Relájate, respira, sonríe. Hay muchas cosas ahí
adentro, sentir la hinchazón a dos de reventar. Me paso la mano por la espalda
y oprimo los músculos del hombro, círculos con la clavícula, destensar… ¿cómo
se llamará ese músculo? Da igual, lo oprimes para no salirte de ti mismo. Ves
las palabras en la pantalla: relájate. Y quiero, intento jalar el aire a lo más
hondo, pero estoy constipado. Sonríes, luego ríes porque no estás en condiciones
de cumplir la más básica de esas tres instrucciones. Es temporal pero me da un
poco de lástima: no jalar el aire suficiente y tampoco poder echarlo. No saber
si es más urgente el aire nuevo o expulsar el que te asfixia desde dentro. Un
globo demasiado inflado y tres palabras salidas de un curso de coaching: acciones
necesarias, aunque te burles de la palabrería. Me preveo pataleando,
desesperado, como si una pinza apretara la nariz y tuviera la boca cosida.
Sonríe. No se ve mal. Quien tomara una foto captaría un sujeto feliz. Imagen
engañosa: un ojo entrenado notaría la tensión, la mueca, el asomo lacrimal en
la mirada, el gesto que refrena la disolución, el estallido.
¿Y qué si estallas? ¿De qué está hecha la asfixia?
No saber si son imágenes o las historias que me he creado con ellas, el modo de
relacionarlas. Mi abuela teje a la sombra, en el patio. En su regazo, la
montaña amorfa de estambre. Se engancha una madeja y la entrecruza sobre una
línea muy recta, muy ajustada. El patrón, el orden: una bufanda o un gorro que
nacen. Más abajo, la bolsa de estambre, laxa y abierta; las otras bolsas henchidas
de aire y de estambre nuevo, cerradas. Desbordarse en una madeja que se enreda
consigo misma, su caos contenido, su materia ansiosa por huir en busca de la
forma, limitada hasta ahora al hule, transparencia tensada de membrana o bolsa,
otras veces piel, otras veces carne. Mi abuela clava el gancho y jala con una
fuerza que no parece suya, entonces sale el entripado de varios colores, se expande
hasta el suelo en un embrollo. Liberación: respiración o estallido de un
continente roto. El bisturí y el corte fino del cirujano: abrir para arreglar
eso que intoxica. Estallar en un grito, en un tirón de pelos, un ataque de llanto:
liberación descontrolada, provisional casi siempre. El estambre regado sin
concierto por el suelo. El gancho lo constriñe a una forma. Crear el patrón o
descifrarlo: una bufanda para el frío que llevamos dentro.
El estallido libera pero también angustia.
Acostumbrarse a lo informe. Miedo primitivo a lo abierto, a lo cambiante. Crear
el gancho o el martillo de piedra, construir el techo de paja, la casa, la
ciudad. Contención, habitáculo. Mamá me llama al regazo, me acurruca; la abuela
coloca un gorro de estambre en mi cabeza. Crecer, asfixiarse, salir. La calle y
sus peligros, la adultez y su infelicidad. Angustia y liberación: bailar.
Relájate, siente la música. No cuentes. Buscas el
orden mientras la música huye libre hacia las alegrías ajenas. Escucha cómo
respira esa clave: la memorizo pero no la oigo. Los nombres de los pasos y las
vueltas, sus procesos. ¡Siente la música! Saber que lo hago, que puedo gozarla
incluso. Pero saber también que no me llega al cuerpo, que no se traduce en
movimiento, a no ser en ese machacar mecánico del suelo que tarda en reaccionar
a los cambios de ritmo. Relájate, no cuentes. Sigue la clave. Está en el fondo,
disfrazada entre el resto de los sonidos como los temores en el fondo de tus
músculos, la memoria del cuerpo señalando todo ese pasado de decir no puedo, no
he podido nunca. La vida y sus patrones orgánicos, la corriente de la música se
lleva a todos en un disfrute que no ha pedido a nadie comprender el algoritmo,
ritmo. ¿Cada cuántas brazadas respiras? Quiero que la analogía funcione, pero
no deja de ser teoría.
La teoría tiene un postulado: no sabes bien qué hacer
cuando te sueltan. Necesitas la instrucción, el orden o la orden, el nombre de
la figura que contiene el plan, la forma trazada por la tensión de tus brazos
para hacer al otro cuerpo obedecer sin que parezca forcejeo. Relájate, no se
trata de saber qué hacer, sino de entrar en sintonía. Con tensión, pero en
sintonía. Cuento cada elemento por sintonizar: la clave, los pies, los brazos,
la figura, las reacciones de su cuerpo, el cambio de ritmo, recobrar el conteo:
un, dos, tres… cinco, seis, siete. –¡Ya perdí el paso! La culpa. ¡Relájate! Sonríe.
Intento corresponderte mientras retomo el paso. Respira, la canción se está
acabando. Respira, la vida está pasando. Tensión en el rostro, en el cuello;
los brazos flojos, derrotados: no indican ningún camino ni vuelta aunque te
hayas aprendido tantos nombres y secuencias. ¿Cuentas las brazadas cuando nadas
a tu ritmo?
Deslizarse en la música como en el agua. Deslizarse
en la vida como en la pista de baile. No es para todos, pero se puede salir a
flote. A veces piso a la pareja vecina, a veces tomo una mano y recibo un tirón
que me devuelve a la superficie. Dar contención –dicen los terapeutas. Y es un
poco así, con tensiones y tirones, con apretones de mano que nos mantienen dentro
de las formas: el habitáculo de tenernos, a veces, los unos a los otros.
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