Veía a esos tipos pegados todo el tiempo al teléfono:
caminando, en autobús, en un taxi, en casa, en el café. Despreciaba su desapego
del mundo, el enajenamiento causado por lo remoto, como si la realidad fuera
ineludible, como si no hubiera siempre peligros acechando: el tránsito, algún
ladrón tras una presa fácil, una vieja de andar torpe que podrías golpear
mientras caminabas sin fijarte (el tú
viene de nuevo, porque cuando escapas al flujo de tus palabras ves que eres tú
uno de esos tipos y no sabes cómo te has convertido en eso que antes yo detestaba) que andas por la calle sin
arreglar asuntos importantes, que no tienes asuntos importantes o más bien que
los asuntos tuyos no le importan a nadie. Eso.
Eres como todos y avanzas apenas fijándote un poco en
los adoquines, en la cebra peatonal, en el auto que sale desesperado del caos
de la glorieta. No te has convertido por completo en zombi, pero vas de camino,
miras de nuevo al teléfono, ya eres como ellos. Levantas la mano y jalas un
poco la petaca con la otra, abres la puerta del taxi. Le avisas, cortas un poco
la llamada, das indicaciones: a la Alberca Olímpica, tal calle, tal ruta. El
mapa de la ciudad en tu cabeza, consciencia de las horas y su tránsito, tu
prisa, la de todos, el bochorno del medio día. No estás aquí. Todo se mueve
automático, escuchas cerrarse la puerta del taxi tras de ti. No recuerdas
haberlo hecho. Automático. El cuerpo y su nueva modalidad de operación. No
estás aquí. Eres como ellos. No sabes cómo, sólo por qué.
El porqué está lejos. Su lejanía sólo será angustiante
cuando cortes la llamada. Mientras no, crees estar ahí. Un minuto, dos. El taxi
ha avanzado cincuenta metros, tal vez menos. El tránsito de su voz y de la
tuya, el tránsito de la ciudad, el tránsito de la sangre que arde en tus venas,
el tránsito de datos en una red infinita de intercambios, red de tránsitos de
otras palabras que emocionan y dan vida, que informan de vidas que han llegado
y que se han ido, que han cambiado, que se han arruinado, que se han despedido
de la vida.
Su voz y el océano anulado, ninguneado, ignorado por
tu voz que a veces se detiene. No sabes qué decir, no sabes enfrentar la
realidad al otro lado. Intuyes el océano pero no lo aceptas. Dices cualquier
cosa entonces. Seguir la conversación, inercia, impulso inicial que se resiste;
seguir en este mundo, inercia; seguir fingiendo que hay un sentido para cada
una de las acciones, inercia; seguir portando la máscara, inercia; seguir
escribiendo por inercia…
Inercia. f. Propiedad de los cuerpos de mantener su estado de reposo o movimiento si no es por la acción de una fuerza.
No hay cuerpos aquí. Apenas sus representaciones y sus
reminiscencias. Cuerpos sentados en el asiento posterior de un taxi perdido en
una ciudad infinita. Cuerpos sentados en la silla giratoria de una habitación
perdida en otra ciudad infinita. Inconsciencia del cuerpo. Un cuerpo revela al
otro cuerpo. Cuerpos que no se tocan, que no se tocaron cuando pudieron, que
tal vez nunca vayan a tocarse. ¿Sin cuerpos hay inercia, señor Newton?
Platonismo. Almas y voces. Espíritus liberados de los
cuerpos. Romanticismo incompatible con la imagen de todos esos tipos pegados al
teléfono en ciudades abarrotadas de claxonazos. Un hombre camina por la acera y
pasa junto al taxi, se aleja. Energía cinética del peatón, energía potencial
del auto en cuasi-reposo. Hay que moverse. No. Mejor olvidar la corporalidad.
Hacerse a la ilusión de que se es libre y se puede ignorar los océanos, el tránsito,
el hambre y el dinero.
Unos girasoles han cruzado el Atlántico. Bueno, algo
así: energía potencial de la palabra. Son
mis flores favoritas. Son preciosas. Energía cinética de las redes mercantiles,
potencial de la voluntad. Voluntad y representación. Voluntad encarnada en
sitio web. Representación de objetos disponibles, stock. Representación de
valores, costos. Energía potencial de una tarjeta de crédito. Energía cinética
del botón “comprar” que lleva girasoles a los hogares. Menosprecio del océano.
Tapas el sol con la palma de tu mano y dejas de verlo.
Descuelgas el teléfono y olvidas la distancia. Zombis. Todos engañados por la
calle. Tropezones. Atropellos. Robos de aparatos, de las vidas que contienen.
Un semáforo. La música del auto de al lado cruza también el océano. ¿Qué se escucha? La voz de todo lo que
está oculto, esperando manifestarse. Las paredes de agua abiertas a nuestro
lado que han de cerrarse sobre el enemigo. La tierra prometida está allá, en la
anulación absoluta de las distancias con fechas casi precisas en un calendario
que anuncia un apocalipsis en forma de cuerpos que se reconocen. Las paredes de
agua abiertas ante el milagro de la telefonía. Hay que correr. Extender la mano
sobre el mar. El enemigo es el tiempo. Llega siempre, como el invierno.
El taxi acelera por última vez, la voz se acelera
también. El horizonte de acontecimientos. La espiral que anula el espacio-tiempo,
que anula los cuerpos y sus masas, los devora, los precipita en un vórtice de
inercia irrefrenable. Las palabras se aceleran, las mías...
Pulso el botón fatal. Me reconozco en mi cuerpo,
sentado aún, tomando impulso para saltar al vacío negro del asfalto. Reconozco
en cada billete entregado al taxista mi sujeción a las leyes de la inercia. Reconozco
la ley de la inercia en la aceleración del taxi directamente proporcional a la
estridencia ascendente de su motor. Se aleja, efecto Doppler. Newton y mis pies sobre la tierra. El peso
de la petaca en el hombro. El peso de la lejanía, el del océano. El de la
soledad mientras me pongo el bañador negro y la gorra azul. El de mi cuerpo que
cae cuando entro al agua. La alberca/océano. La hora de la clase y mi reloj
sumergible. La inercia de sus números. Nadar, luchar con la corriente, que es
también inercia. Hacer del enemigo un aliado. Del tiempo un aliado. Llega
siempre, como el verano.
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