Nunca
me pregunté si la encontraría. Tampoco pensé en la abolición de los azares ni
en las líneas que se cruzan en la palma de la mano. Apareció de golpe con una
pregunta desafiante,
su anonimato y sus grandes gafas, que eran sus armas. No, querida colega, no
hay contradicción cuando se tiene la certeza de que la mayor aspiración de
nuestros esfuerzos se limita a empatar la confusión del pensamiento con la del
mundo, para hacerlas comulgar en la confesión tácita de las almas. ¿Quiénes o
qué somos cuando olfateamos en los orines viejos de los árboles el rastro de
quien pasó antes de nosotros, para forjamos la imagen de un mundo que nos
arrastra en su torbellino? Porque son fuerzas poderosas, querida, eso de
andarse a las miradas y reconocerse en la antípoda transcontinental y sexuada
de saberse presente entre un montón de calles que quieren parecerse a las que
conozco y que piso como cosa nueva. Porque en esta ciudad amurallada y llena de
cavernas, desbarrancada en el laberinto de sus callejones había de encontrar tu
rostro, ya conocido desde antes pero asignado a la persona equivocada.
Pero había
dicho que nunca me pregunté si la encontraría. Porque quienes se hacen preguntas
así terminan por escribir novelas caóticas de más de quinientas páginas y se
convierte en genios, y no, no es mi caso, pues me contento con la inmensa
fortuna de reconocerme a través de tus enormes gafas, tu acento madrileño y tu
inacabable, único vermú de toda la noche. Todo lo que diga carece de sentido,
pero únicamente lo digo para alcanzarte –¿quién dijo eso?, ¿en qué punto
rebasado del tiempo? – porque puedo estar seguro de que ya tu nombre resonaba
en otra lengua. Y aunque nunca me lo pregunté, te he encontrado a pesar de las
trece horas de vuelo y los quince mil kilómetros de Atlántico que se abren en
un abanico de imposibilidades que aterrizan en la probabilidad de una pregunta,
o de lo fortuito, y quizás irrisorio, del hecho de que fuera un autor perdido
del siglo XVII –tan víctima del azar como yo beneficiario– lo que conectara
para siempre tu voz con la mía y tu hombro con la palma de mi mano.
He
pensado en la Atlántida y he comenzado a sospechar que tu sonrisa –al menos la
que yo te he provocado– esconde una de sus últimas pistas, pues la Atlántida
bien puede ser ese inmenso vaso donde comulgan los seres que se poseen con sólo
pronunciar el nombre del otro o con mirarse a los ojos al chocar las copas,
porque, Julia, debo decirte que sigues bebiendo el mismo vermú mientras yo
comienzo a sentir en mis entrañas –además del amor que va naciendo, claro– el
peso de la cerveza granadina cuando por fin empieza a manifestarse en mi manera
de hablar y de temer que tu recuerdo me persiga por todas las carreteras de la
península y me bañe con una ilusión de complicidad cuando, en el último faro de
Lisboa, quiera enfrentarme a la inmensidad solitaria del océano y verme desde
un ángulo nuevo del mundo.
Nada
de abrazos fraternales, Julia. Esto es demasiado grave, porque si bien es
cierto que tengo la mala costumbre de enamorarme a cada paso, también es verdad
que veo al enamoramiento como algo inferior o anodino: un juego de chiquillos
frente a un choque de elementos inexplicables que de pronto cruzan sus
trayectorias en el universo y lo transforman.
Te
pregunto sobre esa novela de más de quinientas páginas y resulta que odias a la
Maga desde la primera línea y que no sueltas ese maldito vermú, te hablo de las
razones paralelepípedas evidentes por las que llegué al final de la novela, y
prometes hacer un segundo intento y hoy, frente a esta pantalla donde voy
viendo cómo el texto toma forma para asesinar las impresiones de la realidad y
reducirla a él, entendí que tu odio hacia la Maga era el mismo odio que tenemos
al espejo en la mañana posterior al día en que todo nos ha salido mal.
Estoy formado en la entrada de la Alhambra,
llueve; mis manos malcriadas por el calor del Trópico se congelan, condenados
por señalar el primor de la Sierra Nevada que se cierra sobre la ciudad. Tu tierra está llena de lindas mujeres, de
sangre y de sol. Los poetas mienten, incluso los mexicanos. En esta Granada
el sol has sido tú, y también la síntesis de las lindas mujeres, la sangre se
me agolpa. Pero… Julia, tú eres de Madrid, y –seamos sinceros– las mujeres más
lindas las he visto en Sevilla y no se parecen a ti. Es tu magia, Julia, la
misma que te encierra bellísima e irresistible en una novela mexicana que jamás
has leído y que te hace brillar en Granada a pesar de tu cabello oscuro y tu
abrigo cenizo de recuerdos tristes.
Híjole, y andas en los portugales, y con este tipo de cosas en la mente, yo sólo espero que la saudade no sea tan fuerte y que al menos tengas su email =P Ahora cito: "Los poetas mienten, incluso los mexicanos" qué parcialidad Patidifuso, pero sí, incluso nosotros -ya hasta yo me incluí, pero un enamorado es un poeta, qué no, bueno, la verdad es que no- Pero los poetas, incluso los mexicanos, aunque no lo parezca, somos propensos a mentir y mentarnos Julias en, desde y fuera de los libros y a veces, como tú, tenemos la suerte de encontrarnos con una.
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