Y Monelle dijo después:
[...] volveré al seno de la noche,
pues es necesario que me pierdas antes de volverme a encontrar.
Y si me encuentras, huiré de ti nuevamente.
Pues yo soy la que está sola.
Pues yo soy la que está sola.
¿Por qué es tan tardado el correo mexicano? Soy el que espera, el que revisa el buzón cada que vuelve a casa, el que mastica con furia la tortilla, el que rumia la espera en el arroz desabrido del desayuno mientras el agua para el café se calienta. Es una ineficiencia lastimera, una demora arqueológica, como si la distancia que cubre un envío fuera equiparable a la que recorre la luz de una estrella extinta hasta llegar a nuestros ojos. No el cometa que huye después de traernos el mensaje helado de la lejanía, sino la estrella que vimos surgir entre suspiros cada atardecer y guardaba nuestras noches. Un fulgor que nunca titiló su despedida y fue absorbido por el negro firmamento que extendió su sombra hasta nosotros. Tarda tanto que pude haberme buscado otra ventana para lanzarme o para encontrar un planeta de brillo menos peculiar, tan conocido de los antiguos que quiere engañarnos con su eternidad ilusoria.
Soy el que en la
misma mesa arroja la tortilla al plato, con desesperación, el que bebe el café sin
asombro, el que intenta rescatar el bolillo duro y lo deja chamuscar por la
distracción de la espera. Soy el que espera, el que revisa el buzón cuando es
necesario salir de casa y encuentra los mismos sobres ajenos. Una demora
arqueológica, que hiere. Guardamos la esperanza de que una nebulosa oscura haya
sacado la estrella de nuestro horizonte, alejada de ella, sin tocarla, devolviéndonos
su luz y el dulce sueño de la noche bajo la mirada de su único esplendente ojo.
Soy el que piensa en la estrella perdida mientras almuerza, mientras alimenta con
polvo de estrellas el polvo de estrellas que compone su cuerpo y la bioquímica
de su cabeza. Soy el que no cambia los muebles de sitio y deja morir las
nochebuenas por un exceso de cariño y cuidados inadecuados.
¿Por qué tarda
tanto el correo mexicano? ¿Ignora acaso que los mensajes no recibidos a tiempo
tienen el filo de un cuchillo sin mango que estamos obligados a utilizar? Hay
que cortar cebollas y pasados, llorar el escozor vegetal y la ruina del tiempo.
Soy el que recoge un paquete del buzón con una sonrisa y el que lo lleva
angustiado escaleras arriba, como si encerrara la evidencia de que las imágenes
de un sueño al que creíamos haber renunciado provenían de un mundo remoto y
real, inalcanzable o perdido. La tenue luz de la estrella extraviada tras una
nebulosa que gritaba olvido.
Soy el que abre el
paquete y encuentra las tablillas de arcilla con los registros de una ciudad enterrada.
Los historiadores habían empezado a borrar su nombre de los libros de texto, los
mitólogos comenzaban a mirarla con interés y con codicia los utopistas. Un
libro sagrado y la escritura de un ídolo roto. Frágil arcilla cuidadosamente
conservada y enviada a vuelta de correo en una misión salvadora que llega
tarde, como si unas flores que atraviesan el océano llegaran sin encrespar sus
pétalos y por poco alegraran los últimos minutos de un enfermo. Las claves de la
salvación para una civilización ya extinta por sus propias melancolías. Soy el
que descifra la escritura e imagina un hubiera, un tal vez, el que aprieta los
labios. Soy acaso el perdido que pudo ser rescatado, encaminado, norteado por una
estrella distante, una enana blanca que se ha desvanecido en la exterioridad
helada.
¿Por qué tarda
tanto el correo mexicano? Abro el sobre adjunto que dice mi nombre. Las
palabras me ponen al tanto del sueño, me descifran de a poco el misterio del
libro y empiezo a reconocer el idioma. Voy a las últimas páginas y encuentro el
plano de la ciudad. Edificios nuevos y reconocibles con forma de huevo, grandes
vías y diagonales que intentan recortar la distancia. No dejan de ser la vieja
historia de los aventureros y presidiarios españoles que construyen sus
ciudades por encima de las que han conquistado. El correo mexicano tarda porque
se pierde en los vericuetos de la ciudad subterránea, la de la espera paciente,
la que brilla como lágrimas en la niña de mis ojos cuando la oscuridad parecía
haberlo invadido todo. Soy el que escribe su nombre junto al tuyo para ver si
así se comprimen también el espacio y el tiempo y los cuerpos en el libro único
de una historia por escribir: la página temible y en blanco del futuro.
Soy el que cree en
la palabra, dondequiera que la hayan escrito.
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