sábado, 13 de abril de 2019

Tareas intelectuales





Me preguntas si ya sólo voy a dedicarme a tareas intelectuales.
No sé qué decir, ni si valdría como respuesta que sólo me quiero dedicar a amarte. Porque además de toda esa voluntad, de amar entiendo demasiado poco, tan poco que no sé si sea una tarea intelectual, porque entonces tendría que responder que sí. Pero entiendo tan poco, además, que me atemoriza decirlo, sobre todo ahora que nuestras palabras parecen estarse diluyendo en una niebla, como si las hubiéramos soñado. Y me atemoriza, como a todo buen mortal, lucir ridículo, decirlo todo como viene, porque entenderás también que no se trata de una cosa a la que esté bien visto dedicarse, si es que de verdad puede la gente dedicarse a eso.
    Entiendo tan poco, que cuando pienso en el aspecto más vil y más sabroso de esta actividad, despierta en mis yemas el recuerdo de tu piel e, intelectualmente, trato de acercar a ese recuerdo la textura apenas rozada de tu cabello. Es complicado definir lo intelectual que pueda ser esto, porque al final todos los estímulos me vienen de memoria, disociados de ese input sensorial –dirían los psicólogos, que podrían darme las imágenes que miro en la pantalla, con una visualidad tan abrupta, que el tacto termina por dormirse. Hacemos muchas cosas con imágenes y sonidos, tan estimulantes son al intelecto. Pero hay algo en el tacto, en el olfato que funciona de un modo distinto, nos despierta algo de animal mucho más difícil de digerir con la razón, con el lenguaje al menos, que no ha dedicado tantas palabras a describir y categorizar lo que sentimos. Esto debe ser una ventaja.
    Quiero explicarme, pero otra vez me viene el miedo a decir –así como que sólo quisiera dedicarme a amarte– que todo cuanto sentimos y está libre de categorías parecería más vivo en la libertad de ser sólo eso que sentimos, apenas sensible en una covacha donde la memoria arroja caóticamente tantos objetos extraños que no puede reducir a un nombre, aunque pueda asociarlos con otros y obligar al lenguaje a dar unos rodeos larguísimos, a llenarlo todo de circunstancia y a recrear situaciones concretas, como si ahora me pusiera a reconstruir un momento preciso, que acaso sólo yo recuerde, porque tú, aunque también estuvieras ahí, lo habrás vivido diferente y tal vez hasta lo hayas olvidado.
    Un superermitaño ocupado de tareas intelectuales. Ahora que sabes a qué quiero dedicarme, la idea del ermitaño se vuelve desechable. Es cierto que paso mucho tiempo en casa, encerrado y con tareas muchas veces autoimpuestas. Tareas intelectuales –dices, pero me pesa demasiado el aura de la palabra, pesa incluso más que las tareas mismas y el tiempo que les dedico. Suena como a la inadaptación social necesaria para escribir estas líneas en vez de estar bebiendo cerveza con los amigos. Tampoco es verdad, esas tareas que paso ermitañamente realizando no me han dado para nada ese aire que imaginamos en los intelectuales. La pulsión de mi tacto extendido a todo lo largo de mi piel cuando me lanzo de cabeza a la piscina nada tiene de intelectual, nada tampoco hay en la suspensión del pensamiento cuando mi cuerpo busca volver a la superficie como si buscara la vida.
    Estas pulsiones son rutinarias, no hace falta forzar la memoria para activarlas en los sentidos como sí necesito hacerlo con el recuerdo de tu aliento cuando te acercabas demasiado a mí, casi con imprudencia. El recuerdo, éste sí intelectual, de mi lucha contra el impulso de besarte cuando estaba casi doblegado. Acaso esa lucha despertó en ti la imagen del ermitaño, pero si pudiera dedicarme a lo que realmente quiero, si pudiera, aunque fuera por un tiempo –porque sabemos lo poco que duran las cosas– darme a esa tarea, dejaría de recurrir a la memoria y buscaría tu presencia como se busca el aire en la superficie del agua después de una violenta zambullida.
    E intelectualmente, en contra nuestra, iremos asimilando todas las pulsiones, las palabras empezarán a trabajar su lenguaje, que empezará por brillar, como una joya, o a despertar nuestra piel, como una caricia, para poco a poco irse gastando. Cuando esto pasa, la memoria cierra sus covachas y abre la puerta de un vago sótano. El poeta lo ha llamado olvido.
    Me preguntas si ya sólo voy a dedicarme a tareas intelectuales, mi tarea por ahora es seguir lidiando con los objetos extraños en mi memoria, sin lanzarlos al sótano, sin apresarlos en una palabra. Una tarea intelectual, acaso, involuntaria actividad de tiempo completo.       
         


1 comentario:

  1. Piensa Piglia que Joyce escribe alrededor de una palabra: un relato o novela completa para explicar un significado o incluso un accidente lingüístico. Lo mismo me pasó con el texto: intelecto y olvido, tu ejercicio de correlación y, para pensarlo, una historia de amor. Al final, incluso la sensación puede intelectualizarse, a riesgo de perder su espontaneidad y, por ende, desvirtuar la experiencia.

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