Junto
con la quesadilla y el café de la mañana recibí la noticia de la muerte de BB
King. Es un buen motivo para que las redes se llenen de clips de youtube y
estados elegiacos para homenajear y lamentar esta pérdida. Las actividades
diarias no me dejan mucho tiempo para escuchar música, así
que descargué inmediatamente una antología de 50 tracks a mi teléfono.
Lo escucho ahora y recuerdo, de entre las notas de la mañana, el hecho de que
el músico naciera en la pobreza en una pequeña cabaña en algún pueblo de Mississippi.
La
crecida de “el Viejo” en Las palmeras
salvajes extravía a los personajes en un mundo de agua que ha borrado las
ciudades, el rostro de los lugares que en otras narraciones de Faulkner
aparecen agrestes y polvorosas. Recuerdo este río omnipresente en el viaje del esclavo
Jim junto con Tom y Huckleberry sobre una balsa hacia el Norte. La nota sobre
BBKing relata también de su mudanza a Memphis en los años cuarenta, “el medio
camino perfecto entre Mississippi y Chicago, entre lo rural y lo urbano, entre
el Génesis y el Nuevo Testamento del blues” –dice el periodista.
Cuando
suena Backwater Blues en mi reproductor una oleada lleva, en la novela de
Faulkner, al penado alto hacia un sitio a donde no quiere ir; rema contra la
corriente de un río salido de madre, como la guitarra de BB King que viaja al
Norte para detonar el rock y toda una época de música que no se cierra hoy con
su muerte, pero que –como la fuerza de la corriente– nos recuerda cuán a la
deriva estamos quienes seguimos rodeados por el oleaje. ¡Qué presencia tiene el
Mississippi en la música de BB King!
Dice
Fernando Navarro, el periodista por quien me enteré esta mañana del deceso:
“mezclaba el sonido rural del campo con la vitalidad eléctrica de la ciudad”.
Me gusta esa descripción de pocas palabras que sirven para imaginar también la
vida del músico, agachado, primero, entre los algodonales para viajar después
en camiones al lado de animales y cargas industriales rumbo de las pequeñas
ciudades o a la también faulkneriana Memphis, empuñando la Gibson en las tardes
nubladas, rodeado de hombres sudorosos y los fines de semana en bares
pueblerinos o en los barrios apartados de ciudades pequeñas, soñando ya con la
apoteosis de Chicago, tal vez desconocida aún para él.
De
ser el camino de negros como Jim, en busca de llamado mundo libre, el
Mississippi se ha vuelto un compañero del trayecto recorrido tantas veces por
necesidades impostergables: la de los esclavos sureños a la libertad, la del
jazz de Nueva Orléans a Chicago, la de BBKing hacia la misma ciudad, la de
William Faulkner a los grandes públicos. El Viejo es una vena que lleva todo lo
bueno del sur a los reflectores cosmopolitas de las ciudades norteñas.
Uno
de mis primeros plagios, cuando niño, lo cometí luego de leer Huckleberry Finn: escribí una especie de
bitácora de navegación en la que mis personajes daban cuenta de las peripecias
de su viaje al Labrador a través de los Grandes Lagos norteamericanos. Me valí
de mi globo terráqueo, de mi capacidad de imitación, de la emoción provocada
por la lectura reciente, de las interminables tardes infantiles. Yo no sé en
qué pararían esos apuntes, mi madre dice haberlos recogido, pero yo los veo tan
lejanos como los años en que se escribieron. El cuaderno se fue, pero quedó mi
fascinación por el río, mis ganas de cruzar un país a flote en una balsa y
bajar en los poblados de la rivera a robar alimentos; el hechizo del nombre
Mississippi que bobamente trasponíamos en M’hici pipí y convertíamos en un
cuerpo kilométrico de orines sobre los que nadie querría navegar.
Hace
un par de años Jimmy Johnson se presentó en un parque de Polanco, en un
festival de blues. Johnson solía reparar autos antes de darse cuenta de su
tardío talento para la música. Si bien no tuve nunca el privilegio de ver a BB
King en vivo, puedo afirmar en Johnson la descendencia melódica de una raza con
una historia que cuentan sus guitarras, un dolor que sus gargantas quieren
ocultar inútilmente; dolor de cocheras bajo el sol de Louisiana, de manos
picadas por el algodón y el óxido de los motores que conducen blancos puritanos
en el falso santuario que Faulkner retrata tan vivamente.
Escuchar
a BB King sabiéndolo muerto es una forma de volver a presenciar su
marginalidad. El margen más verdadero que hemos de cruzar para emprender el viaje
al Norte, donde moran los que se han adelantado en el camino de la eternidad,
que no es de todos. Ahí van, al pairo, sobre la balsa y sin espera de juicio ni
la maldita necesidad de bajar por alimentos ni gallinas. El Viejo sigue sumando
años y kilómetros, desgasta la vieja Memphis con su cauce, la ver vaciarse de
gente y apagar sus luces, las calles resquebrajadas que levantan polvo. Su
soledad es la nuestra, ese mal regalo que Twain, Faulkner o King nos dejan
junto con sus obras deslumbrantes. Esclavos de la mortalidad, algún día nos
será forzoso botar la balsa mientras alguien cierra nuestros ojos.
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