martes, 24 de marzo de 2015

Elogio de la incredulidad: esbozo de Fernando Texeira


Tengo la mala costumbre de creer siempre en los perdedores, en los débiles. A veces sospecho que más allá de identificarme con ella, esta actitud deriva de un inevitable fastidio por el orden del mundo o un ansia de ser sorprendido por él. Mi hermana se ríe de mí porque siempre apoyo a los equipos que pierden en el único deporte que sigo con algo más que gusto: el futbol americano. Mi inclinación hacia las izquierdas en un país del que no cabe esperar nada tiene más de expectación que de esperanza, como si en la película archiconocida de pronto se invirtieran los papeles y el villano se quedara con la chica. Mi preferencia por los perdedores no es siquiera como la apuesta que se hace en el hipódromo al caballo peor rankeado para ver si lo fortuito se convierte en premio gordo, no, tampoco es eso.  
     Quienes se han acostumbrado al orden de las cosas saben valerse de él. Apuestan a los ganadores, besan los traseros adecuados y medran. Las pocas veces que pierden, se enojan: el mundo les ha jugado una mala broma y los ha dejado en ridículo. Pocas cosas hay tan vergonzantes para ellos como no tener razón, y como casi siempre la tienen, triunfan. Al perdedor no se le da crédito. Ni en las casas de apuestas ni en los bancos, en las calles tampoco. 
     Fernando Texeira –así dijo llamarse– es un profesor de idiomas –Je parle français, eu sou brasileiro– que vive en Cuernavaca, Morelos, fraccionamiento Las Delicias… (dijo el nombre de la calle, el número, el apartado postal, cómo llegar). No sabe cómo me hubiera gustado creerle. Tiene la piel avellanada de Rio Grande do Sur, medía casi 1.90, altura donde pude ver sus ojos claros, aún no enloquecidos. Y yo soy un pobre profesor también, preparatoriano,  que acababa de ver a su novia en una zona poco amena de la ciudad. Me preparaba para volver a casa cuando Fernando Texeira me abordó, me pidió un favor, me ofreció una beca…
     No sé si el error fue suyo o fue mío. Si lo recordara claramente podría asegurar que empezó pidiéndome un favor y tratando de desesperadamente de mantener mi atención. Yo estaba entretenido con los aparejos de mi bicicleta, porque era de noche. No puedo asegurar si me dijo que lo asaltaron o por qué razón había estado en la delegación. No pudo identificarse más que de palabra, aunque no se lo pedí. Es paradójico que la historia más verosímil sea descreída. ¿Asaltado a unas cuadras del Chopo? ¡Qué raro, eso ni pasa!
     Lo que sí recuerdo muy bien eran mis ansias por desprenderme de su presencia. No sé cuál sería mi prisa, cuál mi molestia por la sola sospecha de que intentara tomarme el pelo. Fernando Texeira podía haber exagerado algunos detalles, como el hecho de llevar tres días en la calle, sin comer, acostándose junto a excrementos. Trabaja en el DF por proyectos temporales y en un Instituto Tecnológico de Cuernavaca como profesor interino. No olía a alcohol ni parecía vicioso. Podría no estarme engañando. A toda costa quería volver a casa, pero estaba atrapado en las calles de una ciudad ajena, hambriento y sin un cinco; sin una credencial que acreditara su nombre, Fernando Texeira no es nadie.
     –Yo no hago favores.
     –Quítate y vete a chingar a tu madre.
     –No tienes idea, Pepe –le había dicho mi nombre–de las cosas que he tenido que aguantar. Tantas horas y hambre. –Y yo lo único que quiero es regresar a mi casa, cabrón. –El chilango que hablaba era demasiado bueno para darle credibilidad a su extranjería y con ella a toda su historia.
     Si pienso ahora en Fernando es por la posibilidad de que no estuviera mintiendo, por la certeza de haberle mentido yo para no ayudarlo, por no creerle, por no haberme atrevido a soltar 120 míseros pesos para aliviar a un desesperado, por no haber ideado una mejor prueba para evitar el engaño y ayudarle si hacía falta. Porque si Fernando Texeira es quien dijo ser, y porque si todo lo que me dijo era verdad no podría perdonarme la miseria de ser tan incrédulo, tan duro de corazón, tan codicioso hijo de perra. Mucho apoyar a los perdedores para romper la monotonía de los hechos para no dejarse sorprender por una historia, por la vieja historia que siempre nos cuentan los vagabundos en la taquilla del metro para sacarnos unas monedas, las mismas que le di a Fernando para quitármelo de encima, aunque no le ayudaran en nada para salir de su problema. Si Fernando me hubiera engañado tampoco me lo perdonaría: por blandengue, por ingenuo. Pero los 120 pesos (los tenía) volverían más rápido que la tranquilidad de la conciencia, que podría valerlos.
     –La cosa es que soy estudiante y no puedo ayudarte con mucho– mentí.
Fernando se vio arrojado con sus diez pesotes al desamparo de la ciudad. Yo monté la bicicleta y volví a casa. Fernando podría seguir deambulando en busca de malas caras e indiferencia. Cuando debí apoyar a los perdedores no lo hice, me dejé llevar por el orden y usarlo a conveniencia. Mi hermana no reiría, pero otros tratarían de justificarme. Temo verme algún día verme en su lugar. En un mundo regido por los engaños, la incredulidad es un arma defensiva que de vez en cuando duele accionar.

4 comentarios:

  1. No hay qué decirte, porque es una entrada que lo importante no es el modo en que está escrita, sino la manera en que logras trasmitir a tus lectores el malestar de los propios recuerdos al hacer que éste rememoré a sus Texeiras

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  2. La historia que cuentas es exactamente igual a la mía. Solo que me sucedió antier. Decidí buscar en Google a Fernando Texeira para ver si aparecía en algún lugar ya que por un momento me creí su historia, solo que yo lo encontré afuera de metro rosario, tu donde? Mi correo es tanglangma@hotmail.com. A tus ordenes

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  3. Hace unas horas lo encontré en la calle a un costado de cch azcapotzalco con la misma historia solo que yo sí le di dinero...la verdad después de ver esto me siento algo estafado alguien sabe algo de él ?

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  4. Ya somos muchos ... lo mismo me pasó

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