Por
segunda ocasión seguí las recomendaciones literarias de una colega a la que
estimo mucho. En mi ánimo de conocer autores nuevos y adentrarme en gustos
distintos, acepté, en una semana llena de trabajo, el libro que tanto había
elogiado el día anterior, mientras comíamos. Como me lo prestó, esta segunda
vez al menos me consuela que mi apertura no me costara dinero.
La
primera ocasión la vi en un stand de la editorial para la que trabaja, durante
la Feria del Libro del Palacio de Minería. Me atendió con una sonrisa diligente
mientras se revolvía entre sus quehaceres de organizadora. Todo fue rápido: las
recomendaciones, la compra, la firma del autor, que se encontraba presente…
Desafortunadamente lo fue también el desencanto. El primer cuento no me gustó,
pero me pareció aceptable, seguí; el segundo me gustó menos, seguí; llegó un
momento en que empecé a frustrarme. Mi goce de lector no correspondía al fervor
con que el libro me había sido presentado.
La sonrisa de mi colega, su forma despreocupada de hablar sobre
literatura, sus gafas de pasta que, pese a la moda, siguen haciéndome ver
inteligentes a las personas…
No
terminé el libro, llegué a aventarlo un par de veces, y la paciencia (o el
remordimiento por el dinero invertido) me hicieron levantarlo y continuar. Aún
así no logré terminarlo. Los cuentos, que caían una y otra vez en los juegos facilones, en el
abuso de un lenguaje florido que no ayudaba a la narración, ni a la
caracterización de los personajes, ni al tono juguetón (muy poco logrado, además)
de los relatos, me hicieron lamentar tan mala literatura en una edición tan
bonita, tan bien encuadernada, con dos tintas y una respetable partida del
presupuesto gubernamental, pues se trataba del fondo editorial de uno de
nuestros estados.
La
segunda vez me cayó de sorpresa. Así como llegué a mi estación de trabajo, ella
hizo un saludo con la mano y se acercó con el libro que había estado elogiando
el día anterior, una obra de teatro. Algo había dicho sobre la construcción de
los personajes a través de la voz, la imagen de la maternidad y el dolor. Se
habló de la protesta y el horror, el mundo sangriento del crimen y la muerte
llevado al tablado; escatología de una humanidad reducida al desecho: Perlas a los cerdos, obra premiada, dentro de una trayectoria reconocida…
El
día que tomé por fin el libro, me asombré de tanta retórica y parafernalia intelectualoide
puestas al servicio de una obra descuidada no sólo en la construcción de
atmósferas y personajes, sino en los propios registros lingüísticos que no
pasaban de los lugares comunes. Evidentemente el escritor, o desconocía las
honduras de la realidad que trataba de reproducir, o no tuvo el talento para
reproducirlos. Los vínculos entre los personajes madre e hija no pasaban de una
serie de vocativos cursis (verosímiles pero francamente simplones) y de la
angustia alrededor de un drama burdamente montado en la figura única, borrosa,
poco creíble de un mal hombre que carga una problemática social mucho más violenta de lo que el
pobre personaje logra hacernos ver. La Rosa de Guadalupe crea villanos más o menos
de esa talla.
De
haber sido mío, el libro habría salido volando por la puerta o la ventana de mi
cuarto desde la página 10 o 15. Sin
embargo, el descubrir que estaba leyéndolo tan rápido, despertó –para mi mal–
el ánimo de la tolerancia. Así que me lo fumé todo. No sé cuántos versos o
versículos rescataría del libro (porque además la disposición del texto sugería un lectura lírica que definitivamente no se logró), pero así hubiera ganado 10 premios, no lo
habría publicado de haber estado la decisión en mi poder.
En gustos se rompen géneros.
Sí, pero también en disgustos. No conozco yo otros autores de teatro que estén
en activo. Quiero pensar también que muchas veces la mente del dramaturgo puede
estar más sobre el escenario que en las líneas, pero ¿no es éste el trabajo de
un director escénico? El dramaturgo es un escritor, como el cuentista. Joven, el primero, maduro, el segundo y publicados
ambos, me hacen pensar, no necesariamente en la decadencia, sino en el caos de
nuestra literatura actual.
–Es
que entonces es lo que hay– decía mi amiga. Me niego a creerlo. La cuestión
debe ir más bien por donde siempre: imagino al funcionario casi analfabeto de
promoción cultural –con suerte dotado de un título universitario en un área
afín a su puesto – quebrándose la cabeza al nombrar un comité serio que decida
lo que ha o no ha de publicarse con el dinero público. Esto se deja ver en el
hecho de que la labor crítica se reduce a las contraportadas y las
introducciones de los libros ya publicados. El prejuicio del nombre o de los
premios ciega las decisiones. Más de un escritor digno habrá por ahí, sin
nombre ni publicaciones.
¿Es
esta otra invectiva del escritor frustrado contra el aparato de promoción
literaria del Estado? No, señor, es la rabieta del lector frustrado que reclama
su tiempo y su dinero perdidos. Y conste que no va por los 65 pesos que costó el
libro de cuentos, sino por la parte proporcional de los impuestos destinados a
estas publicaciones que sirve apenas para que una legión de Saris Bermúdez
puedan decir en cada informe que “la literatura es una ventana a la
imaginación” y que nuestro gobierno siempre se ha preocupado por el fomento a
las artes y el acervo cultural.
–Ese
mismo fondo publica al Bartoliano –dice mi amigo, cuyo juicio literario respeto
mucho más. Reconoce que ese poeta amigo suyo ha decaído un poco, sin embargo,
su obra sigue teniendo calidad: cuando hay oficio generalmente se rescata la
obra, y los fallos suelen ser excepciones. Porque el escritor es autocrítico
–ahora sí como escritor frustrado lo digo–
y cuida más la obra que los premios o las publicaciones.
Y
el Bartoliano será una aguja en el pajar del sistema literario nacional. No
dudo que haya muchas más, pero el problema tiene tiempo y cola. Si hay otros
escritores valiosos que no conozcan la publicación o las becas es por el
continuo desencanto a que estos mecanismos los han llevado, sin contar que es
para muy pocos el dedicarse a escribir sin más remuneración que el gusto.
Algunos jóvenes recomponen su vida y dejan la escritura como hobby, paralelo a
las lecturas siempre necesarias, pero la consecuencia mayor de este caos serán
los necios, los que se aferraron a la pluma y no lograron figurar o lo hicieron
muy tardíamente. Debe haberlos. Casos
como el de Efrén Hernández, el más reciente de Max Rojas, o las colecciones de
poesía de la UNAM de autores que nunca fueron del gusto de los editores de Vuelta y lo que le siguió, autores que
nadie conoce pero que debieron publicarse y difundirse con más dignidad,
ilustran bien que el pajar sigue llenándose de una paja que nos cuesta mucho.
Y
no es que esté en contra de las becas y los fondos editoriales del Estado, pero
tanto dinero para tan malos textos me deja algunas preguntas: ¿Qué papel está
jugando la Academia en todo esto? ¿Serán también los buenos críticos agujas en el pajar, o de plano
prefieren trabajar para las editoriales privadas, que pagan mejor y suelen
elegir con mejor tino lo que publican? ¿No hay quién haga para cada fondo
editorial el papel de editor con profesionalismo? Porque los gustos son distintos,
sí. Pero aún en las obras que no entendemos, los lectores logramos captar un
“algo” que muchas veces no sabemos explicar y que está ahí, en las palabras y
en las imágenes del texto, no en los temas, ni las intenciones y mucho menos
en los nombres y las trayectorias de quienes los escriben.
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