En la antesala de los 30 (más bien en el umbral), llega
la hora de aceptar sin remilgos que soy ya un hombre. Ni lo sentí ocurrir ni
quise resignarme a ello cuando empecé a sospecharlo hace unos años. El paso
decisivo ocurrió cuando salí de casa, cuando juntaba la ropa en una maleta
vieja para llegar a acomodarla en el nuevo espacio de esta habitación y
lucirla en este barrio, tan familiar ahora.
La lejanía y la soledad son manejables;
la independencia y el sentimiento de autosuficiencia resultan gratos. La
costumbre nos hermana con las nuevas circunstancias, pero quizá sea ella misma
quien nos hace ver como ajeno el habitáculo nuevo. Independientemente de que el
departamento sea rentado, la sensación de lo ajeno tiene que ver con las formas
y no con los trámites: el jardín, las habitaciones grandes de la casa, su
lejanía suburbana que daba a cada llegada la sensación de un reposo merecido;
todo contribuía a sentirme perteneciente en realidad a ella.
Estoy por cumplir cuatro años aquí, ¡todo
va tan aprisa! Así que ya no es cuestión de adaptarse; bastante habituado estoy
a esta situación que percibo como constantemente transitoria. Pese a su
comodidad, a su calor canicular, la pequeñez de sus habitaciones, pensada quizá
para estrechar la cercanía entre sus moradores, se me vuelve opresiva. Los
muebles, que con el paso del tiempo he ido adquiriendo para reconfortarme de la
amplitud del vacío, rechinan por las noches en protesta, como si alguien los
forzara en sus junturas. Son nuevos y nunca conocieron la casa grande, pero su
sentido de la propiedad los vuelve solidarios conmigo, de modo que mis más
secretas inquietudes se comunican con las trazas de su savia, en otro ayer fluyente
por los bosques.
Algo de abrazo habría en la casa de mis
padres que me hacía sentir en cada entrada la benévola vigilancia de quienes me
esperaban y protegían dentro de ella, como si el simple acto de rendir cuentas
fortaleciera un vínculo orgánico entre nuestras vidas y la de ella, la de la
casa, que nos acunaba en sus brazos de concreto, madre pétrea de nosotros,
destinados a crecer y compartir en ella venturas y desdichas, correrías y
enfermedades. Durante los últimos años, sus muros fueron cómplices de mis
aventurillas de juventud, óptimamente gozadas bajo el tácito techo de la
prohibición paterna. Si me hubieran sorprendido, ¿habría estado la casa de mi
parte? ¿Me habría ocultado, hermana transigente, en sus rincones?
La libertad que gozo en mi adultez ha
sustituido la emoción del transgredir por una calma abúlica nacida de la
sensación de no ser observado, certeza triste de que nadie ve por mí; orfandad
que el confort intenta disfrazar aunque asome en detalles inocuos como el
refrigerador vacío o el orden que reconozco en los objetos, pues permanecen tal
y como los dejé al salir por la mañana, sin huellas de haber estado alguien ahí.
El control y la conciencia del estado, posición e importancia de cada objeto
en mi apartamento quitan todo efecto sorpresivo al hecho de habitarlo, como si
en vez de una habitación se tratara de un casillero, relegado a la oscuridad
desértica de las noches.
Entrar a la casa grande y ver en cada tabique, en
cada loseta las huellas de un incidente doméstico que se sumaba a la historia
de mi vida y mi familia desencadenaba una calma ligada a la certidumbre de los
hechos ya escritos. En el apartamento, testigo también de
historias anteriores y ajenas a la mía, apenas puedo reconocer la forma de unos pasos
consabidos y tóxicamente propios, como el orgullo; al reconocimiento viene a
sumarse la angustia de una historia por vivir, la certeza abrumadora de que en
adelante seré responsable de la sangre, el sudor, el semen, las lágrimas, el
agua o la basura que tire y recoja en cada uno de sus sesenta y cinco metros de
cuadrada nostalgia por la casa grande que dejé cuando me hice un hombre sin
saber reconocerlo.