Soleado es una palabra alegre
para describir el día. No es el peso del plomo sino el del cansancio lo que
inculpa al indistinto sol de la carga que sus pies han de levantar con cada
paso. El tedio del trabajo mecánico y la premura de las citas que deben
puntualmente verificarse destilan su apuración en la leve oleada de sudor que
desciende ya por su nuca, aún imperceptible bajo el cabello. Sensación de
suciedad y esfuerzo inútil, de vida desperdiciada en agitaciones anodinas y
carentes de otro sentido que el de repetirse interminablemente, como su
colección de corbatas en un calendario semanal de limitadas combinaciones.
El aire de convoy entrando a la
estación no lo reanima, pero lo coloca de nuevo sobre los pies, lo saca del
aturdimiento, instintiva precaución de no ser arrollado. Un soplo leve,
accionado por la misma máquina que lo conduce diariamente a lo poco que sabe de
sí, a lo que debe saber para mantenerse sobre la piel de sus zapatos, arropado
por la lana de ese traje que no lo hace lucir mal, lo suficiente al menos para
uniformarlo con el resto de la muchedumbre que espera en el andén con una
devoción ya cotidiana.
Suena el aviso y las puertas se
cierran frente a él, que ha logrado abrirse paso gracias al empuje colectivo de
las prisas. Si la puerta fuera el obturador de una cámara, la fotografía habría
revelado un gesto por él desconocido, uno de los más habituales en su rostro,
el del instante muerto en que se deja llevar por el convoy como por un oleaje;
flujo sin pausas de la ciudad orgánica en cuyas arterias transita llevando los
nutrientes requeridos para su pervivencia. Es la función que –cree o recuerda–
alguna vez eligió. A sabiendas de que nada extraordinario le sucede, siente con
especial acritud el rigor de la temperatura y el fastidio, la presión de los
vapores que activan su maquinaria o el rugido opreso en la garganta de un león
desdentado.
Otra vez el golpe de luz. La enmudecedora
sequedad de laringe le hace pegar los labios en un gesto hostil y árido como el
concreto que engulle los pasos, la vida misma. Soleado es una palabra demasiado
dulce para un cuerpo fundido y solitario, pero pensar en la dulzura le hace
detenerse y reparar en cuanto lo rodea: gritan los voceadores, pitan los autos,
las madres aconsejan o acarician a los niños que han salido del colegio. Los
puestos ambulantes surgen como un oasis y entra en una brisa perfumada: una
jungla ha reventado el asfalto y se anuncia en letras coloridas en un fondo de
sombra. La vitrina relumbra su limpieza y la abundancia: alfalfa, guayaba,
melón, fresa.
–¿Tiene sandía? Deme una grande.
Ruge la licuadora como un león
tendiéndose a la sombra. La aguadora no vacila en las porciones, ni en el tiempo
y potencia del mezclado. Su rostro se refresca con la brisa que emana sobre
ruedas ese edén de temporada mientras la mujer escancia un torrente de dulzura
en el vaso de unicel que la aprisiona.
–¿Con hielo?
Bajo las lonas rosadas, amarillas
y azules de las carpas, entre los tallos metálicos de los puestos, la calle
renueva sus sentidos. Sorbe la savia del popote y la máquina vuelve a
lubricarse. Paga y es recompensado, despachado con una sonrisa fraternal, de
comprensión que ampara y fortalece el ánimo.
Por sus arterias transitan los nutrientes requeridos para la pervivencia. Bebe y sonríe, ¿a quién? No sabe: al oasis, a la vivencia, al calor
que no esperaba nuevos bríos de su rival, al vaso, –qué agua tan agua– Gorostiza, ¡hop! Da un sorbo enérgico y camina, y
siente la frescura de su oficio. Sonríe de nuevo, Tablada. Su semblante muestra
ahora una roja y fría/ carcajada… del
verano.
Bueno en tu caso no es el vaso quién le da forma, quizá el sol, pero la sustancia es la fruta, y que de seguro a la velocidad que te tomaste tu agua fue tan breve como un Haiku de Tablad
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