Podría
ser mi formación como lector, el exceso de Edmundo de Amicis durante mi
infancia, los sermones dominicales duplicados en la misa y en la sobremesa…
pero cuando leo novelas, pese a formalismos rusos, estructuralismos franceses, deconstrucciones,
pragmáticas y culturalismos, la nervadura viva, la gozosamente dolorosa sigue
relacionada con cuestiones éticas y morales. Cuando leo desmoronarse a un
personaje, cuando titubea, cuando gana sus pequeñas batallas individuales que le
dan significado ante el mundo, es cuando siento con más vigor que estoy leyendo
en serio. En esos momentos la literatura recobra toda su importancia y me
devuelve una respuesta -quizá
tenue, mas respuesta al fin-
del por qué me he dedicado a esto. Porque sí, Todorov y Derrida, Ricoeur y el
incómodo Said, y Zohar… sí, hay que aceptarlo: a veces leo y poso la mirada en
la estructura, en los espacios, en la ley del género, en el trasfondo de los
colonialismos y las periferias, me asaltan impulsos deconstructivos. Reconozco
que no siempre es accesorio: los buenos textos entretejen de manera natural
todo lo que la ciencia literaria ha conseguido analizar, un lenguaje
asombrosamente innovador o bien cuidado los sostienen, pero la médula, el
verdadero tuétano lo sigo encontrando en esas preguntas que ninguna ciencia o
teoría han logrado descifrar: ¿Quién soy? ¿Qué rumbo tomo? ¿Qué siento en
realidad? ¿En qué me estoy convirtiendo?
La
individualidad de los personajes, la humanidad viva que nos hace sentirlos a
nuestro lado mientras leemos se expresa en estas preguntas carentes de métodos
o ciencias. Su particularidad y casuística los hacen huidizos a todo intento de
sistematización, y entonces hay que recordarlos uno por uno con nuestra
limitada memoria. Son personas que los autores nos presentan, viejos conocidos
(con la experiencia, también los autores se nos vuelven viejos conocidos) que
entrañamos o detestamos por sus dudas o sus actos; podemos hacerlos nuestros o
verlos de lejos, según nos convenga; personas que tarde o temprano caen en
encrucijadas. Nos movemos con ellos en la medida que sus actos (de pensamiento,
palabra, obra u omisión) nos causan simpatía o repulsión, en la medida que sus
tensiones se hacen nuestras.
Con
todo y su “barroquismo verbal” –a decir del prologuista- un pasaje de Tiempo de silencio ha detonado estas líneas. Pedro, el
protagonista, científico de medio pelo, se encuentra en una reunión de societé, que no frecuenta. Trata de
adaptarse, de encajar; no puede:
Simplemente tiene que decidir ser como ellos, ir al
fruto, adherirse, asimilarse, cargar con la nueva naturaleza. Pero no quiere.
Sufre porque no quiere. Sufre porque se obliga a sí mismo a despreciar lo que
en este momento –miserablemente- envidia. ¿Pero desprecia este otro modo de vivir
porque realmente es despreciable o porque no es capaz de acercarse lo
suficiente para participar? ¿No es más que un resentimiento de desposeído o su
moral tiene un valor absoluto? ¿Si está tan cierto de que lo que él quiere ser
es lo que debe ser, por qué sufre? ¿Por qué envidia?
Paso
muchas horas en las redes sociales leyendo, básicamente, noticias nacionales.
Frente al horror de la sangre, los desollamientos y la muerte; frente al
descontento y la represión; inmerso en un país que se precipita al caos pero
que no deja de ofrecer fines de semana prometedores de felicidades en forma de
rebajas, me pregunto si envidio o si estoy tan
cierto de lo que soy. A diferencia de la Salambona de Reyes, yo no sé a qué
sabe: no sé a qué sabe el dinero ni la musculatura, ni el cuerpo de las hembras
selectas, ni el triunfo, ni la sangre de los machos vencidos. ¿Y si una vez
probado me gustara? ¿Y si luego de correr un BMW quiero un Ferrari, yo, el que
anda en bicicleta para no contaminar, para no estorbar, para ser sano y tener
una ciudad más humana? ¿Y si una vez probadas, les tomara el gusto a las putas
caras, yo que no me atrevo ni a tocarlas, por tratarse de desconocidas, por
creer en la dignidad de las mujeres? ¿Y si por sentir, como una droga, el golpe
de testosterona o el autocontrol de la adrenalina, matara, tras desollarle el
rostro, a un estudiante?
Toda
esa literatura de la experimentación formal se vuelve hueca frente a las
preguntas íntimas del ser humano que plantean los novelistas brillantes.
Valdrá, sí, para la historia literaria, pero bien claro ha dejado ya la
Historia que buena parte de su ocupación consiste en registrar y relatar
barbaridades. Con todo, Luis Martín-Santos cumple la doble misión de plantear
estas cuestiones y entregar una novela de gran valor formal. El mismo
prologuista que habla de “barroquismo”, seguramente influido por los estudios
sobre narrativa hispanoamericana, dice
que se trata –en estrictos términos formales-
de una novela que marca un antes y un después. No me atrevo yo a darle razón en
eso, porque desconozco mucho de la historia -con
varias líneas ya escritas-
de la novela de Posguerra española. Pero sí puedo decir que de las muy pocas
novelas que leído (con suerte serán trescientas) no había dado nunca con algo
parecido.
Y
pienso en la historia y pienso en la Posguerra, en la Dictadura y sus
barbaridades; y me veo leyendo aquí, escribiendo en medio de esta dictadura y
sus barbaridades, y me esperanza saber que del dolor de un pueblo nacen grandes
obras, que los dolores pasan y que, aun disfrazadas de barroquismo, las voces
no silencian, aunque sea Tiempo de
silencio y de rabia, de apretar
los dientes.
No sé qué opinar, entiendo el valor de lo moral y lo ético y lo humano en la novela, pero creo que un buen novelista usa la estructura, los espacios, etc., para reflejar eso mismo, para mí tema y estructura son uno, los dos expresan juntos al ser humano, por ello esta novela me marcó, es un estado de crisis y de silencio y de medias palabras que no se hubiera podido expresar de otro modo.
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