Debería ser ya
noche cerrada y hay todavía una franja color durazno detrás de los tejados. No
se me ha ocurrido salir a ver si hay estrellas. No se me ha ocurrido nada, en realidad.
Eso va conmigo, aunque me considere más una persona más de ocurrencias que de
planes.
En la celeridad se
me nota lo forastero, camino demasiado Ciudad de México para el ritmo calmado
de este pueblo alentejano, que en realidad es una ciudad mucho más confortable
y ordenada que la nuestra. Empieza a tener sentido aquello de las
ocurrencias: cuando uno viene de una ciudad tan grande está de tal modo
envuelto en el caos que nada parece tener una dirección, a pesar de que todo
mundo crea estar muy seguro de dónde va, y más cuando marcha con esa prisa. Cuando
estamos apurados no podemos planear nada, resolvemos las cosas sobre la marcha,
ocurrencias. Subo las empinadas calles de Évora como si tuviera que detener un
reloj explosivo en el punto más alto de la ciudad. Los primeros días eran
ensayos y cálculos. No quería llegar tarde a la que tal vez sea mi única cita
solemne en los dos largos meses que estaré por aquí. Cumplido ese compromiso, no
hay nada que me haga seguir caminando de esa manera.
Me siento unos
minutos en este banco de la Praça de Giraldo. No tengo hambre ni sed ni sueño,
un poco de cansancio tal vez, pero no hay motivo para quejarse. Ninguno, de
verdad que no, pero no escribiría uno si el drama no le gustara. Hay que
hacerse el interesante si se quiere mantener al lector atento. Interesante como
parezco serlo para los portugueses, cuando ven mi piel y mi atuendo: no encaja
con nada de lo que están acostumbrados a ver. Sobre todo en esta ciudad tan
pequeña. ¿Ya dije lo hermosa que es la ciudad? De acuerdo, primero lo primero: que
siento las miradas de los evorenses –aunque de los portugueses en general–
cuando voy por la calle. Y lo entiendo cuando miro al resto de la gente; aunque
haya alguna tan morena como yo, se nota que el sol europeo les quema la tez de
otra forma, y los pone rojizos, en ciertos casos medio verdosos. El atuendo es
todavía más notorio: o la moda nos llega tarde o tengo una forma tan descuidada
de seguirla que hago resaltar la diferencia. Soy muy forastero, mucho. En el
extraño caso de que alguien se dirija a mí, el inglés es lo primero que
escucho. Hora de hablar...
Então é português, pois não? Preguntan después de haberse echado un paso para atrás para mirarme
mejor. Não. Alcanzo a ver el esbozo
de sus sonrisas o la tensión del desprecio antes de escucharme pronunciar las cuatro
sílabas mágicas: me-shi-ca-nu. Un
éxodo importante (obviamente de negros, mulatos y mestizos) llegados de Brasil ha
vuelto algo ríspida la tolerancia de los portugueses. La muralla es una clara
frontera: si eres brasileño y estás adentro, eres turista; si estás fuera de
ella, inmigrante. La suspicacia de la agente aduanal debió ser mi primer aviso.
Había que hablarle en inglés o en español, el portugués me volvió sospechoso: O Zé Luís fala portugués. Falo, sim. Onde é que aprendeu?
Na universidade. Qual universidade?... Miraba el pasaporte con toda
atención. Los sellos del viaje reciente a Brasil no ayudaron nada: Já cá esteve? Estive. Porque é que não vejo o
carimbo? Isso foi lá por volta de 2012. Puso el carimbo de mala gana y abrió la puerta. Alcancé a escuchar a los compañeros
bromear. –É só sair
da rotina, pá! –respondió mientras me alejaba. Digamos que fui
el caso serio del día.
Dejo mi banco de la Praça de Giraldo. Tres muchachas negras conversan muy
a su gusto en el banco contiguo. Al menos una de ellas es brasileña. Conocí a
otro, de São Paulo, en el hostal donde me quedé mientras encontraba dónde vivir.
Iba a trabajar y también estaba buscando casa. Noté algo de envidia cuando al
segundo día le dije que me mudaba. Valga el estereotipo, ¿pero esta envidia es
acaso un rasgo latinoamericano? Algo escuché por ahí. Rumores que terminan por
volverse ideas generales en nuestra cabeza.
Tampoco ayudan las
sandalias, mi bermuda morada, mi bolsa de la USP y los lentes de sol (no muy
masculinos que digamos) encontrados en un autobús, hace un año, en Canadá. Ser brasileño y
encima gay no me iba ganar muchas bienvenidas en una ciudad provinciana de
machos portugueses. Los oigo hablarse a gritos por las calles y en los bares,
sobre todo. Me cuesta mucho entenderlos, y al oírlos cuando estoy en casa, me
recuerdan que no estoy en casa.
Después de unos
días muy buenos, otros días algo duros. Cae la noche al fin. Se me ocurre que
podría buscar las estrellas. Pero estoy en una ciudad y hay mucho trabajo por
hacer. Ya será otro día. Se me ocurre ahora, que podría buscar un lugar para
acampar en esta tierra alentejana. Ia ser
ótimo.
Soledad, trabajo,
extranjería. Vine a eso, pero la gente ha sido buena conmigo puertas adentro y no he acabo de instalarme en esas tres palabras. Amigos
no he hecho, pero hay sitios a los que volvería. A casa de Sofia y Maria, por
ejemplo, en Parede. Tan cerca del mar, de la sierra de Sintra y de esa joya
llamada Cascais, que está acá, de este lado del Tejo (Tajo, en español). Além Tejo, más allá del Tajo, dicen los
lisboetas para hablar de la gente de acá. Alentejo. Visto de aquí, los
lisboetas son ahora los alentejanos. Cuestión de ángulos, como esta tarde, mientras
caminaba apresurado a la función de marionetas. Hay festival. Todos estos días
había caminado junto a la muralla, pero hoy lo hice por el otro lado de la
calle y descubrí que, vista un poco más de lejos, es mucho más hermosa.
Cuestión de ángulos, o tal vez la hora de la tarde. No: si la miras desde la otra
acera, incluyes en el cuadro las jacarandas y otros árboles que no estaban ahí
cuando caminabas junto a ella. Es verdad que ahora tienes los coches, pero
la muralla y los árboles son lo bastante altos para que, si recortas el cuadro
dos metros arriba, los hagas desaparecer. La ciudad empieza a recobrar
su olor a viejo.
Ángulos, aromas.
La gente es buena puertas adentro y un tanto hostil en la calle. No andas en
grupo y andas fuera de la muralla. Turista no eres. Te miran como si te
olieran, tal vez esta prisa al caminar parezca agresiva, pues siento las miradas
incluso desde los coches. La extranjería ha de tener un olor, como la soledad.
Insisto en que hay cosas que percibimos y a las que las palabras no les han
puesto nombre. Al final, español y portugués son lenguas tan cercanas como dos
países que comparten una península. Pronto he de hacer amigos, espero. Los dos
olores se irán diluyendo conforme me vaya impregnando de la ciudad, de sus
modos. Caminaré devagarinho y tal vez
sude menos, eso ayudará. La muralla será menos inexpugnable y me encontraré en el laberinto empedrado
de esta Taxco portuguesa, esta Toledo sin Tajo. Algo así como estar en casa.
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