(Espacios de la intimidad 2)
Ir y quedarse y con quedar, partirse.
Lope de Vega
–Te doy tres meses, dijo.
Ha pasado ya uno y me viene a la mente este verso de
Lope. No se hicieron para mí las mudanzas, pero hay que apechugar, salir a
barrer las calles con la mirada y apuntar todos los números posibles. Voy
conociendo rincones de la ciudad nunca pensados ni nombrados. Detengo la
bicicleta y anoto un teléfono. He perdido la indiferencia con que solía ver los
edificios. Se acabó. Casi diez años de vida regalada en el corazón de la ciudad.
Tres meses, bueno, dos.
Imagino las paredes desnudas de la recámara cuando muevo
y guardo cosas que llevo a casa de mi madre para aligerar poco a poco la mudanza.
No tengo tiempo para leer, pero ahí están las palabras de Alejandro Zambra que dieron inicio
a esta serie y el “extraño latido” cobra sentido cuando abro la maleta en mi
vieja habitación-bodega y empiezo a buscar espacio para esos papeles. Tal vez
se queden aquí. Tal vez sea yo quien se quede aquí, en definitiva.
–Quédate en casa, gritan los carteles rojos cada diez
o quince metros por toda la ciudad. Aprieto el pedal y sonrío: “que se queden
los que la tienen” y avanzo en busca de más números telefónicos. Regreso a la
casa en la que estoy quedándome mientras me voy. Me siento al escritorio, llamo:
muy caro… muy pequeño… muy lejos… no tiene estacionamiento… no contestan… ya se
ocupó. Atravieso portones y patios, subo escaleras, por aquí. Miro a los
ojos a cada arrendador, entro en hogares potenciales. No siempre toco las
paredes ni abro los grifos para comprobar el suministro de agua. Busco ventanas
amplias que miren al oriente, atisbos de dignidad posible o signos de violencia
que me hagan salir corriendo.
La colosal Iztapalapa, colonias suyas que no
corresponden a la idea que nos hemos hecho de ella: miseria y crimen, abandono
y escasez. Veo casas grandes y aceras abarrotadas de coches relucientes,
vecinos que se saludan al paso. Sentido de barrio inaccesible a los que somos
transitorios, a los nuevos de los departamentos esos. Se me observa con
cuidado desde las ventanas, con alerta. El Pedregal de Santo Domingo y su anarquía
arquitectónica. Departamentos que eran cuartuchos sobre los que se construyen nuevos
departamentos. Como el suelo es de roca basáltica, el cielo es el límite; no
importa si se ven las varillas y los tabiques.
Imagino las paredes de esas recámaras vacías vestidas con
mis objetos: los libreros, las bicicletas, un anaquel con sábanas y toallas. En
realidad no me he mudado nunca. Cuando salí de casa de mi madre apenas llevaba
cosas: ropa, una computadora, un perchero. No tuve que buscar lugar, ya me
esperaban. Nuestra broma sobre la maldición de que sólo se salía casado de ese
departamento parecía consolidarse como verdad. Diez años es mucho tiempo, pero soy
lento para asimilar y lo asumí como mi hogar cuando casi llegaba la hora de
partir. Hago el recuento de las cosas que he acumulado: muebles, libros, electrodomésticos,
utensilios, botellas. La ropa es siempre un buen indicador: casi no quedan prendas
de las que tenía cuando llegué. Y casi ninguna de ellas me queda o me gusta
ahora. He cambiado.
Vuelvo al cuarto de la casa materna y hago mis cálculos:
el buró, la cajonera, la mesita, el escritorio. Todo parece caber bien, salvo
el refri… Quedarse. Tentador. La soledad de mi madre como excusa, su inminente
vejez. Entonces el “extraño latido”. Apilo los papeles con descuido y dejo que
este cuarto siga teniendo lo suyo de bodega.
Partirse. Necesito también mi soledad, mi espacio. Salir
corriendo al café, a la librería, a la alberca. Soy esa persona, la formada en
diez años de independencia y cercanía con un mundo en el que apenas participo. Hogareño,
mi recámara es mi territorio marcado con mis olores y mis ansiedades: libros leídos
a medias apilados sobre el buró y el escritorio. Las camisas que usé ayer unas
horas y colgué de la percha cuando decidí que no aguantaba el calor y me senté
al escritorio con el torso desnudo. El sudor de mi espalda en esa silla frente
al monitor. Su olor, el respaldo que se cae y vuelvo a colocar. Como me levanto
casi siempre con violencia, acabé por romperlo. No he cambiado. No tanto.
Y quiero quedarme en casa, de verdad. Quedarme conmigo
mismo y decidir “seamos esto, hagamos esto de ahora en adelante” y me pregunto
cómo pude haber llegado casi a los cuarenta con tanta indefinición. Estar sin casa
es la metáfora burlona de mi espíritu ambulante: un poco profesor, un poco
deportista, un poco estudiante, un poco escritor; el amo de casa peleado con el
lector que no quiere ser interrumpido, el nadador que se lamenta por no dedicarle
suficiente tiempo a la escritura, el ensayista que agita los pies porque el
cuerpo le exige esfuerzo, endorfinas. El insomne a la deriva que se lamenta por
no haber atracado en ningún puerto. “No soy de aquí ni soy de allá” –mi color
de identidad.
Mi padre: carácter es saber lo que uno quiere. Saber
si no sé lo que quiero o si quiero más de lo que soy capaz de conseguir. Ahí la
cuestión. Porque muy pronto, además, habrá que vivir, hacer que cada esfuerzo brinde
réditos cuando la beca doctoral se acabe. Quizá esa vida de trabajador, adulta
y resignada, me obligue a dejar este vaivén, esta indefinición que tantas veces
sabe a fracaso y a vacío. Certeza de que los esfuerzos son parte de un todo y
sirven a otros, incluso al explotador en turno.
Resignación. Fracaso. Dos tachas que siembran la duda sobre
volver a casa para siempre, sobre tomar cualquier departamento y meter mis
huesos a envejecer otros cuantos años entre sus paredes.
Relájate, respira. Su beso en la mejilla. Sus pechos oprimiendo mi
espalda desnuda. Envejecer así entre las paredes. Sonrío mientras la veo
perderse en el sueño una vez más. Pienso en los amigos que van triunfando en la
academia, en la escritura; en su respiración agitada cuando suben la escalera
que conduce a este departamento del que me estoy yendo, dos pisos: –¡Pérate,
cabrón! Sonrío. No quiero convertirme en eso, no en los calvos y barrigones
paterfamilias con que compartí los pupitres de la facultad ni en los campeones
de aguas abiertas que apenas pueden hablar de otra cosa que no sea natación o de
mujeres en términos misóginos… –¡Pérate, cabrón! Pues cada quién. Tan especial
no eres, ni sabes lo que ellos tuvieron que sacrificar para ser los que son ahora,
lo difícil de sus decisiones que sí se atrevieron a tomar. Carácter es saber
lo que no quiere uno –me digo. O al menos un buen inicio para llegar a la certeza
de lo que uno quiere, por descarte.
La indefinición define. El examen de orientación
vocacional me decía hace veinte años que podía dedicarme a lo que quisiera. Tanta
libertad y tanta responsabilidad. Te exiges demasiado –me ha dicho alguna
u otra compañera, amiga, novia, amante de esas que terminan dejándome por no
decidirme. Eres bien huevón –algún amigo exitoso con sobrepeso. Contrariedades.
La ley del padre, su dureza; las faldas protectoras de la madre, su mimo dañino.
Tal vez me he mimado demasiado desde que papá murió.
Relájate –me dice y vuelve a besarme– duerme un poco. Me dejo envolver
por sus caricias soñolientas. Respiro. Una cosa a la vez, amor –murmura,
o sueño que murmura. Cuida de mí mientras duerme, como una madre. No he
cambiado entonces, ni crecido. O tal vez sí, porque mañana hay que seguir
buscando las paredes, un refugio para estas ansiedades, para esta indefinición
que me define. Ese hogar que quiero para mí –lo sé, y que quiero compartir un día con
ella, cualquiera que sea su nombre o su rostro, definido por ahora, pero sujeto
a los vaivenes que hacen de los muros, aun los construidos sobre piedra basáltica,
un habitáculo inestable. Afuera, la pandemia: el miedo de las cosas volátiles
que amenaza con permanecer. Tres meses, bueno, dos, y tan difícil quedarse en
casa.
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