Nos gustaría que el país no se cayera a pedazos, que
no hubiera manifestantes. Pero nos gustaría más que no hubiera detenidos, ni
escándalos internacionales, ni crímenes de lesa humanidad ni
desapariciones. Y en medio de las consignas
y las sirenas, en el debate entre la acción y la apatía; el descontento y el
temor, algunos seguimos leyendo. Podemos sentirnos culpables por no haber sido
abogados y, en vez de leer cómodamente, estar sacando a los presos políticos de las cárceles,
acción sobre pensamiento en tiempos donde actuar se va volviendo más necesario.
Pero hemos elegido esta vida: se nos cruzan libros y realidades.
Ante el fervor de las
movilizaciones, creo en la gente. Cuando en medio de una marcha veo la ciudad
volcada sobre las aceras, aplaudiendo y apoyando, creo en la gente. Está ahí,
dando muestras de vida, luchando. Viajo
a casa de mi madre, alejándome del sur
de la ciudad. Llego a Indios Verdes, la estación de toda la vida. Las caras de
los vendedores, sus gritos, las multitudes apiñándose para tomar el autobús,
sus miradas, su revisar los bolsillos, sus tacos en puestos nauseabundos, su
mercancía china que no sirve para nada; hostilidad y salvajismo. Tan hundida está la gente en su miseria que
olvido la esperanza. A cualquiera de estos le das diez mil pesos y te mata al
cabrón que le digas. Soy injusto.
Por fin abordo el
autobús y vuelvo a abrir la novela. Luis Martín-Santos y la España de la
dictadura, donde palpita, como hoy, el submundo de las chabolas, ése que
infecta cuanto toca. Mejor alejarse de ellas, dicen los medianamente
acomodados, los trabajadores de corbata obligatoria que difícilmente han salido
o van a salir de ellas. Arranca el autobús y sube una cuesta. Al bajarla se
acaba la ciudad y se entra en las chabolas chilangas. La sierra de Guadalupe
poblada hasta el copete en algunas cumbres; su condición de reserva ecológica
sólo la reserva de brindar servicios públicos en los asentamientos irregulares
donde Muecas, Cartuchos y Floritas de piel morena viven sus dramas
particulares: San Juanico, Caracoles, La Presa, Ticomán, El Risco –donde se
bajaron los asaltantes la última vez que me tocó–, suburbios que ya son
ciudades y procrean sus propios suburbios.
La marcha es lenta, la
raza mucha. Es como si la miseria se empeñase en subsistir o dominar el
terreno. No hay esperanza, entonces. Sólo una muchacha lee en el autobús,
alcanzo a ver el título: psicología barata, coaching disfrazado de conocimiento.
En vez de tren suburbano, carretera de doce carriles. Coche por persona, cada
uno un logro personal a pagar mensualmente durante cinco años. Ser alguien en
la vida, ocupar un espacio en el carril, un cajón de estacionamiento en los
suburbios de los suburbios.
Dejar de mirar por la
ventana. Volver al libro y encontrar este párrafo:
No saber
nada. No saber que la tierra es redonda. No saber que el sol está inmóvil,
aunque parece que sube y baja. No saber que son tres Personas distintas. No
saber qué es la luz eléctrica. No saber por qué caen las piedras hacia la
tierra. No saber leer la hora. No saber que el espermatozoide y el óvulo son
células individuales que fusionan sus núcleos. No saber nada. No saber alternar
con las personas, no saber decir: «Cuánto bueno por aquí», no saber decir:
«Buenos días tenga usted, señor doctor» Y sin embargo, haberle dicho: «Usted
hizo lo que pudo».
El personaje de las chabolas puede salvar a un don, inocente pero torpe, de la cárcel.
En su ignorancia absoluta, en su pasado de violaciones y hambre, en su presente
de muertes y golpizas es capaz de discernir lo correcto para evitar una
injusticia. La ficción se torna esperanzadora: si se puede pensar, ha de
poderse realizar.
Un grupo de jóvenes (no
pasarían de 15, ni de 17 en edad) recorrió los 2 kilómetros de camellón verde
con pista para corredores de un suburbio medianamente acomodado. La calle
desierta hacía resonar sus consignas. Yo leía, pero salí a verlos. Una patrulla
pasó muy cerca de ellos, intimidatoria.
Los chicos no se arredraron. La patrulla siguió.
Me busqué a esa edad en
el recuerdo: la PFP había entrado en la UNAM, cuando la huelga de 99. Mi iluso
padre me inscribió a un bachillerato privado que nunca terminó de pagar (salvo
que su vida hubiera sido el pago). La ilusión era contagiosa, porque yo creía
en aquel entonces –si es que creía algo– que ese mundo nada tenía que ver
conmigo. Las lecturas de La familia de
Pascual Duarte y Cementerio de
automóviles me acercaron un poco a la realidad. Entonces supe que quería estudiar Letras, que
quería ser parte de la Universidad Nacional. Para conseguirlo tuve que subir y
bajar muchas veces la cuesta de Indios Verdes, reconocerme parte de los
suburbios donde habitan millones de esas personas en las que no puedo
resignarme a descreer.
Los escuchaba alejarse
por el boulevard: “si somos la esperanza de América Latina” gritaban. Me vería
ridículo a mis 30 años entre ellos. “Aquel que nunca fui viene a llamarme/ al
corazón y viene a entristecerme” –dice el poeta, español también. Fui un
adolescente muy distinto, pero cómo me hubiera gustado ser como ellos, tener 15
años menos hoy, por una hora, y realizar ese acto inédito en la historia del
fraccionamiento, acción pequeña y necesaria, como la de ese personaje literario
en Tiempo de silencio, mujer
analfabeta y descastada, incapaz de permitir una injusticia, aunque la novela
haya de terminar mal, de todas formas, como pasa siempre con la Historia.