sábado, 15 de noviembre de 2014

Para un Tiempo de silencio




Podría ser mi formación como lector, el exceso de Edmundo de Amicis durante mi infancia, los sermones dominicales duplicados en la misa y en la sobremesa… pero cuando leo novelas, pese a formalismos rusos,  estructuralismos franceses, deconstrucciones, pragmáticas y culturalismos, la nervadura viva, la gozosamente dolorosa sigue relacionada con cuestiones éticas y morales. Cuando leo desmoronarse a un personaje, cuando titubea, cuando gana sus pequeñas batallas individuales que le dan significado ante el mundo, es cuando siento con más vigor que estoy leyendo en serio. En esos momentos la literatura recobra toda su importancia y me devuelve una respuesta -quizá tenue, mas respuesta al fin- del por qué me he dedicado a esto. Porque sí, Todorov y Derrida, Ricoeur y el incómodo Said, y Zohar… sí, hay que aceptarlo: a veces leo y poso la mirada en la estructura, en los espacios, en la ley del género, en el trasfondo de los colonialismos y las periferias, me asaltan impulsos deconstructivos. Reconozco que no siempre es accesorio: los buenos textos entretejen de manera natural todo lo que la ciencia literaria ha conseguido analizar, un lenguaje asombrosamente innovador o bien cuidado los sostienen, pero la médula, el verdadero tuétano lo sigo encontrando en esas preguntas que ninguna ciencia o teoría han logrado descifrar: ¿Quién soy? ¿Qué rumbo tomo? ¿Qué siento en realidad? ¿En qué me estoy convirtiendo?
     La individualidad de los personajes, la humanidad viva que nos hace sentirlos a nuestro lado mientras leemos se expresa en estas preguntas carentes de métodos o ciencias. Su particularidad y casuística los hacen huidizos a todo intento de sistematización, y entonces hay que recordarlos uno por uno con nuestra limitada memoria. Son personas que los autores nos presentan, viejos conocidos (con la experiencia, también los autores se nos vuelven viejos conocidos) que entrañamos o detestamos por sus dudas o sus actos; podemos hacerlos nuestros o verlos de lejos, según nos convenga; personas que tarde o temprano caen en encrucijadas. Nos movemos con ellos en la medida que sus actos (de pensamiento, palabra, obra u omisión) nos causan simpatía o repulsión, en la medida que sus tensiones se hacen nuestras.
     Con todo y su “barroquismo verbal” –a decir del prologuista- un pasaje de Tiempo de silencio ha detonado estas líneas. Pedro, el protagonista, científico de medio pelo, se encuentra en una reunión de societé, que no frecuenta. Trata de adaptarse, de encajar; no puede: 

Simplemente tiene que decidir ser como ellos, ir al fruto, adherirse, asimilarse, cargar con la nueva naturaleza. Pero no quiere. Sufre porque no quiere. Sufre porque se obliga a sí mismo a despreciar lo que en este momento –miserablemente- envidia. ¿Pero desprecia este otro modo de vivir porque realmente es despreciable o porque no es capaz de acercarse lo suficiente para participar? ¿No es más que un resentimiento de desposeído o su moral tiene un valor absoluto? ¿Si está tan cierto de que lo que él quiere ser es lo que debe ser, por qué sufre? ¿Por qué envidia?
Paso muchas horas en las redes sociales leyendo, básicamente, noticias nacionales. Frente al horror de la sangre, los desollamientos y la muerte; frente al descontento y la represión; inmerso en un país que se precipita al caos pero que no deja de ofrecer fines de semana prometedores de felicidades en forma de rebajas, me pregunto si envidio o si estoy tan cierto de lo que soy. A diferencia de la Salambona de Reyes, yo no sé a qué sabe: no sé a qué sabe el dinero ni la musculatura, ni el cuerpo de las hembras selectas, ni el triunfo, ni la sangre de los machos vencidos. ¿Y si una vez probado me gustara? ¿Y si luego de correr un BMW quiero un Ferrari, yo, el que anda en bicicleta para no contaminar, para no estorbar, para ser sano y tener una ciudad más humana? ¿Y si una vez probadas, les tomara el gusto a las putas caras, yo que no me atrevo ni a tocarlas, por tratarse de desconocidas, por creer en la dignidad de las mujeres? ¿Y si por sentir, como una droga, el golpe de testosterona o el autocontrol de la adrenalina, matara, tras desollarle el rostro, a un estudiante?
     Toda esa literatura de la experimentación formal se vuelve hueca frente a las preguntas íntimas del ser humano que plantean los novelistas brillantes. Valdrá, sí, para la historia literaria, pero bien claro ha dejado ya la Historia que buena parte de su ocupación consiste en registrar y relatar barbaridades. Con todo, Luis Martín-Santos cumple la doble misión de plantear estas cuestiones y entregar una novela de gran valor formal. El mismo prologuista que habla de “barroquismo”, seguramente influido por los estudios sobre narrativa hispanoamericana,  dice que se trata –en estrictos términos formales- de una novela que marca un antes y un después. No me atrevo yo a darle razón en eso, porque desconozco mucho de la historia -con varias líneas ya escritas- de la novela de Posguerra española. Pero sí puedo decir que de las muy pocas novelas que leído (con suerte serán trescientas) no había dado nunca con algo parecido.  
     Y pienso en la historia y pienso en la Posguerra, en la Dictadura y sus barbaridades; y me veo leyendo aquí, escribiendo en medio de esta dictadura y sus barbaridades, y me esperanza saber que del dolor de un pueblo nacen grandes obras, que los dolores pasan y que, aun disfrazadas de barroquismo, las voces no silencian, aunque sea Tiempo de silencio y de rabia, de apretar los dientes.  

1 comentario:

  1. No sé qué opinar, entiendo el valor de lo moral y lo ético y lo humano en la novela, pero creo que un buen novelista usa la estructura, los espacios, etc., para reflejar eso mismo, para mí tema y estructura son uno, los dos expresan juntos al ser humano, por ello esta novela me marcó, es un estado de crisis y de silencio y de medias palabras que no se hubiera podido expresar de otro modo.

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