viernes, 7 de marzo de 2014

¡Agua va que renueva!




Soleado es una palabra alegre para describir el día. No es el peso del plomo sino el del cansancio lo que inculpa al indistinto sol de la carga que sus pies han de levantar con cada paso. El tedio del trabajo mecánico y la premura de las citas que deben puntualmente verificarse destilan su apuración en la leve oleada de sudor que desciende ya por su nuca, aún imperceptible bajo el cabello. Sensación de suciedad y esfuerzo inútil, de vida desperdiciada en agitaciones anodinas y carentes de otro sentido que el de repetirse interminablemente, como su colección de corbatas en un calendario semanal de limitadas combinaciones.
     El aire de convoy entrando a la estación no lo reanima, pero lo coloca de nuevo sobre los pies, lo saca del aturdimiento, instintiva precaución de no ser arrollado. Un soplo leve, accionado por la misma máquina que lo conduce diariamente a lo poco que sabe de sí, a lo que debe saber para mantenerse sobre la piel de sus zapatos, arropado por la lana de ese traje que no lo hace lucir mal, lo suficiente al menos para uniformarlo con el resto de la muchedumbre que espera en el andén con una devoción ya cotidiana.
     Suena el aviso y las puertas se cierran frente a él, que ha logrado abrirse paso gracias al empuje colectivo de las prisas. Si la puerta fuera el obturador de una cámara, la fotografía habría revelado un gesto por él desconocido, uno de los más habituales en su rostro, el del instante muerto en que se deja llevar por el convoy como por un oleaje; flujo sin pausas de la ciudad orgánica en cuyas arterias transita llevando los nutrientes requeridos para su pervivencia. Es la función que –cree o recuerda– alguna vez eligió. A sabiendas de que nada extraordinario le sucede, siente con especial acritud el rigor de la temperatura y el fastidio, la presión de los vapores que activan su maquinaria o el rugido opreso en la garganta de un león desdentado.
     Otra vez el golpe de luz. La enmudecedora sequedad de laringe le hace pegar los labios en un gesto hostil y árido como el concreto que engulle los pasos, la vida misma. Soleado es una palabra demasiado dulce para un cuerpo fundido y solitario, pero pensar en la dulzura le hace detenerse y reparar en cuanto lo rodea: gritan los voceadores, pitan los autos, las madres aconsejan o acarician a los niños que han salido del colegio. Los puestos ambulantes surgen como un oasis y entra en una brisa perfumada: una jungla ha reventado el asfalto y se anuncia en letras coloridas en un fondo de sombra. La vitrina relumbra su limpieza y la abundancia: alfalfa, guayaba, melón, fresa.
     –¿Tiene sandía? Deme una grande.
Ruge la licuadora como un león tendiéndose a la sombra. La aguadora no vacila en las porciones, ni en el tiempo y potencia del mezclado. Su rostro se refresca con la brisa que emana sobre ruedas ese edén de temporada mientras la mujer escancia un torrente de dulzura en el vaso de unicel que la aprisiona.
     –¿Con hielo?
   Bajo las lonas rosadas, amarillas y azules de las carpas, entre los tallos metálicos de los puestos, la calle renueva sus sentidos. Sorbe la savia del popote y la máquina vuelve a lubricarse. Paga y es recompensado, despachado con una sonrisa fraternal, de comprensión que ampara y fortalece el ánimo.  Por sus arterias transitan los nutrientes requeridos para la pervivencia.  Bebe y sonríe, ¿a quién?  No sabe: al oasis, a la vivencia, al calor que no esperaba nuevos bríos de su rival, al vaso,  –qué agua tan agua– Gorostiza, ¡hop! Da un sorbo enérgico y camina, y siente la frescura de su oficio. Sonríe de nuevo, Tablada. Su semblante muestra ahora una roja y fría/ carcajada… del verano. 

1 comentario:

  1. Bueno en tu caso no es el vaso quién le da forma, quizá el sol, pero la sustancia es la fruta, y que de seguro a la velocidad que te tomaste tu agua fue tan breve como un Haiku de Tablad

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