sábado, 30 de mayo de 2020

Tus dedos todos encogidos


(Espacios de la intimidad 3)

Difícil quedarse en casa para quien no la tiene. Lo difícil para otros es salir de ella. Entre las “formas de volver a casa”, al contrario de los que dudamos si volver o seguir nuestro camino, están los que no se han ido nunca.

-Necesitas tu espacio. Un lugar para pensar, para ser tú, para hablarte. Fácil hablar de espacios “adecuados” para quien puede pagar por ellos en una ciudad tan densamente poblada, tan cada vez más cara, como la nuestra. Repaso lo que me has contado de tu pasado, tus ires y venires entre casa y casa, siempre rentadas, siempre ajenas, o lo que alguna vez dije sobre el hacinamiento y el crimen a propósito de una novela española que ocurre en un barrio de chabolas. No tanto así, pero da para pensar en la necesidad del espacio para crecer, en la falta que hace cambiar las plantas de maceta cuando ya las raíces la resquebrajan.   

Pienso en los dedos doblados de tus pies a fuerza de usar los zapatos pequeños, en los infinitos juguetes que llenan tu recámara, en tu gusto por los dulces, tu sonrisa placentera confundida con la espuma de una playa tibia, en cómo los tuyos se siguen refiriendo a ti como “la niña”, o en que yo, por mala costumbre o contagio social, te llamo “nena”. Tal vez pueda con todo eso, pero no cuando me dices “no puedo hablar aquí”, ni cuando el terreno que pasamos conquistando un par de días a fuerza de taladro, martillazos y mediciones erráticas se vuelve a llenar de cajas ajenas, se vuelve una habitación-bodega y te devuelve a la otra habitación, la que no es tuya aunque pagues por ella como la mujer fuerte e incansable que eres.

Somos muy distintos, pero nos aúnan las habitaciones-bodega, siempre señales de un exilio o un destierro. Nos pasa a todos los que nos vamos de casa y volvemos con alguna frecuencia. A veces hay que desempolvar, otras habrá que despejar la cama, pasar la escoba y abrir ventanas para que luz nueva alumbre cosas olvidadas. Unas veces duele y otras parece que recobramos sueños y respiraciones dulces, pero, con certeza, cuando vuelvo, el yo que fui en aquella habitación me da la bienvenida. Mi recuerdo y yo nos abrazamos, tal vez por eso duermo entre esas sábanas tan viejas con la placidez de años ajenos a las preocupaciones de adulto, a la búsqueda de casa y del sustento. Me concilio con mi adolescencia, cuando lamentaba que mi habitación no tuviera puerta y sintiera vulnerable mi intimidad, con mi primera trágica adultez y mis ensayos por volverme el hombre que aún dudo ser, pero que soy, irremediablemente.

De casa en casa, de cuarto en cuarto. La infancia se te volvió adultez en un repente y te adaptaste a lo que había, siempre cambiante. Tu yo pasado todo hecho de vaivenes se prolonga en la que eres ahora, adaptada también a lo que hay, tan tuyo y tan generosamente compartido que hasta da coraje. Un territorio que tu bondad o una debilidad confesa entre bocados no te permiten reclamar. Las cajas te echan de esa habitación ante la mirada de todos los muñecos: dejaron de ser juguetes para convertirse en colección, museo, testimonio de que el tiempo ya ha pasado y te desborda, del modo como lo soportas, porque renunciar a él sería como nacer de nuevo. La vida afuera es dura, bien lo sabes, pero temes más por quien se queda adentro.

Al lado, esa otra habitación, y vuelves cada noche. Un agrietado cascarón se empeña en contenerte: ya no cabes, haces como que sí y dejas que las cajas de cosas inservibles cubran la cama y atiborren los pasillos para que no puedas escapar y encerrarte en ti misma detrás de esa puerta, para hacerte volver a un ilusorio regazo. No los hay de ese tamaño, mas te encoges y te acunas, acomodada para no incomodar.

Aquel par de días sacaste todo de las cajas, esparciste tu pasado en las repisas, que fueron llenándose de ojos y colores. Cuando me fui te imaginé en tu propia cama, dura y vieja, recobrada a fuerza de remover las piezas de tu existencia, arrumbadas, tarea postergada por culpa del trabajo y el agotamiento. Tumbada ahí, al final de una jornada que creí también el fin de los arreglos provisorios.

Organización del yo en el espacio. Mis cosas, mis papeles, mi cuerpo y mis fatigas, lo que pienso y lo que recuerdo haber hecho. Organización del en el espacio (dicho de mí para ti). Quisiéramos los arreglos definitivos, un método para ordenar el pasado y hacerlo caber en los pocos metros de la habitación. Es necesario desechar, seleccionar, sacrificar el objeto estropeado en favor de una imagen no siempre perdurable de lo que fue. Reconocer su muerte, su caída inexorable al foso de las cosas idas. El espíritu se ensancha y no cabemos con la materialidad de los recuerdos, no podemos cargarlo todo. Aniñados en el polvo de las cosas, no podemos sacudirlas, sacudírnoslas. Se estrecha el espíritu como nuestros pies, los dedos se doblan: es que son tan chulos mis zapatos. Ya no sirven para andar.

Que es lo que toca.

Y sabes hacerlo bien.   

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