Una obviedad, podría decirse. Pero también una verdad
irrebatible: "los caminos del Señor son inescrutables", como lo son
los de la música y como muchos otros que nos llevan por la vida.
Una verdadera casualidad me puso, hace unos meses, frente al
cartel que anunciaba un festival de blues en Polanco, el rincón más burgués e
insospechado de la ciudad para escuchar una música tan viva, tan hecha para
almas verdaderamente desenfadadas, despreocupadas de lo ostensiblemente frío y
de la habilidad calculadora de hacer planes de negocio para una vida
"saludable". Y es que nada hay tan saludable (ahora sí sin comillas)
como regalarle a cada sentido algunos momentos de dedicación absoluta: sentarse
a comer, a escuchar; detenerse a mirar... nos damos cuenta de que el éxtasis de
uno va contagiando a los otros.
Llegué en la absoluta virginidad de mi
ignorancia. Algunas nociones sobre el género y un gusto -tal vez
una rebeldía de infante- por la música que no se escucha en
la radio, ni en los bares, que ninguna rockola se arriesgaría a incluir. El
genio del artista irradia su poder en la atmósfera y atraviesa pieles, erizando
el vello de los brazos, cediéndole a la tierra lágrimas de emoción, que son la
expresión más intensa de nuestra humanidad, de una vida que muy pocas veces nos
permitimos vivir.
Soy el peor de los melómanos. No tengo la más remota idea de
la lectura de notas, de los nombres y la historia, ya no digamos de la música,
tampoco de los géneros que me gustan más. De lo único que puedo jactarme es de
mi apertura hacia lo desconocido y, quizá, de un inexplicable sentido crítico,
basado en una sensibilidad que tampoco me he detenido a razonar, y creo que he
hecho bien. Una sensación explicable pierde su vigor y su pureza adánica, se
automatiza y forma parte de esa vida que no vivimos y dejamos fluir con
indolencia.
Llegué, pues, a escuchar a Jimmy Johnson, un genio de la
guitarra que descubrió su verdadera vocación de forma muy tardía en su vida.
Eso dicen, al menos, los cincuenta años transcurridos entre su nacimiento y su
primera producción discográfica (he vivido en propia piel eso de que los
triunfos, si llegan, pueden demorar demasiado). La experiencia de escucharlo no
se puede verter en palabras, al menos no en las mías. Pero fue como una de
esas marejadas que nos arrastran y nos sacan a la arena sin estar seguros de
estar sanos o con todos los huesos rotos.
Los caminos -todos- nos llevan a alguna parte ¿a poco
no? Todos terminan en algún lado y ese fin a veces se puede ver a lontananza,
como tristemente comencé a vérselo al concierto cuando noté signos de cansancio
en Jimmy, cuando vi que el armoniquista misterioso no aparecería más, pues ya me
había brindado el momento más excitantemente breve y único de los conciertos a
los que he ido en mi ya no tan corta vida…
Every road ends
somewhere. Es el
nombre de uno de sus discos, que escucho mientras lo recuerdo: el abuelo del
que todos quisiéramos presumir. Te he llevado por vericuetos que quizá no
imaginabas -ni yo cuando empecé a escribir la entrada- pero
así como el camino de Jimmy se encontró alguna vez con el de mi curiosidad,
también el de estas líneas han de encontrarse con el de tu vista. Por mí,
olvídalas. Pero no a él. Quizá entenderás cómo hay cosas en la vida que nos
pueden dejar patidifusos.