viernes, 17 de febrero de 2012

Burbujas, hedonismos y amarguras.


El placer de aniquilar el cansancio con una cerveza fría y una siesta a media semana está limitado a unos cuantos desvergonzados, como yo. Últimamente la exigencia ha aumentado, pues me he propuesto que la cerveza sea artesanal y de notas fuertes: limpio el tarro, lo enjuago y lo meto un poco húmedo al congelador mientras voy a buscar algún libro a la recámara. Mi ánimo no parece ser el mejor frente a los libros disponibles, la selección demora y la ansiedad hace de las suyas. Dejo los libros y voy a encender el televisor. La basura acostumbrada, incluso los canales "culturales" se regodean en el amarillismo del fenómeno alianígena, explicador nada menos que del origen de nuestra civilización. Pulso el botón off y vuelvo al refrigerador. Tiempo suficiente para que la poca agua que dejé en el tarro se congelara, tiempo de elegir y destapar. Poco hay para matar tan bien los minutos como un control remoto y una mala compañía de TV por cable.
La "Double Chocolate" deja escapar sus vapores, patina limpiamente desvaneciendo la leve capa de hielo que envuelve el tarro. Es la gloria y el anuncio de la traición.
     Los pensamientos siempre me traicionan: espumas como éstas pueden ser un desencadenante de lo otro, aquello que en vez de provocarme placer acaba por desatar las neurosis y las obsesiones. Las burbujas llegan al tope, casi puedo asegurar que las más próximas a derramarse son rescatadas por la muerte de las inferiores al estallar.
     Sucedió como tenía que suceder: la asociación de sensaciones con las ideas y las palabras que hacen eco en mis adentros. Al primer trago, la espuma baña la boca y la atosiga con el sabor amargo de las burbujas. Y es que estas líneas van de burbujas y amargura, precisamente.
      Todo placer se paga, y éste sigue cabalmente la regla, porque de la feliz sensación, mi mente se desvió rumbo a Rotterdam, rumbo al siglo XVI, rumbo a un ensayo más panegírico que filosófico pero que encierra una de nuestras verdades menos controvertibles: "El hombre es una burbuja". Homo, bulla –dice Erasmo para mis adentros del siglo XXI. No ha cambiado nada, no, comk suele pasar con las verdades inmutables.
     Por lo general soy de tragos largos, duros, tal vez ansiosos, y disfruto tanto la amargura como las verdades frías. "El vigor del cuerpo humano empieza a declinar a los treinta y cinco años" -dice Aristóteles, "y el del espíritu a los cuarenta y nueve" -continúa citando Erasmo. Veo las burbujas reventar en la superficie del líquido, me veo reventado por la fatiga, y eso también me revienta, la susceptibilidad (el codo se empina mientras tanto), la finitud.
     ¿Qué quiere que haga, señor Erasmo? La vida es breve, fugaz... y lo sabemos, eso es peor. Mientras un nuevo trago parece resucitar el olvido de mi garganta, la baja en el nivel del líquido revela el carácter irreversible de cada instante. Un nuevo trago evidencia que lo nuevo (en ese momento despego el tarro de mis labios) tiende a envejecer, y cuando apoyo el tarro y escucho el clic del cristal contra la mesa, pienso también que todo ha de acabar.
     Que le pregunten a Darío sobre la voluptuosidad del beber y los frescos racimos de la carne; el goce de la tentación, la alegría del instante, la perturbadora sonrisa de la Gioconda. Son lo fatal, "la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos". Grande es el consuelo que nos da el poeta: pensar que esperan por nosotros, aunque sea tan sólo la consciencia insensitiva de la piedra que ha de cubrirnos; si somos cíclicos y optimistas pensaremos en la utilidad de nuestra carne como alimento de la vida nueva. Tal vez sea lo más conveniente.  Entre tanto, han escurrido por mis entrañas cuando menos cuatro tragos más.
      Hacen su efecto. Siento que floto y me dejo llevar por la embriaguez, rehuyo como una burbuja que escapa a la amargura de su sustancia y se suspende en el aire. El hombre es una burbuja. Los latinos lo dijeron y era ya una idea muy vieja, quizá la única de la que tenemos certeza. El codo tiene que levantarse más de lo habitual para que el último trago cumpla su destino, natural en todas las cosas.
     Miro la botella. La etiqueta conserva los colores y la promesa de lo que contenía. Pero ya no hay más burbujas ni amarguras. No por hoy. El sabor se expande en el paladar y en el recuerdo como si con ello diera un salto mortal entre su fin y el peso de su verdad. Sólo por hoy. Si mañana llego con mejor talante, tal vez las burbujas me hagan pensar en otra cosa. Carpe diem...

1 comentario:

  1. A qué burbujeante andas. Pero mientras alguna de esas rubias, morenas o pelirojas burbujas se hinchen y se consuman en, con y por nuestra presencia, no importa lo fúnebre -que es inevitable- porque aquellos bellos racimos han ido amargando y refrescando -y esperemos que la vida nos los siga prodigando antes de ver en el fondo del tarro las heces de…- nuetra garganta -y quizá, si hemos sido buenos, algo más-.

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