lunes, 31 de marzo de 2014

Nostalgia de casa grande



En la antesala de los 30 (más bien en el umbral), llega la hora de aceptar sin remilgos que soy ya un hombre. Ni lo sentí ocurrir ni quise resignarme a ello cuando empecé a sospecharlo hace unos años. El paso decisivo ocurrió cuando salí de casa, cuando juntaba la ropa en una maleta vieja para llegar a acomodarla en el nuevo espacio de esta habitación y lucirla en este barrio, tan familiar ahora. 
La lejanía y la soledad son manejables; la independencia y el sentimiento de autosuficiencia resultan gratos. La costumbre nos hermana con las nuevas circunstancias, pero quizá sea ella misma quien nos hace ver como ajeno el habitáculo nuevo. Independientemente de que el departamento sea rentado, la sensación de lo ajeno tiene que ver con las formas y no con los trámites: el jardín, las habitaciones grandes de la casa, su lejanía suburbana que daba a cada llegada la sensación de un reposo merecido; todo contribuía a sentirme perteneciente en realidad a ella.
Estoy por cumplir cuatro años aquí, ¡todo va tan aprisa! Así que ya no es cuestión de adaptarse; bastante habituado estoy a esta situación que percibo como constantemente transitoria. Pese a su comodidad, a su calor canicular, la pequeñez de sus habitaciones, pensada quizá para estrechar la cercanía entre sus moradores, se me vuelve opresiva. Los muebles, que con el paso del tiempo he ido adquiriendo para reconfortarme de la amplitud del vacío, rechinan por las noches en protesta, como si alguien los forzara en sus junturas. Son nuevos y nunca conocieron la casa grande, pero su sentido de la propiedad los vuelve solidarios conmigo, de modo que mis más secretas inquietudes se comunican con las trazas de su savia, en otro ayer fluyente por los bosques.
Algo de abrazo habría en la casa de mis padres que me hacía sentir en cada entrada la benévola vigilancia de quienes me esperaban y protegían dentro de ella, como si el simple acto de rendir cuentas fortaleciera un vínculo orgánico entre nuestras vidas y la de ella, la de la casa, que nos acunaba en sus brazos de concreto, madre pétrea de nosotros, destinados a crecer y compartir en ella venturas y desdichas, correrías y enfermedades. Durante los últimos años, sus muros fueron cómplices de mis aventurillas de juventud, óptimamente gozadas bajo el tácito techo de la prohibición paterna. Si me hubieran sorprendido, ¿habría estado la casa de mi parte? ¿Me habría ocultado, hermana transigente, en sus rincones?
La libertad que gozo en mi adultez ha sustituido la emoción del transgredir por una calma abúlica nacida de la sensación de no ser observado, certeza triste de que nadie ve por mí; orfandad que el confort intenta disfrazar aunque asome en detalles inocuos como el refrigerador vacío o el orden que reconozco en los objetos, pues permanecen tal y como los dejé al salir por la mañana, sin huellas de haber estado alguien ahí. El control y la conciencia del estado, posición e importancia de cada objeto en mi apartamento quitan todo efecto sorpresivo al hecho de habitarlo, como si en vez de una habitación se tratara de un casillero, relegado a la oscuridad desértica de las noches.  
     Entrar a la casa grande y ver en cada tabique, en cada loseta las huellas de un incidente doméstico que se sumaba a la historia de mi vida y mi familia desencadenaba una calma ligada a la certidumbre de los hechos ya escritos. En el apartamento, testigo también de historias anteriores y ajenas a la mía, apenas puedo reconocer la forma de unos pasos consabidos y tóxicamente propios, como el orgullo; al reconocimiento viene a sumarse la angustia de una historia por vivir, la certeza abrumadora de que en adelante seré responsable de la sangre, el sudor, el semen, las lágrimas, el agua o la basura que tire y recoja en cada uno de sus sesenta y cinco metros de cuadrada nostalgia por la casa grande que dejé cuando me hice un hombre sin saber reconocerlo.

viernes, 14 de marzo de 2014

Hados de febrero



Sé que es algo tarde y que a mediados de marzo no debería escribirse sobre febrero sin que parezca el reporte mensual de actividades de alguna dependencia burocrática. Pero hace varios días que me traía en la punta de los dedos esta especie de celebración doble de hondo significado para mí.
Alfonso Reyes es uno de los escritores a quienes debo mi inclinación por la literatura. Sin la Palinodia del polvo que leí en la preparatoria nunca hubiera sabido lo que un ensayo puede llegar a ser y el tono poético que puede encerrar. Más adelante me fui adentrando en su lectura y cuando fue el momento, poco después, entendí el peso que los hechos del 9 de febrero de 1913  tuvieron para su destino. La tragedia personal, la familiar, la nacional incluso, alcanzan en su Oración del 9 de febrero una dimensión cosmogónica. Por los años de mis primeras lecturas de Reyes mi padre todavía vivía y mi relación con él era lo bastante áspera como para asociarlo con uno de mis escritores preferidos.
Mis trabajos de la licenciatura adolecieron de reyismo: algo en el estilo, en mis intentos fallidos de ligar una idea con otra por asociación libre (que me valieron varios comentarios negativos de los profesores), algo incluso en el tono, así como mi gusto creciente por los ensayos me llevaron a sentirme émulo suyo. Poco tiempo pasaría para darme cuenta del alcance monstruoso de su obra y de mi insignificancia, con suerte sería un admirador bastante lego.
Para quienes están por enterarse, el 9 de febrero de 1913, en la llamada “Decena trágica”, Francisco I. Madero fue asesinado sangrientamente junto con algunos de sus hombres leales, entre quienes figuraba el general Bernardo Reyes, padre del escritor. La conmoción de estos hechos marcó el rumbo del hijo, quien se autoexilió en varios países con misiones diplomáticas. Es complicado e incluso arbitrario separar al hombre de su obra, la muerte del general fue un motor en la obra de Reyes, que salvo en algunos textos personales y muy sentidos como la Oración parece evadir la cuestión que hay de fondo, sus ensayos sobre México y América están desprovistos de resentimiento, algunos hasta pintan un destino prometedor.
Sin embargo, no hay evasión en su actitud, al contrario: con 24 años de edad, el joven Reyes pareció entender que la muerte de su padre era parte de un proceso histórico necesario para los países jóvenes. Con la distancia deseable en un escritor profesional, supo aislar su tragedia en el cajón de lo privado y escribir para un público mexicano ansioso de pautas para reconstruir el país que la Revolución estaba formando. La Oración del 9 de febrero es un texto póstumo, quizá Reyes no lo haya querido dar a conocer y contiene esta confesión que revela la importancia de la figura paterna para el escritor:
“Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de Febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”.
A los mismo “hados de Febrero” se les puede imputar este texto; hados patrióticos y fatales como cuanto tiene que ver con esta patria. El 24 de febrero de hace 8 años fue el último cumpleaños de mi padre.  No era un Bernardo Reyes, como no soy ni seré un Alfonso, pero bajo su sombra y su guía, atenta a las cuestiones del espíritu –quizás a falta de las materiales– elegí esta profesión y me he formado como literato en un mundo que él señalaba lleno de complicaciones. Era una guía contradictoria: una parte me enseñó a querer los libros, me rodeó de ellos y la otra no quería que me dedicara a ellos, el mundo era demasiado rudo para abrirse paso a golpe de frases. El desafío de mi juventud fue resolver la contradicción y responsabilizarme de mi elección. Apenas llevaba unos semestres en la licenciatura (ya leía a Reyes) cuando mi padre comenzó su peregrinaje por los hospitales de la capital. Tendría 58 años ahora, tal vez unas cuantas humildes satisfacciones que no podría más que ver a la distancia. Semejante pasividad no podría ser de su gusto, por ello decidió irse un 4 de diciembre. Las fechas son arbitrarias: la Oración del 9 de febrero se empezó a escribir en esa fecha y se terminó el 20 de agosto de 1930, son todos los cuidados que requiere la escritura de un texto como ése. Más humilde, el mío empieza y acaba este 11 de marzo, cuando el peso tardío de los hados de febrero me recuerda la orfandad paterna que también padecen los ídolos, sensibles e inexorablemente mortales, como todos.

viernes, 7 de marzo de 2014

¡Agua va que renueva!




Soleado es una palabra alegre para describir el día. No es el peso del plomo sino el del cansancio lo que inculpa al indistinto sol de la carga que sus pies han de levantar con cada paso. El tedio del trabajo mecánico y la premura de las citas que deben puntualmente verificarse destilan su apuración en la leve oleada de sudor que desciende ya por su nuca, aún imperceptible bajo el cabello. Sensación de suciedad y esfuerzo inútil, de vida desperdiciada en agitaciones anodinas y carentes de otro sentido que el de repetirse interminablemente, como su colección de corbatas en un calendario semanal de limitadas combinaciones.
     El aire de convoy entrando a la estación no lo reanima, pero lo coloca de nuevo sobre los pies, lo saca del aturdimiento, instintiva precaución de no ser arrollado. Un soplo leve, accionado por la misma máquina que lo conduce diariamente a lo poco que sabe de sí, a lo que debe saber para mantenerse sobre la piel de sus zapatos, arropado por la lana de ese traje que no lo hace lucir mal, lo suficiente al menos para uniformarlo con el resto de la muchedumbre que espera en el andén con una devoción ya cotidiana.
     Suena el aviso y las puertas se cierran frente a él, que ha logrado abrirse paso gracias al empuje colectivo de las prisas. Si la puerta fuera el obturador de una cámara, la fotografía habría revelado un gesto por él desconocido, uno de los más habituales en su rostro, el del instante muerto en que se deja llevar por el convoy como por un oleaje; flujo sin pausas de la ciudad orgánica en cuyas arterias transita llevando los nutrientes requeridos para su pervivencia. Es la función que –cree o recuerda– alguna vez eligió. A sabiendas de que nada extraordinario le sucede, siente con especial acritud el rigor de la temperatura y el fastidio, la presión de los vapores que activan su maquinaria o el rugido opreso en la garganta de un león desdentado.
     Otra vez el golpe de luz. La enmudecedora sequedad de laringe le hace pegar los labios en un gesto hostil y árido como el concreto que engulle los pasos, la vida misma. Soleado es una palabra demasiado dulce para un cuerpo fundido y solitario, pero pensar en la dulzura le hace detenerse y reparar en cuanto lo rodea: gritan los voceadores, pitan los autos, las madres aconsejan o acarician a los niños que han salido del colegio. Los puestos ambulantes surgen como un oasis y entra en una brisa perfumada: una jungla ha reventado el asfalto y se anuncia en letras coloridas en un fondo de sombra. La vitrina relumbra su limpieza y la abundancia: alfalfa, guayaba, melón, fresa.
     –¿Tiene sandía? Deme una grande.
Ruge la licuadora como un león tendiéndose a la sombra. La aguadora no vacila en las porciones, ni en el tiempo y potencia del mezclado. Su rostro se refresca con la brisa que emana sobre ruedas ese edén de temporada mientras la mujer escancia un torrente de dulzura en el vaso de unicel que la aprisiona.
     –¿Con hielo?
   Bajo las lonas rosadas, amarillas y azules de las carpas, entre los tallos metálicos de los puestos, la calle renueva sus sentidos. Sorbe la savia del popote y la máquina vuelve a lubricarse. Paga y es recompensado, despachado con una sonrisa fraternal, de comprensión que ampara y fortalece el ánimo.  Por sus arterias transitan los nutrientes requeridos para la pervivencia.  Bebe y sonríe, ¿a quién?  No sabe: al oasis, a la vivencia, al calor que no esperaba nuevos bríos de su rival, al vaso,  –qué agua tan agua– Gorostiza, ¡hop! Da un sorbo enérgico y camina, y siente la frescura de su oficio. Sonríe de nuevo, Tablada. Su semblante muestra ahora una roja y fría/ carcajada… del verano.