Dejo Sevilla muy a la
mexicana: corriendo con una gran maleta hacia la estación del autobús, y con
todos los riesgos que trae la improvisación. Me llevo la impresión más grande
que jamás he sentido frente a un edificio, en el momento de vislumbrar, apenas a
lo lejos, la Plaza de España, el más hermoso que he visto hasta ahora, aunque
esté aun por conocer la Alhambra. Hacia allá voy en un confortable autobús
lleno de viajeros cansados de tanta maravilla. He quedado asombrado ante el
respeto y la casi consagración que se le tiene a Isidoro: hoy ningún maestro de
Etimologías sería elevado a tal condición, una cosa es querer explicar el mundo
y otra realmente hacerlo con las armas de la imaginación, crearlo.
Como nunca tres días
han sido suficientes, he dejado en el misterio a la virgen de la Macarena, que
no pude conocer ni informarme por terceros el porqué de su veneración en esta
ciudad. De muchas otras vírgenes sevillanas podré dar cuenta: de sus labios,
sus sonrisas, el candor andaluz que alumbra sus semblantes, el tono bondadoso,
casi maternal y a veces férreo de su voz. Son rubias en su mayoría, de piernas
largas, y sonrisa franca; miran límpidamente, sin ocultar más que la
simplicidad de su encanto. Se nota en todas ellas –y también en los sevillanos,
claro– la extraña mezcla de la confortable vida del primer mundo opuesta a la
calidez de la región sureña. A riesgo de generalizar, puedo decir que el trato
con los sevillanos equivaldría en México a tratar con veracruzanos o chiapanecos.
¿Qué ha quedado del
moro en Sevilla? Pues la Giralda, los patios del Alcázar de Carlos V, la Torre del Oro y un gusto general por la
ornamentación mudéjar como la que ostenta la Plaza de España. Creí que
encontraría alguna mezcla en las razas, pero al parecer los preceptos barrocos
de limpieza de sangre cumplieron bien con su cometido: la piel del morisco es
una gran ausencia. De hecho, solían quedárseme mirando como si fuera yo un
nuevo invasor, un moro a la re-reconquista. Pero estoy muy lejos de ser
siquiera un mexica agraviado por la Conquista. En la Plaza de España descubrí
que hay más en mí de tradición española que de indígena-mexicana: fue una
verdadera revelación saber que me son más familiares los Góngoras, Quevedos y
Calderones que las tapas, los pinchos y los montaditos. Hijo letrado de España,
y orgánico de una América española que parece no acabar de definirse.
En realidad resulta
complicado hacer una crónica sin recurrir a la aburrida descripción de calles y
edificios que suelen caracterizarlas. Ni siquiera encontré uno de esos amores
fugaces e imaginarios que a cada paso rompen mi rutina estando en casa: tan
ocupada y dispersa estaba mi pupila entre la muchedumbre de hermosas, tan fuera
de sí mi mente y mis sentidos. ¿Servirá de algo decir que el paisaje urbano, ya
casi milenario, de la catedral enmarcaba aun más la maravilla, o decir que por
cualquiera de ellas bien valdría saltar desde la Giralda y caer destrozado de
amor en el Patio de los Naranjos? Sin duda, que se enterraría como a Colón
quien lo comprendiera: yo nunca podría habituarme a vivir en semejante isla de
amazonas, ¡pues vaya que tienen armas estas mujeres!
Imaginaré un paseo en
barca con una de ellas a lo largo del Guadalquivir, pasando todos los puentes,
los antiguos y los modernos; detener los remos ante el Castillo de san Jorge,
ante la Torre del Oro, contemplar a toda la juventud sevillana que, los
domingos, se tiende sobre el césped de la rivera a disfrutar de su tierra
bebiendo una cerveza o un vinito, asoleándose ignorantes de la envidia que
puede generar un río tan bello como el Guadalquivir en un chilango, en cuya
ciudad todos los ríos se han desecado, entubado o convertido en un torrente de
desperdicios, que es como cortarle las venas a la tierra.