Me
preguntas si ya sólo voy a dedicarme a tareas intelectuales.
No
sé qué decir, ni si valdría como respuesta que sólo me quiero dedicar a amarte.
Porque además de toda esa voluntad, de amar entiendo demasiado poco, tan poco
que no sé si sea una tarea intelectual, porque entonces tendría que responder
que sí. Pero entiendo tan poco, además, que me atemoriza decirlo, sobre todo
ahora que nuestras palabras parecen estarse diluyendo en una niebla, como si
las hubiéramos soñado. Y me atemoriza, como a todo buen mortal, lucir ridículo,
decirlo todo como viene, porque entenderás también que no se trata de una cosa
a la que esté bien visto dedicarse, si es que de verdad puede la gente
dedicarse a eso.
Entiendo
tan poco, que cuando pienso en el aspecto más vil y más sabroso de esta
actividad, despierta en mis yemas el recuerdo de tu piel e, intelectualmente,
trato de acercar a ese recuerdo la textura apenas rozada de tu cabello. Es
complicado definir lo intelectual que pueda ser esto, porque al final todos los
estímulos me vienen de memoria, disociados de ese input sensorial –dirían los psicólogos, que podrían darme las
imágenes que miro en la pantalla, con una visualidad tan abrupta, que el tacto
termina por dormirse. Hacemos muchas cosas con imágenes y sonidos, tan
estimulantes son al intelecto. Pero hay algo en el tacto, en el olfato que
funciona de un modo distinto, nos despierta algo de animal mucho más difícil de
digerir con la razón, con el lenguaje al menos, que no ha dedicado tantas
palabras a describir y categorizar lo que sentimos. Esto debe ser una ventaja.
Quiero
explicarme, pero otra vez me viene el miedo a decir –así como que sólo quisiera
dedicarme a amarte– que todo cuanto sentimos y está libre de categorías
parecería más vivo en la libertad de ser sólo eso que sentimos, apenas sensible
en una covacha donde la memoria arroja caóticamente tantos objetos extraños que
no puede reducir a un nombre, aunque pueda asociarlos con otros y obligar al
lenguaje a dar unos rodeos larguísimos, a llenarlo todo de circunstancia y a recrear
situaciones concretas, como si ahora me pusiera a reconstruir un momento
preciso, que acaso sólo yo recuerde, porque tú, aunque también estuvieras ahí,
lo habrás vivido diferente y tal vez hasta lo hayas olvidado.
Un
superermitaño ocupado de tareas intelectuales. Ahora que sabes a qué quiero
dedicarme, la idea del ermitaño se vuelve desechable. Es cierto que paso mucho
tiempo en casa, encerrado y con tareas muchas veces autoimpuestas. Tareas
intelectuales –dices, pero me pesa demasiado el aura de la palabra, pesa
incluso más que las tareas mismas y el tiempo que les dedico. Suena como a la
inadaptación social necesaria para escribir estas líneas en vez de estar
bebiendo cerveza con los amigos. Tampoco es verdad, esas tareas que paso
ermitañamente realizando no me han dado para nada ese aire que imaginamos en
los intelectuales. La pulsión de mi tacto extendido a todo lo largo de mi piel
cuando me lanzo de cabeza a la piscina nada tiene de intelectual, nada tampoco
hay en la suspensión del pensamiento cuando mi cuerpo busca volver a la
superficie como si buscara la vida.
Estas
pulsiones son rutinarias, no hace falta forzar la memoria para activarlas en
los sentidos como sí necesito hacerlo con el recuerdo de tu aliento cuando te
acercabas demasiado a mí, casi con imprudencia. El recuerdo, éste sí
intelectual, de mi lucha contra el impulso de besarte cuando estaba casi
doblegado. Acaso esa lucha despertó en ti la imagen del ermitaño, pero si
pudiera dedicarme a lo que realmente quiero, si pudiera, aunque fuera por un
tiempo –porque sabemos lo poco que duran las cosas– darme a esa tarea, dejaría
de recurrir a la memoria y buscaría tu presencia como se busca el aire en la
superficie del agua después de una violenta zambullida.
E
intelectualmente, en contra nuestra, iremos asimilando todas las pulsiones, las
palabras empezarán a trabajar su lenguaje, que empezará por brillar, como una
joya, o a despertar nuestra piel, como una caricia, para poco a poco irse
gastando. Cuando esto pasa, la memoria cierra sus covachas y abre la puerta de
un vago sótano. El poeta lo ha llamado olvido.
Me
preguntas si ya sólo voy a dedicarme a tareas intelectuales, mi tarea por ahora
es seguir lidiando con los objetos extraños en mi memoria, sin lanzarlos al
sótano, sin apresarlos en una palabra. Una tarea intelectual, acaso,
involuntaria actividad de tiempo completo.
Piensa Piglia que Joyce escribe alrededor de una palabra: un relato o novela completa para explicar un significado o incluso un accidente lingüístico. Lo mismo me pasó con el texto: intelecto y olvido, tu ejercicio de correlación y, para pensarlo, una historia de amor. Al final, incluso la sensación puede intelectualizarse, a riesgo de perder su espontaneidad y, por ende, desvirtuar la experiencia.
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