Resulta asombrosa
la vigencia y universalidad `e los clásicos, principalmente de los mitos en
pleno siglo XXI. En el subterráneo, un día cualquiera de 2012, tomo mi asiento
en el último vagón y veo frente a mí un hombre maduro, cincuentón, pinta de
abogado -de esos que no son dueños del despacho pero han dejado atrás los años
de tinterillo- con una voluminosa "Rebelión de Atlas" que parece leer
con un interés que no me arriesgaría mucho en llamar pasión. Al lado suyo, un
joven leía más o menos con la misma avidez un tal "Sabath del Lobo"
-quiero suponer que eran cuentos de terror o alguna novela de hombros lobo y
pésima calidad literaria; sólo fue cuestión de deslizar la mirada del título a
la ilustración de la portada, como solemos hacerlo de la sonrisa hacia el
escote, para descubrir el "Saturno devorando a sus hijos" de Goya.
¡Dos referencias en menos de un metro cuadrado a más de dos mil años de
distancia!
Siempre habrá
detractores para nuestras afirmaciones. Supongamos que A, un típico esnob
intelectualoide, dice que estos lectores tal vez no tengan idea de lo que
representa o la importancia de la tradición cultural que hay detrás del
producto que compran, pues finalmente, bajo la lógica del "compro luego
existo", el libro es tan sólo un producto y el mito se vacía de
significado. Aunque me parece un razonamiento bastante elaborado para un
personaje como A, no quisiera desacreditar tanta perspicacia y podría hacerle
una concesión. El problema de A, sin embargo, es que no conoce a Dafne, a mi
Dafne.
La juventud y la docencia llevan consigo el entrañable deseo de tener entre las
filas alguna ninfa que, de puro inalcanzable, se enraíce en el terreno firme de
nuestra predilección: puede dormir, descubrir en el espejo una casi
impercetible imperfección, sonreír, cruzar la pierna y hacer mohínes de
fastidio a media lección; nada importa mientras su mitológica belleza nos haga
más llevadera la dura vida del aula. Dafne sabe bien su historia: Atlas y
Apolos la persiguen entre los pasillos, y su tierna susceptibilidad, el eco de
su risa, reverdecen los incoloros muros del salón, del piso, de la escuela
toda...
Un observador como A tal vez no pueda ver que entre el huir de Dafne y "La
rebelión de Atlas" hay un hilo de poesía que nos envuelve el mundo con un
tapiz perenne y milenario, pues está ocupado en "señalar la evidente
occidentalización del mundo impuesta desde la superestructura central de una
cultura expansiva que, aparentando decaer, retoma la tradición cultural que no
es más que una forma digerible de legitimar su poder con un discurso
provocador"...
Yo sé muy poco de esas cosas, pero mientras Dafne siga siendo inalcanzable y
deje un halo de laurel a su paso; mientras cada mañana volvamos a echarnos
nuestro pequeño mundo a las espaldas y no haya Hércules que nos releve;
mientras Saturno gire inexorable al paso de las manecillas que nos van
devorando a cada vuelta, los clásicos seguirán entre nosotros. Por mi parte, no
evitaré sonreír cada vez que tipos como A, a punto de llegar a la cima de la
verdad con la piedra de su propia pesadez a cuestas, griten al verla rodar
cuesta abajo y tengan que emprender de nuevo el descenso a los abismos de la
incomprensión.
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