“No
hay plazo que no se cumpla”, canta el dicho. Lo sorprendente –o más bien
sorpresivo, para mí, es la celeridad con que cada uno de ellos se va
cumpliendo. El lapso entre la planeación
de un viaje y su realización nos sorprende con su fluir inexorable en la sala
del aeropuerto, dudando si acabaremos de
anotar el fin del plazo antes de formarnos para tomar el siguiente avión.
Parece, cuando viajamos, que llevamos un destino, un
itinerario. Jugamos a ser dueños de nuestro tiempo, y vamos correteando trenes
y ciudades, imágenes que muchas veces terminan por no empatar con la que nos
habíamos formado en la mente, como esos planes que intuimos pero no acabamos de
edificar y nos dejan sólo la brillantez de la idea, o peor aún, el recuerdo de
esa brillantez.
Sentados, escribiendo fútiles líneas que den fe de
nuestro paso por cada sitio, los audífonos nos recuerdan con cada cambio de
cadencia o con cada track terminado que debemos apresurarnos. Es vertiginoso.
Hay
eventos que esperamos con ansias, quisiéramos acelerar el plazo para
llegar a ellos cuanto antes, pero
cometemos el error de vivirlos con tal intensidad que convertimos la expectación
en premura y terminan por escapársenos con la misma rapidez que el
plazo. Me ha ocurrido tantas veces…
Se
cae entonces en la noción pesimista de que no seremos capaces de vivir cuanto
esperamos con la intensidad deseada, y
esos eventos que terminan por ser hitos en nuestra línea vital ocurren en un
día como cualquier otro. Porque es verdad, son días cualesquiera con sus
veinticuatro exactas horas de sesenta minutos cada una, que no tienen
contemplaciones con nadie. La inteligencia –al menos la mía– no está capacitada
para seguir los hechos con el ritmo y el detalle deseados. A veces ocurren tan
pronto que no podemos gozarlos. Al disfrute de su realización sobreponemos la
angustia de su fugacidad.
El
afortunado don de la memoria –con todas sus deficiencias– puede ayudarnos a
reconstruir la vivencia, pero se requiere esfuerzo y un poco de fe en nosotros
mismos, porque muchas veces terminamos por dar a los recuerdos una forma muy
distinta a la de la extinta realidad donde alguna vez estuvimos sumergidos.
Ventaja de la memoria: es creativa, porque no sólo almacena los datos, sino que
nos permite moldear las imágenes y quién sabe cuánto pongamos en ellas de lo
que esperábamos vivir y dejamos ir en el momento, distraídos con nuestra propia
dificultad para aprehender lo vivido.
Y
mientras la banda que tanto esperábamos ver o el país que queríamos visitar nos
sumergen en su contingencia, nosotros nos lamentamos la posibilidad de que ese
instante llegue a su fin tan pronto como el plazo que debió cumplirse para
llegar a él.
¿A
dónde vamos con tanta prisa? ¿A dónde vamos con el texto que escribimos? Es
inevitable seguir maquinando planes de viaje interiores y exteriores que
exploren todas las dimensiones de la experiencia, porque la inteligencia
requiere a cada momento de una confrontación con los hechos, cuyas claves
–cuando las tienen– suele encontrar en el pasado o en la forma sonora y
significante de una palabra que concuerde con la idea que teníamos de ellas en
el plano paralelo de lo hipotético.
Pareciera
entonces que nuestra mecánica es simple: empatamos lo que podemos percibir de
la realidad con lo que podemos significar de la idea y construimos imágenes en
la memoria que a la vez terminan por construir lo que somos, nunca unitarios ni
estables, como la propia realidad.
Esta
idea multifacética y conformante de la experiencia, me hizo pensar de pronto en
la pintura cubista, en sus
simultaneidades –no dudo que sea influjo o contaminación transitoria de la
exposición que vi hace unos días–. Los planos se superponen unos a otros en
función de la luz natural sobre el modelo, pero también de la que el artista
percibe en él y desea realzar según la imagen que a la vez se ha hecho en la
mente. Entrega como resultado un
conglomerado de percepciones que nos parece monstruoso y ajeno, pero que es
también la más sincera expresión de nuestra incapacidad para aprehender el
proceso doblemente complejo de experimentar la realidad y luego dar cuenta de
ella, con una reproducción imperfecta.
No
sé si fue algo así lo que me propuse al escribir estas líneas, pero el abordaje
está por comenzar. Por monumentales que algunos parezcan, como la Ilíada o el Quijote, todo texto también es transitorio. Qué podía esperarse de
estas apresuradas líneas escritas en una sala de aeropuerto; apuntes o
bosquejos rápidos para ninguna obra, pasatiempos.
Serán un caudal disperso los recuerdos pero n está entrada tienen una continuidad clara, una organización precisa que ayuda, a los que no tuvimos la suerte de lamentar la fugacidad del viaje, verlos y tenerlos por ese instante en que el teclado y mente se dan su tiempo antes de quedar presos en los trenes del destino.
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