Hoy
no tengo nada de qué hablar, o tengo demasiado y mal organizado. Es más
probable. Ayer cumplieron años dos de mis colegas más apreciados y aunque los
felicité por convención, volví a la pregunta que me hago cuando cumplo años:
¿por qué merece celebración cada año de vida? Un relato de Sinasi Dikmen (viene
en una antología, no conozco más del autor ni me quiero hacer el interesante)
me hizo darme cuenta que es un asunto cultural. En el relato de Dikmen, el
nacimiento de un hijo en el medio rural turco es algo tan natural, que no se
guarda. Hay una fecha de registro, sí, pero no de nacimiento.
Desde
este lado del mundo me pregunto por qué hemos de celebrar algo que no pedimos,
o que nada tiene de excepcional. ¿Qué valor histórico tendría mi nacimiento
para el mundo, si es que llegara a formar parte de la historia? Porque los
pobres no nacemos para la historia, los seres grises que no sabemos de qué
hablar cuando empezamos un texto vivimos una rutina que los propios animales
abominarían. Pero sin hitos y registros perdemos la historia misma, perdemos el
rumbo. Ahora que estamos en celebraciones fúnebres y coloridas, ahora que,
simultáneamente, tampoco tenemos nada por celebrar es cuando la historia se
plantea como necesaria, y los cumpleaños son cortes de caja. No saber de qué
hablar no implica falta de materia, sino quizá una sobreabundancia, como cuando
hay que escombrar la habitación y vemos desorden por todos lados: no sabemos
por dónde empezar, todo luce problemático.
Si
mis amigos no hubieran cumplido años, este texto sería una cosa diferente,
habría retomado cualquier otra vivencia o preocupación cotidiana y estaríamos
hablando de bicicletas, de cansancio, de política e indignación, de cualquier
otro asunto. Pero se atravesó el corte de caja y esto es lo que tenemos. De los
cumpleaños de los amigos salto al mío, a mi disgusto por la vida o a mi
relación contradictoria con ella. Porque veo estas celebraciones coloridas o me
veo pedaleando días atrás hacia un pueblo lejano para salir de la rutina y
asistir a la celebración de Muertos. Tampoco la muerte me gusta, y menos ahora
que está tan abundante, tan sonriente, tan gratuita.
En
el fondo de su lago va cobrando fuerza. Acabo de leer el texto de un amigo (que
no cumplió años ahora) y habla de cómo vivimos en un gran estómago y recuerdo
algún análisis periodístico de la semana, donde se hablaba de un país que se
hunde. La metáfora que el periodista empleaba era tal vez de arena movediza,
pero la idea no se pierde: otro amigo (éste sí cumplió años ayer) prepara un
poema sobre una ciudad fragmentada. No estoy seguro –tal vez él tampoco– si
quiere referirse a ésta, pero la imagen de un lago que reclama su espacio y lo
devora todo me gusta para el manto acuoso que subyace en la nuestra. Un manto fangoso
y asfixiante, como la mano de la muerte que nos envuelve lentamente a quienes
llevamos esta vida sin sobresalto ni esperanza, amable muerte villaurrutiana,
para lucir la tradición.
Pero
pienso también en esa otra muerte que llega rápida e inesperada, sin
averiguaciones ni justicias: la de los accidentados y los asesinados. Esa
muerte no está en el fondo, sino en la superficie y ni siquiera a nuestro
nivel, sino que viene de arriba. Y me veo rodando sobre Tlalpan a todo lo que
dan mis piernas y las de mis dos acompañantes; un automovilista ebrio nos
alcanza. Olvidemos las culpas: algo superior a nosotros nos puso en el mismo camino,
y la muerte cobró su cuota. No puede dejar de reír porque está descarnada, y
esa injusticia que se le ha hecho a veces quiere desquitarla. Entonces va con
la gente pobre y pone armas en las manos de unos, los llama fuerzas de orden;
tacha de problemáticos a otros y los deja a merced de sus hermanos. Todos los
días aparecen fosas nuevas, restos de gente perdida, de existencia gris y sin interés, de esa que no sabe por dónde empezar un texto, que cree que no
tiene nada para decir. Las ciudades se construyen sobre esas fosas, los
automóviles pasan sobre los cuerpos de los ciclistas arrollados. Quedan tan
irreconocibles los unos como desaparecidos los otros. La única certeza
–publicada en la primera plana del Gráfico o dolosamente silenciada– es que
están bien muertos, con la pata bien estirada, pero ya no les duele, porque a
los muertos no hay pedaleada que los acalambre. Les duele a los vivos: a ellos
sí que les han arrancado de un guadañazo parte de la existencia.
Ante
las veleidades de esta muerte –que sí es súbita (no como la del fútbol) porque
todos la esperan– la celebración de los cumpleaños luce, ciertamente, razonable.
La azúcar que cubre esos pasteles que se han puesto de moda es casi tan sólida
como la de las calaveritas de las ofrendas. Acaso sea un aviso, acaso la
blancura del azúcar haga brillar nuestros huesos al fondo de la fosa. Da de qué
hablar.
Siempre conciliándose y desconciliàndose la muerte y la vida; todo o es un nacimiento o una muerte, se nace para la vida y después para la muerte, se muere del útero, para ir muriendo en vida hasta estar bien muerte. Me gustó la metáfora del azúcar, da alegría, pero al final cómo corroe los dientes.
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