Hace 11 años murió mi pobre padre. No exactamente hoy,
pero casi. Vino a levantarme de la cama para recordarme, como cada vez que –en mi
irresponsabilidad de niño y adolescente– había olvidado algún asunto o era
incapaz de resolverlo. Casi todo igual a entonces: su respiración agitada en la
oscuridad, el olor a grasa vieja de una cocina que fue antesala de la tumba y
sus ojos profundos, encendidos. Y yo sabía que la cosa iba en serio, que podía
venir el dolor, que mamá intentaría inútilmente ahorrarme el disgusto desde
el umbral de la puerta, pero que no se atrevería a entrar. Porque era un titán
furioso –sí, freudianos de a peso, psicologuitos de cuarta–, era un titán
furioso podía hacer estallar en un jab tiradientes toda la fuerza de sus 120
kilos. El tío Tavo, yo, y algún otro incauto sabemos de eso. El caso es que
volvió anoche, vino a levantarme.
No exactamente hace 11 años pero sí exactamente pobre,
o no sé, tal vez más pobre que en aquel entonces, porque es la segunda visita
que me hace en estos días, y ambas veces lo he visto tambalearse. Hoy incluso
se estrelló en la pared de mi armario antes de salir de la habitación, esa
habitación en la que casi ya solo duermo raras veces, pero que siempre, hasta
que me toque a mí ir a visitarlo, será mi habitación. Yo creo que viene más
pobre, pues como tuvo la desgracia –o la fortuna– de morirse, no le quedó ni la
esperanza de dejar de serlo. El hecho es que mi pobre padre no se tambaleaba
nunca, ni cuando nos bebimos esa caja de vinos en Querétaro, ni cuando lo buscaban
los más perros acreedores; ni siquiera cuando lo desahuciaron (yo iba con él). Y
no sé si sea motivo de orgullo, pero eso tampoco me tambaleó a mí, porque desde
que me llamó por teléfono con la voz trabajosa de un enfermo, supe que se iba
morir, y días antes o después, cuando me echó uno de sus últimos sermones
mientras lo acompañaba a dar vueltas en la combi que terminó conduciendo, supe
que estaba acabado al verlo levantar el puño en un gesto de exhortación, de
lucha por la vida. No era el mismo puño que me rompió el diente de enfrente, no
eran los 120 kilos ni el titán furioso. Entonces supe que estaba por partir. Vi
en sus ojos su miedo y la cara terrible de su oponente. ¿Sería su modo de tambalearse?
Ante ese oponente, quien no.
Desde su primera visita, que pudo haber sido, esa sí,
en el undécimo aniversario de su partida, hace como tres días, me ha pedido que
le lleve unas cosas, algo así como unos cartelones o anuncios, y otras que
tiene en unas bolsas, no sé si casetes o discos compactos, y así como no sé
bien qué son ni para qué, tampoco se me había ocurrido preguntarme a qué se
dedica ahora, más allá de todo, donde sólo en sueños puede venir a pedirme
ayuda. Porque si de algo terminó mi pobre padre por perder la esperanza, fue de
que yo le fuera útil algún día, y si de algo debió temer, es de que acabara de
convertirme en el inútil que siempre me consideró y que, en buena medida, sigo
siendo.
Y si de algo puedo estar seguro yo, es de su
intranquilidad, porque aunque podía dormir y roncar como un ogro en su antro,
en cuanto despertaba no tenía reposo. Siempre había algo que hacer y algún
lugar a donde ir. Y a veces, en los últimos años, cuando ya ni siquiera tenía
un coche, solía pedirme que le ayudara a transportar alguna cosa en el que mi
madre había comprado, pero que sólo yo conducía cuando me convertí en algo como
un irrisorio hombre-de-la-casa, o más bien un chofer, porque seguía sin ganar
un quinto y sin haberle roto ningún diente a nadie.
Y ya por entonces, no recuerdo con exactitud, estaría
estudiando la carrera que me llevó a ser este que soy, 11 años después, y ya
leía a Alfonso Reyes; un autor que podrá hacerme caer de la gracia de muchos,
pero que fue fundamental para mi formación y, como es de esperar, viene de la
mano del recuerdo de mi padre, que en nada se pareció a ese general rico, culto
y a veces hasta heroico, cuya imagen conservo sólo a través de la voz del hijo,
el menor de la palabra, el que diecisiete años después quiso exorcizar un
demonio que cargó toda su vida, porque el texto fue encontrado y publicado
póstumamente. Pero no somos nadie, simplemente no somos nadie para compararnos
con esa gente, nosotros los malditos. Porque si de algo llegué convencerlo, es de que estábamos malditos, de que no valían los esfuerzos que
hiciéramos para salir del agujero de miseria en el que estábamos metidos y del
que, aunque las cosas hayan mejorado mucho, mi madre y yo seguimos renegando y
culpando al pobre muerto para angustiarle, como no queriendo, el reposo.
Tal vez por eso viene a esa recámara aún pintada de
verde y sin puerta, muerto y tambaleante, a pedirme que le lleve eso. Eso que no sé pa’ que lo quiere y
cuya forma se me desvanece al despertar y encontrarme en esta otra habitación
donde ha siete años que duermo sin que nadie, más que una u otra ocasional
compañera, me molesten. La primera vez ni siquiera me despertó, solo vino y me
lo pidió, pero esta segunda vez el llamado ha sido más urgente. Lo más difícil
fue cobrar consciencia de que se tambaleaba, se estrellaba en las paredes y se
comportaba de un modo que nunca habría adoptado entonces, cuando se creía
obligado a ser fuerte como un titán furioso y no el simple hombre, muerto y
pobre, al que se ha exiliado de nuestras vidas.
Por eso me levanté, a ver si podía ayudarle. Y aunque
yo también me tambaleo ante la idea no escribir para siempre más que tesis y artículos
académicos, y aunque me he acomodado de tal forma a esta vida de levantarse con
la luz del sol y no preocuparse por seguir en pijama a la una de la tarde –nunca
aprobaría él esta conducta–, quiero ofrecerle, como consuelo, un poco de esto
que algunos me han dicho que sé hacer, y comprometerme ante quien me lea, a
llevarle a mi titán de siete llagas, en forma de flores, eso que me ha pedido
en sueños, que ni sé qué es ni para qué lo quiere.
7 de diciembre 2017
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