Dar a leer un texto a otro es un acto de muchísima
confianza. Lo pienso como un intento de volverse autocrítico con ojos ajenos,
sobre todo porque quien lo hace reconoce los límites de su criterio y la
condición de invisibilidad que provoca el estar inmerso en el lenguaje propio.
Y reconocer los límites propios es ya en sí mismo un acto de sinceridad, cualidad
que surge habitualmente en la hendidura horizontal de la amistad, cuando converge
con la afinidad de intereses.
La “buena fe” de Montaigne media entre quien se deja
ver en un texto, tal y como es, desnudo en la expresión de sus pensamientos e
invenciones, nunca inmotivadas, y el cómplice que mira, en la serenidad de un
juicio que se esfuerza por ser imparcial, aunque no siempre lo consiga. Reconocer
los límites de nuestro juicio es también un acto de sinceridad. Una cuerda se
tensa entre los dos extremos y oscila en direcciones imprevistas con las fuerzas
del pudor, la emoción y la imagen que tenemos del autor del texto.
Recibir este segundo extremo de la cuerda es siempre
un privilegio: nos han reconocido la capacidad de decir algo sobre lo dicho y al
mismo tiempo nos han confiado una parte de sí mismos. Estas entregas ocurren
todo el tiempo con motivaciones secundarias, principalmente las académicas (que
incluye a los talleres de escritura creativa) y las editoriales. En ambos casos
hay un interés que media el acto y basta cualquier rastro de él para que la
cuerda se rompa por el medio o caiga en alguno de sus cabos.
Y más que referencia libresca, la evocación de Montaigne
se sostiene en una amistad precedente o incipiente que funde a dos personas en
un mismo acto, como ocurría con La Boetie. El que lee entonces se coloca frente
a la página un poco como si fuera él mismo el autor del texto e intenta reconocer
qué podría hacerlo mejor o aquello que irremediablemente lo afea. Un poco como
colocarse frente al espejo con el cuerpo de otro y mirarlo como si fuera el
propio: arrugas y zonas de resequedad a las que el cuerpo se ha habituado y hemos
dejado de notar, pero en los que otros ojos han de detenerse pronto.
Todo esto porque un viejo amigo y una muy reciente me
han dado textos para leer y ambos me han pedido “una opinión sincera”. Tiendo
muchas veces a la sobreinterpretación o soy un neurótico de las redundancias o
un romántico de la verdad. Y acepto también ser un “sentido” en esta acepción mexicana
de molestarnos por nimiedades muchas veces no declaradas sino apenas esbozadas
en la palabra o en el gesto de otro y que creemos resultado de un desdén o de
un juicio negativo sobre nuestra persona. Entendida mi susceptibilidad, declaro
que el apellido “sincera” no ha de acompañar nunca a una opinión que se me pida,
so pena de una ofensiva redundancia. El acto desinteresado de confiarme un
texto es el lanzamiento del cabo contrario a una cuerda que podría dejar caer
si mi interés por el texto y, metonímicamente, por quien me lo confía, careciera
de importancia para mí.
Perdono a quien, por desconocimiento, tal vez parcial
de mí, me pide sinceridad. A quien no sabe que pertenezco a ese club de escasos
miembros de los que no se achican al decir “no he entendido nada” y que aceptan
no tener siempre el juicio lo bastante largo o claro para tejer opiniones sobre
cualquier cosa, pero que tampoco temen decir “no me gustó” cuando los elementos
para sostener esa afirmación son verbalmente claros y demostrables. Amigo de
falsos elogios tampoco soy, y prefiero el silencio a las atenuaciones.
Ya que ando de perdonavidas, prefiero no tomar la cuerda
que hacerla rodear el cuello de quien me ha confiado su garganta en unas líneas.
Lo mínimo esperable de quien lanza el cabo será entonces el esfuerzo por resistir
la tensión con que tiran del lado contrario. Aceptar la crítica y mantener la
cuerda lo suficientemente estirada para que pueda construirse sobre ella. Sólo
a través de la tensión probamos la resistencia de la cuerda como elemento
básico de un puente que salva el río de lo incomunicable. La podredumbre de las
cuerdas es fatal para todo transeúnte que se aventure por esos caminos y nos
condena a todos al aislamiento.
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