentidas lágrimas de mis compañeros, los fans, tendrán sus razones no siempre fáciles de penetrar.  A fin de cuentas, por muy José Emilio Pacheco, por muy Premio Cervantes que seamos, también se nos pueden caer los pantalones en público, y no nos quedará más que reírnos. Tan humanos y divinos a la vez. 

http://www.scribd.com/doc/132835979/Cinco-textos-de-Gerardo-Deniz-acerca-de-Jose-Emilio-Pacheco