Te
advertí que si seguíamos así las cosas podían tornarse peligrosas. Tanto beso y
beso, tanto esconderse de la vida para
encontrar la caricia doblando la esquina; exactamente así, como el grito de la
estatua. Te lo advertí: llegará el momento en que sólo encontrarás el grito, el
eco, el muro, el espejo; la sola solitaria soledad. Te lo advertí, pero seguías
revolviéndote en las sábanas, llenándome las horas de dichas sin merecer y
desafiando la ridícula debilidad de mis labios con la curva aguzada de tu
mejilla. Todo era besar, besar, besar; más un tic que un beso, más un mecanismo
involuntario que la expresión del deseo, porque eso son los besos: la síntesis
labiada de un deseo que el cuerpo no puede aún darse el lujo de alcanzar o que,
cuando podemos dárnoslo, preferimos evitarlo porque siempre están ahí las buenas
costumbres, formas y conciencias que nos detienen, y porque también -aunque me hagas dudar con cada una de tus
visitas- los cuerpos
tienen sus límites y merecen algunos cuidados. El calor, el cansancio de mis
años y de tanto indiscutible amor entre las agitaciones diarias de esta vertiginosa
vida, la mullida almohada...
¿Cómo
es una sombra de sangre? La estatua estaba ahí, revolviéndose en ella como tú
en las sábanas azules, con la perfección monolítica de todos sus miembros,
salvo los brazos rotos que ya todos conocemos por ausentes, pues como dice el
poeta: “aun la mutilación la haría más
bella”. Encontrarla y sentir lástima, todo en uno; sacarla de su sombra y tapar
la impudicia de su desnudez, por compasión, porque hace frío, porque qué dirá
la gente de vernos por ahí, tan juntos por las calles con tus hombros desnudos
y los restos de sangre que seguramente irán proyectándose sobre el asfalto.
Imprevisiblemente me recuerda a una hermana perdida y que creí haber encontrado,
pero su mirada pétrea e incolora aún me hace dudar; sonríe y se mira los dedos -¡Pero si no tiene brazos! -digo y empiezo a colocarlos sobre la
mesa, sin preguntarme nada, como para una partida de dominó. Uno, dos, tres,
cuatro... ¡cien! -exclamo
la primera vez que los cuento. Se molesta, prefiere que le hable al oído, que
le susurre suavemente todos mis pensamientos, y me hace contar de nuevo: uno,
dos, tres, cuatro, cinco… cien -susurro,
mientras la punta de mi lengua traza la forma del caracol en el fondo de su
oreja; sonríe y me pide contar otra vez. Las fichas son infinitas y cuento cien
veces cien, cien veces…
No
me dirás entonces que es común encontrarse solo en una cama con un libro abierto de
cabeza entre las manos, con el cuello torcido por la improvisada posición en
que el sopor vino a encontrarme, pero sobre todo no podrás venir y decirme que
es común soltar besos al aire, abrir los ojos y encontrar tan solo el eco
desdibujado de tu rostro, el muro verde de la alcoba, la sola solitaria soledad.
Y es que tú tienes la culpa de este sonambulismo besucón tan peligroso, porque
me imagino en un vuelo de once horas, a Madrid o a Buenos Aires, con los ojos
cerrados y soltando besos a los pasajeros, que se dan por aludidos y me miran
con terror, cuando ya uno de ellos ha cerrado el puño.