En
mi clase de literatura universal, leyendo el Génesis, cuestionábamos la necesidad del hombre de
crear mitos para explicar tanto el origen del mundo y de la especie como para
especular sobre su destino. Un alumno levanta la mano y pregunta: ¿entonces
Adán y Eva son un mito? Tuve que guardar silencio y salir por la tangente,
porque la corrección política y la tolerancia religiosa obligan a silenciar afirmaciones,
que derribarían a un joven de su autocobijante ilusión de un mundo explicado
por un relato con un Deus ex machina
que resuelven la insoportable orfandad de nuestra especie. Nada hay de
atemorizante en un joven desorientado y sin ilusiones, pero sí lo hay en una
familia a la que una simple afirmación pondría en riesgo de perder su identidad
autoafirmada en el fanatismo, en sus tradicionales “valores” de hombres de
bien.
Pero
fue un silencio incómodo, los otros niños ya no creían en los Reyes Magos, y le
dieron a entender al compañero su ingenuidad. Si las explicaciones filosóficas
se vulgarizan como relatos religiosos, las pseudo-científicas cobran forma de
relatos que llevan el camino de perderse en el disparate. Resulta más
inquietante que semejantes vulgarizaciones sean acompañadas de un discurso se
ha vuelto tan autoritario, que su “verdad” se es aceptada de forma tan
contundente que la gente puede enloquecer por apegarse a ella.
Ahora
he sido llamado a calificar exámenes de redacción para una institución de mucho
renombre en el país. Una de las preguntas sobre las que el examinado debe
desarrollar su argumentación, habla sobre la posibilidad de que exista vida
extraterrestre. Me llevé todo tipo de sorpresas, pues siempre pensé que una mente
poco instruida pero nada ingenua descartaría desdeñosamente toda
posibilidad. En una mente cerrada e
ignorante el mundo se limita a lo que se conoce: “cree el aldeano vanidoso que
el mundo entero es su aldea…”, pero no es así: estos aldeanos vanidosos están demasiado
informados, y la mucha información los pierde.
Programas
de televisión como Tercer Milenio o Alienígenas Ancestrales han despertado
en la imaginación de estas personas un nuevo temor al vacío que los recluye en
un medievalismo intelectual con nuevo rostro. Si la ciencia construye los
relatos acreditables, la pseudo-ciencia se encarga de vulgarizarlos y de
volverlos agentes del morbo. Y es claro que no se puede culpar a los
productores por su ambición –ese gordo pecado se ha vuelto virtud en el mundo moderno–
pero es alarmante la incapacidad del
público por no saber discriminar la información seria de aquella que no busca
más que fáciles consumidores de relatos burdos, que un mínimo de información
volvería estériles y, desde luego, poco redituables.
Ligar el contenido de series como Los expedientes
secretos X y películas como Men in
Black al siempre inquietante campo de las profecías de culturas
ancestrales que han dejado vestigios monumentales de su existencia es un ingrediente
doblemente explosivo: se obliga al espectador a buscar vínculos tanto histórica
como científicamente arbitrarios entre un pasado no resuelto y un futuro
inventado; la trampa se cierra sobre un presente inexplicado que una lógica
elemental pero poco informada busca resolver a toda costa.
El
lenguaje oscuro de ciertos pasajes de los textos sagrados, o de libros
proféticos que siguen siendo canónicos en el sistema de creencias del
cristianismo sirve como una afirmación autoritaria de estas “verdades”, porque para
quien acepta que no puede comprenderlo todo es más fácil delegar en los otros semejante
trabajo, entregando mucho más que su confianza a prevaricadores que sostendrán
hasta su muerte la existencia de un consuelo sumamente codiciada. La más
elemental lógica del economista respaldaría el hecho de que la incuantificable demanda
de este consuelo, empoderaría irrestrictamente a quienes lo detentan: podrían
pedir cualquier precio y este sería pagado. Quienes ya son felices poseedores
de su parcela de verdad no tienen reparo en colocar en un examen de
certificación de instrucción media superior que los alienígenas han sido vistos
en este mundo en carros de fuego sobre la cima de ciertos montes, dándose el
lujo de colocar citas bíblicas que autorizan sus afirmaciones. Feligreses de la Iglesia de los Santos de los Últimos
Días afirman que el plan de Dios es sumarnos a la vida extraterrestre en forma
de dioses que rigen sus propias galaxias, siempre y cuando sigamos sus preceptos:
¿forma peculiar de una iglesia monoteísta proponer un nuevo politeísmo, simple
incomprensión de su propia doctrina o mala redacción? Al menos a nivel sintáctico, el sustentante de
esta peregrina hipótesis se defendía bien, el nivel lógico ya no forma parte de
la rúbrica.
Es
como si al momento de salir a la superficie del globo, aterrorizados por el vacío cósmico y por
el abismo de nuestra insignificancia los hombres simples se afanaran por buscar
el seno materno aún en el más
disparatado de los discursos, como esos niños que cuando les es presentado un
desconocido se niegan a saludar y esconden la cara en el pecho seguro de la
madre. Uno de los textos más optimistas sostenía que estos seres han estado
desde siempre entre nosotros, vigilándonos (palabra inquietante para quien
quiere autonomía pero reconfortante para quien necesita sentirse protegido), y
ayudándonos para el progreso. ¡Qué buena nueva!, lo que equivale a decir: ¡he
aquí el nuevo evangelio!
La
necesidad humana de “cobijo” es, para Peter Sloterdijk, una de las
determinantes básicas en la construcción de cosmovisiones. Si al conocer la
forma de nuestro planeta, al aprehenderla por medio de la navegación, perdimos
la última esfera, la que nos cubría del frío de la nada o nos impedía caer por
la orilla del mundo, hemos conservado el instinto de buscarla aun en esa
indeterminada mole intergaláctica donde el espacio-tiempo puede ser deformado
para poner en contacto a los alienígenas de alguna estrella del cúmulo de Abel
1835 con los nativos de la Isla de Pascua, o levantar las paredes de
Machu-Pichu.
Y
como en Men in Black, la verdadera
información habría que ir a buscarla en publicaciones como el Óoorale! o en las
series de History Channel, donde la historia tiene precio y nunca falta el
incauto que paga por ella para ostentarla en exámenes vergonzosamente aprobatorios a nivel nacional.