La costumbre de
escribir a máquina hace ver extraño el tomar la pluma nuevamente y enfrentar al
papel. Así vemos al papel desde lo alto, como a un paisaje desierto en el que irán
germinando las palabras. Desde esta altura, la escritura se nos presenta como
un balcón desde el que se domina el mundo, con el ansia y la seguridad de poder
abarcarlo todo.
Estoy en Portugal, en
la Torre Real del Castillo de los Moros, en Sintra; entre las almenas y los
gritos en portugués de los restauradores y arqueólogos miro en la cima de una
montaña contigua el Palacio de Pena con sus murallas rosadas y su
torre amarilla, con su cúpula que corona azul las colinas y el bosque lusitano.
Pequeñas salpicadas blancas y tejados bermejos se esparcen entre la espesura.
Desde aquí dan ganas de ser rey y navegante. El Tajo y la ribera de Cascais
rodean la tierra y expanden sus límites con un ansia de agua infinita.
Anunciando el festejo del 25 de abril (es la víspera) dos jets pasan sobre las
torres del palacio dejando sus estelas blancas sobre el azulejo del cielo.
Pese a los murmullos y
el colorido abanico de los rostros de todo tipo de turistas, estoy solo, en una
soledad de rey viejo que gobierna el caótico paisaje con solo sus palabras.
Ante un paisaje así ¿vale más rendirse o afirmarse en lo que uno es? , pues tenemos
el mundo a los pies, el dominio absoluto del panorama, como cuando se mira en
un mapa el camino que ha de tomarse, todo luce claro, desde la altura podemos
ver la continuación de todos los caminos y decidir con mayor seguridad. Por eso
los reyes necesitan palacios en lo alto, los profetas se yerguen sobre las
peñas y los poetas sobre las nubes.
A ras de tierra todo se
nos agiganta y cada paso es una incertidumbre; temblamos ante los caminos que
se dividen o ante obstáculos fútiles, perdemos la distancia ante las cosas y
empezamos a necesitar de las brújulas. Podría convenirnos guardar alguna
memoria de cuando fuimos reyes, profetas, poetas y mirarlo todo desde esa
altura: tres balcones distintos para encontrar nuestro verdadero camino.
Por su parte, el
enamorado, el fanático y el suicida también ven el camino claro, pero es un
camino único e irrevocable que no conduce más que a un destino, además su
itinerario es breve: requiere de pocos pero decididos pasos para realizarse, y
ven cada uno el paisaje a conveniencia:
El enamorado puede ver
en este balcón la perfecta tarde de amores: no habrá beso que supere al dado en
estas alturas, en esta proximidad del cielo, como una posesión entre ángeles con
el beneplácito del ser supremo.
Para el fanático la
experiencia es similar: llegar a la altura y ver por un breve instante, que
paradójicamente equivale a la eternidad, ese momento de gloria, la promesa
cumplida y el Verbo, la Palabra vueltos carne y materia tangible. Es la
participación de la divinidad como fruto de todos los sacrificios hechos en vida.
Para el suicida este
lugar tiene el encanto de ofrecer la muerte inmediata; una muerte heroica,
además: caer desde una almena como un guerrero enardecido, desde lo más alto,
desde la sublimación de una vida que, más que por desesperación, se ofrece como
sacrificio a los hombres, al universo. Una caída larga y excitante, llena de
certeza de la muerte sublimada entre la excelsitud del bosque y la mirada
milenaria de las murallas.
La encrucijada
principal que se vislumbra desde las alturas termina bifurcada en un dilema
ético y personal que aborrezco, pero que la lógica de la reflexión y la misma
distancia respecto a la tierra me hacen divisar claramente: los caminos se
dividen siempre según el modo en que los miremos y transitemos. La actitud
puede ser de poeta, profeta o soberano, o bien, de enamorado, fanático o
suicida: claridad u obnubilación, amor o desenfreno, gobierno o muerte. Son las
sendas que nuestra actitud transforma o vuelve transitables.
Vuelvo a mirar el
Palacio, es hora de partir. Quizá los transitables caminos del futuro vuelvan a
traerme por aquí, y si no, el solo haber vivido y transformado esta vivencia en
escritura quedará como testimonio, como invitación, o tal vez como un intento
más de entender la saudade sin ser
portugués.
El texto me llevó a la Torre Real del Castillo de Moros y me dio envidia, la altura sobre todo y la hoja y la pluma, aunque no sabría qué hacer con la hoja y con la pluma -tan acostumbrado a la computadora; con la altura sería otra cosa, aunque es bueno saber de antemano qué opciones tendría, pero ni poeta ni suicida, eso seguro.
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