El placer de aniquilar el
cansancio con una cerveza fría y una siesta a media semana está limitado a unos
cuantos desvergonzados, como yo. Últimamente la exigencia ha aumentado, pues me he propuesto que la cerveza sea artesanal y de notas fuertes: limpio el
tarro, lo enjuago y lo meto un poco húmedo al congelador mientras voy a buscar
algún libro a la recámara. Mi ánimo no parece ser el mejor frente a los libros
disponibles, la selección demora y la ansiedad hace de las suyas. Dejo los
libros y voy a encender el televisor. La basura acostumbrada, incluso los
canales "culturales" se regodean en el amarillismo del fenómeno
alianígena, explicador nada menos que del origen de nuestra civilización. Pulso
el botón off y vuelvo al refrigerador. Tiempo suficiente para que la
poca agua que dejé en el tarro se congelara, tiempo de elegir y destapar. Poco
hay para matar tan bien los minutos como un control remoto y una mala compañía
de TV por cable.
La "Double Chocolate"
deja escapar sus vapores, patina limpiamente desvaneciendo la leve capa de
hielo que envuelve el tarro. Es la gloria y el anuncio de la traición.
Los
pensamientos siempre me traicionan: espumas como éstas pueden ser un
desencadenante de lo otro, aquello que en vez de provocarme placer acaba por
desatar las neurosis y las obsesiones. Las burbujas llegan al tope, casi puedo
asegurar que las más próximas a derramarse son rescatadas por la muerte de las
inferiores al estallar.
Sucedió
como tenía que suceder: la asociación de sensaciones con las ideas y las
palabras que hacen eco en mis adentros. Al primer trago, la espuma baña la boca
y la atosiga con el sabor amargo de las burbujas. Y es que estas líneas van de
burbujas y amargura, precisamente.
Todo placer se paga, y éste sigue cabalmente la regla, porque de la feliz
sensación, mi mente se desvió rumbo a Rotterdam, rumbo al siglo XVI, rumbo a un
ensayo más panegírico que filosófico pero que encierra una de nuestras verdades
menos controvertibles: "El hombre es una burbuja". Homo, bulla –dice
Erasmo para mis adentros del siglo XXI. No ha cambiado nada, no, comk suele
pasar con las verdades inmutables.
Por lo
general soy de tragos largos, duros, tal vez ansiosos, y disfruto tanto la
amargura como las verdades frías. "El vigor del cuerpo humano empieza a
declinar a los treinta y cinco años" -dice Aristóteles, "y el del
espíritu a los cuarenta y nueve" -continúa citando Erasmo. Veo las
burbujas reventar en la superficie del líquido, me veo reventado por la fatiga,
y eso también me revienta, la susceptibilidad (el codo se empina mientras
tanto), la finitud.
¿Qué quiere
que haga, señor Erasmo? La vida es breve, fugaz... y lo sabemos, eso es peor.
Mientras un nuevo trago parece resucitar el olvido de mi garganta, la baja en
el nivel del líquido revela el carácter irreversible de cada instante. Un nuevo
trago evidencia que lo nuevo (en ese momento despego el tarro de mis labios)
tiende a envejecer, y cuando apoyo el tarro y escucho el clic del cristal
contra la mesa, pienso también que todo ha de acabar.
Que le
pregunten a Darío sobre la voluptuosidad del beber y los frescos racimos de la
carne; el goce de la tentación, la alegría del instante, la perturbadora
sonrisa de la Gioconda. Son lo fatal, "la tumba que aguarda con sus
fúnebres ramos". Grande es el consuelo que nos da el poeta: pensar que
esperan por nosotros, aunque sea tan sólo la consciencia insensitiva de la
piedra que ha de cubrirnos; si somos cíclicos y optimistas pensaremos en la
utilidad de nuestra carne como alimento de la vida nueva. Tal vez sea lo más
conveniente. Entre tanto, han escurrido
por mis entrañas cuando menos cuatro tragos más.
Hacen su efecto. Siento que floto y me dejo llevar por la embriaguez, rehuyo
como una burbuja que escapa a la amargura de su sustancia y se suspende en el
aire. El hombre es una burbuja. Los latinos lo dijeron y era ya una idea muy
vieja, quizá la única de la que tenemos certeza. El codo tiene que levantarse
más de lo habitual para que el último trago cumpla su destino, natural en todas las cosas.
Miro la
botella. La etiqueta conserva los colores y la promesa de lo que contenía. Pero
ya no hay más burbujas ni amarguras. No
por hoy. El sabor se expande en el paladar y en el recuerdo como si con ello
diera un salto mortal entre su fin y el peso de su verdad. Sólo por hoy. Si
mañana llego con mejor talante, tal vez las burbujas me hagan pensar en otra
cosa. Carpe diem...
A qué burbujeante andas. Pero mientras alguna de esas rubias, morenas o pelirojas burbujas se hinchen y se consuman en, con y por nuestra presencia, no importa lo fúnebre -que es inevitable- porque aquellos bellos racimos han ido amargando y refrescando -y esperemos que la vida nos los siga prodigando antes de ver en el fondo del tarro las heces de…- nuetra garganta -y quizá, si hemos sido buenos, algo más-.
ResponderEliminar