Sé que es algo tarde y que a mediados de marzo no
debería escribirse sobre febrero sin que parezca el reporte mensual de
actividades de alguna dependencia burocrática. Pero hace varios días que me
traía en la punta de los dedos esta especie de celebración doble de hondo
significado para mí.
Alfonso Reyes es uno de los escritores a quienes
debo mi inclinación por la literatura. Sin la Palinodia del polvo que leí en la preparatoria nunca hubiera sabido
lo que un ensayo puede llegar a ser y el tono poético que puede encerrar. Más
adelante me fui adentrando en su lectura y cuando fue el momento, poco después,
entendí el peso que los hechos del 9 de febrero de 1913 tuvieron para su destino. La tragedia
personal, la familiar, la nacional incluso, alcanzan en su Oración del 9 de febrero una dimensión cosmogónica. Por los años de
mis primeras lecturas de Reyes mi padre todavía vivía y mi relación con él era
lo bastante áspera como para asociarlo con uno de mis escritores preferidos.
Mis trabajos de la licenciatura adolecieron de reyismo: algo en el estilo, en mis
intentos fallidos de ligar una idea con otra por asociación libre (que me
valieron varios comentarios negativos de los profesores), algo incluso en el
tono, así como mi gusto creciente por los ensayos me llevaron a sentirme émulo
suyo. Poco tiempo pasaría para darme cuenta del alcance monstruoso de su obra y
de mi insignificancia, con suerte sería un admirador bastante lego.
Para quienes están por enterarse, el 9 de febrero de
1913, en la llamada “Decena trágica”, Francisco I. Madero fue asesinado
sangrientamente junto con algunos de sus hombres leales, entre quienes figuraba
el general Bernardo Reyes, padre del escritor. La conmoción de estos hechos
marcó el rumbo del hijo, quien se autoexilió en varios países con misiones
diplomáticas. Es complicado e incluso arbitrario separar al hombre de su obra,
la muerte del general fue un motor en la obra de Reyes, que salvo en algunos
textos personales y muy sentidos como la Oración
parece evadir la cuestión que hay de fondo, sus ensayos sobre México y América
están desprovistos de resentimiento, algunos hasta pintan un destino
prometedor.
Sin embargo, no hay evasión en su actitud, al
contrario: con 24 años de edad, el joven Reyes pareció entender que la muerte
de su padre era parte de un proceso histórico necesario para los países
jóvenes. Con la distancia deseable en un escritor profesional, supo aislar su
tragedia en el cajón de lo privado y escribir para un público mexicano ansioso
de pautas para reconstruir el país que la Revolución estaba formando. La Oración del 9 de febrero es un texto
póstumo, quizá Reyes no lo haya querido dar a conocer y contiene esta confesión
que revela la importancia de la figura paterna para el escritor:
“Aquí
morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los
hados de Febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a
ese amargo día”.
A
los mismo “hados de Febrero” se les puede imputar este texto; hados patrióticos
y fatales como cuanto tiene que ver con esta patria. El 24 de febrero de hace 8
años fue el último cumpleaños de mi padre.
No era un Bernardo Reyes, como no soy ni seré un Alfonso, pero bajo su
sombra y su guía, atenta a las cuestiones del espíritu –quizás a falta de las
materiales– elegí esta profesión y me he formado como literato en un mundo que
él señalaba lleno de complicaciones. Era una guía contradictoria: una parte me
enseñó a querer los libros, me rodeó de ellos y la otra no quería que me
dedicara a ellos, el mundo era demasiado rudo para abrirse paso a golpe de
frases. El desafío de mi juventud fue resolver la contradicción y
responsabilizarme de mi elección. Apenas llevaba unos semestres en la
licenciatura (ya leía a Reyes) cuando mi padre comenzó su peregrinaje por los
hospitales de la capital. Tendría 58 años ahora, tal vez unas cuantas humildes
satisfacciones que no podría más que ver a la distancia. Semejante pasividad no
podría ser de su gusto, por ello decidió irse un 4 de diciembre. Las fechas son
arbitrarias: la Oración del 9 de febrero se empezó a escribir en esa fecha y se terminó el
20 de agosto de 1930, son todos los cuidados que requiere la escritura de un
texto como ése. Más humilde, el mío empieza y acaba este 11 de marzo, cuando el
peso tardío de los hados de febrero me recuerda la orfandad paterna que también
padecen los ídolos, sensibles e inexorablemente mortales, como todos.
Tú Telémaco buscando patrias y tienes dos. Creo que debes de agradecer por partida doble a tu padre y a Reyes, pues el primero te metió el gusto por la escritura y el otro te dio maneras de volcar tus pensamientos; tanto es así, que ahora has levantado una estructura amorosa que sin importar las fechas celebran tus pasadas, presentes y futuras patrias.
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