Recordar o no recordar
una voz o un rostro, requiere más que de una buena memoria, de voluntad y
probablemente hasta de fe -digo fe tal vez movido por esto de los
días de guardar, o porque últimamente me
he estado queriendo aferrar al deseo y a recuerdos un tanto imprecisos-.
Quien recuerde plenamente la realidad arroje la primera piedra, porque en un
mundo donde se nos exigen tantos datos e imágenes a tal velocidad, no sabemos
agradecer al olvido su enorme virtud de abrirnos un espacio para crearlos a
nuestro gusto y estilo.
De no ser por el
olvido, por los espacios vacíos que va dejando en nuestras imágenes pasadas, el
acto de recordar sería como la tarea de un archivador fotográfico que conoce
todas las claves y etiquetas de su
acervo sin detenerse a mirar cómo están dispuestas las figuras, las luces,
sombras y colores en cada una de las imágenes. El olvido nos da la oportunidad
de reconstruir y de recrear, de proyectar nuestro deseo en el silencio blanco
del papel, un silencio no necesariamente absoluto en el cual podemos ir
restaurando las risas, los chasquidos de la lengua y finalmente, a través de
los ecos que han quedado en nuestra memoria, la sustancia plena de la voz.
Cuando la voz recreada
comienza a hablarnos, la escuchamos con el deleite de lo que ya consideramos
obra nuestra: hemos proyectado en ella nuestros deseo, la voluntad de verla en
la forma que ha recobrado para nuestros sentidos. Voluntad de reencontrarnos
con el recuerdo perdido y fe en nuestra capacidad de recordar y en nuestra
sensibilidad para hacer de las imágenes pasadas lo que siempre quisimos que
fueran: con el tono correcto de azul en cada centímetro de cielo, con la
curvatura precisa en el borde de una mejilla, con la intensidad incendiaria del
fondo de una mirada o con el aroma exacto (despertar de un deseo antiguo) que
la textura de la tela de la blusa de la amante retratada trae a nosotros junto
con la dulzura de una época que hubimos de restaurar por entero, para darnos el
infinito placer de revivir en parte lo que fue y en parte lo que siempre
quisimos que fuera.
Hay una experiencia más
fuerte aún: la del reencuentro accidental con aquello que teníamos olvidado. Un
rostro nos retrotrae a la voz, y ésta al nombre y éste al apretar de manos o al
abrazo fraternal o al beso en la mejilla que encierra el furor del deseo largamente
constreñido en su cajón de olvido y que quisiéramos trasladar a los labios para
que, en el acto de acariciar, fuéramos rellenando con el tacto los huecos que
las arrugas forman en la carne para volvernos a la lozanía; el ímpetu de
nuestro deseo nos hace vivir todo eso con el sólo roce de los dedos yema con
yema… Restauración de la imagen, sí, pero en la realidad maciza de la carne.
Hay quienes creen que
viven la realidad, que la van asimilando cuajo por cuajo o grumo a grumo para
irle creando progresivamente su forma. Suponen que el percibir las cosas tal como
vienen del mundo es un ejercicio saludable para un intelecto al que nada podrá tomar por sorpresa. Si no me equivoco, a esta
cualidad -absolutamente
necesaria en nuestro feroz mundo- le suelen
llamar madurez. Por oposición, los inmaduros somos personajes llenos de deseos,
imaginaciones y recuerdos: tres sañudos enemigos de una realidad que no se deja
aprehender, pero… ¿quién quiere aprehender nada, cuando la inmadura mas ya
florida irrealidad está aquí tan vívida y al alcance de la mano?
Los vasos comunicantes del olvido. Cuestión de trabajo, azar e imaginación. Aunque a veces creo que el azar duele más por lo súbito y a veces por lo indeseado de un recuerdo, otras al contrario, trae una sonrisa súbita al rostro. Espero que esos recuerdos te acaricien más que golpear el cuerpo. Saludos.
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