Los calceteiros de Cesário y la pequeña organista evorense
que vida tão custosa! Que diabo!
e os cavadores descansam as enxadas,
e cospem nas calosas mãos gretadas,
para que não lhes escorregue o cabo.
Cesário Verde
Nunca me pidan que
les tome fotos. No sé hacerlas ni de mí mismo, y eso importa mucho en los tiempos
de la selfie. Tal vez porque me he
vuelto perezoso o porque me basta la cámara del celular para el uso que he aprendido
a darle a la fotografía: el testimonio, el simple documento gráfico. Como
tampoco soy un reportero, mis fotos son, cuando mucho, un testimonio de mis
propias vivencias, un bastón para mi débil o cada vez más dispersa memoria.
Pasé unos días en
Lisboa, y debe bastar con este párrafo para dejar de usar la primera del
singular. La vez pasada hablé mucho de mí, ahora toca hablar de las personas; olvidar
al que está detrás de la lente y concentrarme en el objeto. Anticipo el fallo
gramatical: para crear la imagen del objeto hay que pasarlo por la lente de la
experiencia, así que estaré involuntariamente involucrado.
Este epígrafe
viene del Livro de Cesário Verde, el
poeta más importante del XIX portugués, no faltará quien venga a refutarlo. Poeta
urbano y andariego de una ciudad tan laberíntica como resbalosa. Contra la
plasta de cemento de las ciudades americanas, las calles de Lisboa están
trabajadas artesanalmente, piedra por piedra, las calçadas son una sucesión de piedras alisadas y brillantes que forman
mosaicos increíbles, apenas apreciables desde la altura mínima de un segundo
piso. El poeta flanereaba una ciudad que se iba modernizando, reconocía en su
hábitat la actividad de especies nuevas. “Cristalizações” es una postal zoológica de la ciudad. Los calceteiros
quedan eternizados en uno de los retratos más brillantes de la clase
trabajadora del Portugal moderno: no el pescador del Algarve, no el pastor
trasmontano, no los viñedos alentejanos; no las postales de medio euro para los
turistas. El país abandonaba su ruralismo y sus cuadros pintorescos. Postal
cesaroverdiana: imágenes verbales en un libro que casi nadie lee fuera de
Portugal, además de los preparatorianos brasileños. Reparan la calzada entre la
Praça do Comércio y la Casa dos Bicos, hay que cruzar la calle y salir de la sombra.
Los caminantes refunfuñan, yo con ellos. Golpes de marro y de taladro, el motor
de las Caterpillar. A diferencia de las cristalizaciones de Cesário, que
ocurren en invierno, el calor de junio.
Los calceteiros dan la espalada a los
transeúntes. Están haciendo cosas tan importantes como colocar una por una las
piedritas que embellecen esta ciudad para foráneos diletantes. Una incomodidad
para el turista, una molestia para el citadino. Entonces Cesário: Los calceteiros siguen de cócoras, curvados con sus manos agrietadas. De no ser por los
chalecos fluorescentes, por las Caterpillar… Un hombre se detiene y toma una foto.
Rápido, para no ser notado; pero fracasa, lo han visto y todo queda en un alzar
de hombros.
Me van a venir a
decir que la poesía panfletaria, que el propósito del arte… Ni madres. No había
chamanes sin cazadores y recolectores como no habría poetas sin calceteiros. Está científicamente
comprobado (y si alguien lo negara, yo tengo otros datos) que meter los pies
en el barro hace escandir mal los versos.
De vuelta al Alentejo,
la historia de Alice. Cesário Verde pasa de los calceteiros a la actricita apresurada que sale hacia su ensayo y
tiene que atravesar por donde ellos trabajan, desafía sus espaldas de oso con pies rápidos, el demonico, dice. Alice es una organista de 19
años, 20 tal vez. No la he visto más que en fotos mejor tomadas que las mías, ahora
sé demasiado de ella. Tendría que hablar de sus padres, João y Margarida, de su
generosidad, pero temo aburrir. Yo sólo quiero sentarme en el banco de una
iglesia y escuchar cómo toca Alice, religiosamente, un órgano tan monumental
como el orgullo de sus padres, que de pronto empezaron a aceptar huéspedes en
casa para pagar los estudios en el conservatorio de Estrasburgo. La niña genio
que escribió en francés una tesis sobre César Franck (tiene 20 años, si mucho), orillada por
sus profesores a dejar un país demasiado pequeño para el tamaño de su talento. Porque ela é pequenina. La menor de los
Rochas, engullida por los tubos de aire en el muro de una escuela como yo nunca había
imaginado que existieran, tubos que obedecen a la presión de sus dedos y de sus
pies para generar esa música, el dejo a cosa sacra que todavía conserva. Quiero
verla salir de ese órgano, con sus jeans y su cazadora verde, sonriendo a sus
papás, com seus pezinhos rápidos, de
cabra, como la actricita de Cesário. Verla saltar a la calle y serpentear ágil
entre la gente, tan ajena, como había estado yo hasta ahora, de lo que un demonico como Alice es capaz, perdida entre
los calceteiros de chalecos
fluorescentes, en los ríos humanos del anonimato, justo como el poeta caminaba una
ciudad vecina, ciento cuarenta años atrás, para hacer fotografías verbales de
los calceteiros, imágenes que
pueden durar tanto como las calzadas mismas, como las ciudades cristalizadas en
postales que traspasan los idiomas y los tiempos.
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