La
columna se recarga en la columna, una mañana quiere repetirse en otra que fue,
ya tiempo atrás, en las horas lejanas de la dicha. Las posaderas adolecen el peso
de la propia carne que se carga a sí misma y también a la que ayer estuvo allí,
tenazmente esperando, con la disciplina ruda del amante puntual. Van y vienen
los trenes, de ninguno vuelve a apearse: quedó varias estaciones atrás, si es
que somos nosotros quienes avanzamos o está ya muy lejos, si es la vida quien
viaja y nos abandona.
Pienso,
sueño, imagino mientras leo un cuanto intitulado “Si tú me dices ven” que pronto
vendrá a tirar de mi libro para esconderse detrás de la columna donde me apoyo.
Su risita de travesura espontánea y la cinta dorada de su cabello
desaparecerían detrás de ella y de mi vista, como desaparecería mi sorpresa en
cuanto yo notara que ella ha llegado por otro lado y una vez más nos hemos
encontrado.
Van
y vienen los trenes, otros trenes que también podrían ser los mismos pero no lo
son, porque eso ya no existe más: el río está ahí y sus aguas siempre
semejantes nos reinvitan a hundirnos en ellas, sobre todo si volvemos
intencionadamente, con la explícita voluntad de mirarnos en su superficie, en
su flujo que refracta la luz y nos impide ver en su fondo el reflejo
transparente del pasado, articular su dicha con nuestra existencia, dichosa
también pero desprovista del carácter mítico que hemos fabricado sobre el
contenido de la memoria.
“Si
tú me dices ven” –dijo la mujer del cuento, según testimonio del protagonista
que nos narra un pasado lleno de promesas y una espera, tensa de
inquietudes. Las palabras del bolero son
como las aguas del río o el flujo interminable de los trenes; su forma es
inmutable, pero su significado cambia en cada inmersión. Zambullido en ellas, Guzmán,
el protagonista, las repite con ansiedad y las escucho dentro de mí, preguntándome si
valdrá la pena creer en la magia de las palabras para recuperar en ellas la
vivencia, como el pintor rupestre posee a la res con sus trazos. Y entonces
trazo en la imaginación el contorno de su sonrisa y la esencia de su cabello al
sacudir el aire, el peso liviano de sus pasos, de su pantalón de pana guinda
hecho jirones y me la encuentro de frente con unos ojos que tampoco son ya los
míos, aunque lo fueron. Los contemplo al centro de un lago verde, inmóvil
y radiante en sus pupilas, dilatadas de
felicidad y de pasado; entonces veo mi dicha y mi pasado contenidos en los de
ella, los sé eternos como el flujo del río, que no sabe del tiempo. Estamos de
frente una vez más, un sábado sin fecha.
Cuando
cierro el libro de Muñoz Molina, un tren abre sus puertas frente a mí: Susana
finalmente no llegó y el protagonista se vio absorbido por una puerta que
conducía a una habitación donde siempre se sintió extranjero. Era la suya, en
esa peculiar situación de los espacios vacíos, cuando todo está aún por
construirse, cuando los ingredientes del mundo nos son dados para crearlo de
nuevo. Torres, tal vez, sobre tierna arena porque “si tú me dices
ven, lo dejo todo”.
Ese tipo de mujeres siempre encierran un río o u tren, una habitación vacía o un exilio a la soledad. Todo gira y vuelve para terminar como siempre en la escritura, en ese pudo ser, porque al literato le gusta relamerse en el dolor de lo ya ido, en el quizá. El pudo ser... ¿El hombre? No creo que sea diferente, pero no tiene la máscara de la escritura para ocultar el miedo de salir ese esa habitación donde se ha exiliado.
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