Una
resistencia fragmentada, tú, en otro punto de la ciudad y de la vida; yo, en el
habitual espacio de los encuentros donde ya no encuentro más que un museo,
objetos que han perdido su significado, verbos en desuso. Palabras de arranque
que no construyeron narración alguna y fueron sofocados por la necesidad de
soportar una vida que no reconocemos nuestra. La novela, que no resistió en pie, empezaba así:
Decidió
ceder a la insistencia de sus labios mientras los gritos de los estudiantes
orillaban al candidato a buscar una salida alterna, conectada con un sanitario.
El terreno parecía ya ganado, abonado para una cosecha abundante y exitosa
cuyos frutos prometían prolongarse por años. Ella notó, primero con temor,
aunque con cierta sorpresa al segundo intento, que sus labios eran más bien
suaves y que no invitaban a una fiesta de la carne, sino a una degustación
apaciguada: más una confiada invitación que un declarado acoso. Por lo demás,
ya estaba ahí y en parte se lo había buscado. El equipo de seguridad, los
profesores y otras autoridades del plantel trataban de calmar los ánimos de los
cientos de estudiantes eufóricos. Ya en la camioneta, el candidato tuvo el gesto
amable de sonreírle al enemigo. Ellos hicieron lo mismo para sí, sin despegarse
ni variar el eje de inclinación de las cabezas.
Amores sexenales, amores
sincronizados con revoluciones que el autoritarismo (doméstico e institucional)
frustra. Rebelión inútil, experiencia inútil, escritura inacabada, inútil.
Digitación letra por letra de un lenguaje colapsado en el autismo, como la
ciudad, como el movimiento estudiantil y la civilidad. Las alarmas de los autos
se activan al paso de las aplanadoras. Todo vuelve a uniformarse: sufrimos este
pasaje por el punto omega de un eterno retorno. El ciclo es sexenal, empieza a
verse. Me han crecido las barbas y las arrugas.
Al otro lado de la
ciudad, resistes la ausencia, resistes en la cuerda floja del desempleo y la eterna
dependencia. No estamos tan lejos en realidad. Me he sacado una lotería
temporal y algunos viernes solitarios escribiré para sentir que hablo con
alguien, que me cobijo en mis palabras, engañosas y agudas, como las que
provocaron esto: la entrada, la novela, el inicio de la correspondencia vía
sms, el cobarde final a la hora de la comida.
En una visión romántica,
el genio de la palabra me obligaría al sacrificio. Niñerías: las palabras son
el disfraz de la cobardía, el paliativo de la frustración, el autoengaño. Pero es
todo lo que tengo. Vivo de decir a otros algunas palabras sobre las palabras de
otros. Hasta títulos poseo para eso, autorización institucional. Y aunque a
veces sirven de consuelo o me divierten, pronto las veo volver a su volátil
condición de signos que los años borran, como la huella de otros en unos labios
besados.
Además, son torpes. Porque
en la mente y en el terrible archivo del teléfono persisten imágenes
intraducibles, síntesis que prescinden de las explicaciones verbales, retratos
hablados de una dicha que nos concedimos sin atender a su perdurabilidad. Pero
al otro lado de la ciudad y de la vida, los significados se alían a un bando
desconocido que trabaja en contra nuestra, aun en nuestra condición de
solitarios. Entonces machaco las palabras otra vez, pues intento hacer de ellas
un frágil refugio contra las imágenes, y porque me sobran demasiadas al no poder
hablar contigo, o tal vez también para suplir las tuyas, que fluían disparatadas
y constantes en el torrente tibio de la comodidad apenas herrumbrada por la
distancia.
Hoy no hay revoluciones
en puerta. El cinismo ha conformado su partido y a nuestra sangre que se enfría
se contrapone la que avanza por las carreteras y las plazas. Los estudiantes se
resguardan del frío en los exámenes finales, vuelven al orden. Yo vuelvo a
sentirlo en las manos como en aquellos años cuando tenía tu edad y los dedos se
me helaban sobre el teclado. Pero por alguna razón (quizá porque hemos visto
muchas series o porque la edad me ha acobardado –más) presiento que este
invierno será más duro y tal vez más duradero. Siento cómo empiezan a entumirse
las falanges con cada letra que aparece en la pantalla y no quiero parar de escribir,
porque detrás de mí está el escenario muerto y prefiero seguir dándole la
espalda. En algún momento la incoherencia de lo escrito me hará parar. Mientras,
las máquinas avanzan renovando el pavimento de la calle, que también tiene su
ciclo. Oigo cómo rompen la piedra, y oigo el viernes que volverá bien asfaltado
sobre un calendario sin citas ni proyectos. No hay revoluciones en puerta.
Al otro lado de la ciudad
resistes, la costra es necia o no ha acabado de formarse. Yo me escondo en la
sangre de las palabras para ver si coagulan, pero des-resisten, han dejado de
fluir.
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