Cuando
Montaigne empezó a escribir sus ensayos se enfrentaba a la idea desesperada de
revivir en la escritura la voz amiga que había desaparecido para siempre. La
muerte de La Boétie detonó una forma tan personal y desenfadada de escribir que
aún hoy seguimos utilizando para ella el mal nombre de ensayo. Mal nombre porque sugiere un carácter de inacabado, de
nunca definitivo, anuncio de un advenimiento que no termina por darse. Es como
si la teoría literaria no pudiera concebir ni bautizar con cabalidad suficiente
una forma de escribir apegada tan naturalmente a la forma de nuestros
pensamientos.
Hasta
hace unos meses, este blog era casi una bitácora del camino, una
correspondencia que sostenía con mi propia voz y acaso con la de un amigo.
Teníamos un acuerdo tácito de lectura, comentábamos nuestras entradas
brevemente y era curiosa la manera en que salían a relucir en nuestras
conversaciones. Eso que revelábamos de nosotros mismos en cada texto, era aprovechado como un bagaje
adicional que nos servía al departir sobre nuestras simpatías y diferencias.
Más o menos así –aunque con un nivel muy superior de conversación– imagino la
correspondencia entre Montaigne y su amigo: el ensayista entrevera en sus
conversaciones sus intereses sobre el mundo y comparte sus reflexiones de
manera libre e informal, y una vez que el amigo está ausente, el ensayo trata
de ser la continuación de esas charlas.
Me gusta pensar en un Montaigne frustrado
al leer sus textos, donde no pudo encontrar, ya no la voz amiga, sino el hilo propio
de sus ideas que la naturaleza lineal del lenguaje y la escritura le obligaron
a deformar.
El
caso es que hasta hace unos meses, gracias a la diligente laboriosidad de otro
amigo, este blog entró en un grupo que busca difundir entre los propios
escritores de blogs el trabajo de los demás. Desde entonces he escrito menos.
No lo declaro como un pretexto para mi falta de dedicación que, por otra parte,
tiene explicaciones menos pacatas. Sin embargo, percibo una diferencia ahora,
cuando escribo y sé que más de uno podrá leer estas líneas. Entiendo que el
hecho de publicar en un blog tiene esa finalidad, pero me había acostumbrado a
ese público mínimo de antes, a la respuesta única de mi amigo, muy rara vez
se intercalaba alguna otra. Seguramente ahora tampoco habrá respuestas, pero algo adicional
me cohíbe –ahora los que me leen son también escritores –me digo.
Me
siento como en la plaza pública, comprometido a una escritura tal vez menos íntima que
la anterior. Mi tendencia a escribir sobre mí mismo, como ahora lo hago, me
parece menos adecuada. No me convence siquiera el argumento de que quien
escribe es un yo que se proyecta como reflejo hacia otros yo que leen y pueden
compartir e interiorizar mis vivencias, y por otra parte, como lo dije hace
mucho, ando escaso de temas. ¿Qué de lo
que pueda decir sobre este o este otro tema le puede interesar a quien me lea? –me
pregunto y dejo suspendidos los dedos sobre el teclado (si es que llega a darse
el caso de que me ponga al escritorio con toda la intención de escribir para este
espacio).
Hablar
es hacerse presente, es obligar a la escucha. Cuando mi amigo publicaba en su
blog cada semana, me sentía obligado a hacer lo propio. Más que una
competencia, era una charla en la que resulta descortés quedarse callado.
Colateralmente, el número de lectores iba en aumento, como si nuestro empeño en
publicar cada semana los hiciera también partícipes de esa charla. Si bien
ellos no escribían para respondernos (a veces aventuraban un comentario al pie
de las entradas), el aumento en las gráficas o en el número de likes podía
interpretarse como un: “dado que te esfuerzas tú en escribir cada semana, me
esforzaré yo en seguirte también cada semana”.
Eran los tiempos dorados de este blog, pero también los tiempos dorados
de la beca de maestría y de las cinco horas de clase a la semana, vanidad de vanidades…
Los
muros de mi casa se volvieron transparentes y quiero refugiarme en las esquinas
del silencio. Debo estar exagerando. Tal vez la inclusión de mi blog en este
grupo haya roto un poco ese carácter de correspondencia que mantenía hasta hace
tiempo con mi amigo (de todos modos las respuestas ya no eran tan constantes),
pero sería saludable que esa conversación derivara ahora en un ejercicio más
cuidadoso de presentación de las ideas, donde ya no sea necesariamente mi
perspectiva particular la que dominara, ni el carácter anecdótico de mis
reflexiones. Me gustaría ensayar temáticas nuevas, perderle el miedo a la política
por una falsa percepción de literato sin compromiso, escribir sobre más
asuntos, aún bajo el riesgo de salirme del lenguaje intimista. La lección de
Montaigne fue, finalmente –aunque en un tiempo donde todo el mundo estaba aún por
descubrirse– que la conversación se mantiene sobre cualesquier asuntos, que
basta un poco de inteligencia para penetrarlos, aunque ahora nos veamos obligados
a recurrir a quienes ya han entrado en ellos antes.
Resta
preguntarse qué tan adecuada es la lección de Montaigne en estos tiempos de
tedio y mundo descubierto. Me vino Bécquer a la mente: No digáis que agotado su tesoro… Escribir por gusto, ociosidad o
por una vocación mal entendida es uno de los pocos ejercicios románticos que
nos quedan. So… ¡habrá poesía! Mala o precipitada, a cuentagotas, o vacacional –como
ahora–. Podrá no haber poeta pero siempre… (o
al menos letras que la ensayen).
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