Sí,
está muerto, más muerto y más cuadrado que nunca, inerte sobre el refrigerador,
indiferente a mi ansiosa vigilancia mientras preparo la comida del solitario:
el cotidiano atún, la desabrida pasta de cada semana. Pero sigue ahí, desierto
y silencioso como mis pasos cuando atraviesan esta ciudad donde la gente bulle
sin que sus voces se entrecrucen, este festival de soledades. Lo miro muerto,
tal como nació en la planta industrial bajo la mirada de prestigiados
ingenieros para llegar luego a mis manos por obra del amistoso engaño de la
publicidad, hijo de una necesidad que hasta hace años no tenía.
Me sigue a todos lados con esa ansiedad de cosa
inútil que quiere cumplir con su trabajo, pero sus vacaciones son forzosas si
tu voz no lo hace vibrar, excitada su carcasa por una señal que viene desde
lejos, desde la yema de tus dedos, traduciendo tu voz de niña en letras claras
y sin acentos, tecleadas ágilmente para ser leídas con alegría y a veces con
sorpresa. Ha llegado a despertarme, el sonoro martilleo de su vibrar en la
madera del buró me ha sobresaltado varias veces en esas horas muertas de la
tarde, cuando el sol y el aburrimiento de la lectura han abatido mi vigilia.
Brilla su pantalla, simpática y aterradora como la
sonrisa de un robot que no puedo controlar del todo y que a veces me controla a
mí, manteniéndome sujeto a él; la inquietud se diluye ante la aparición de tus
palabras vivas: así debe verlas el condenado que se asoma a la ventana y mira
el prado extenso, inaccesible, donde juegan niños rubios. Pero esta vez soy yo
el que escribe y vive, o cree vivir en su palabra como un cristo efímero y digo
cosas que no importan a nadie, más que a ti, porque hemos establecido un
lenguaje, la constitución política de un país que sólo tú y yo habitamos y al
que sacrificamos toda nuestra voluntad, la fuerza amarga del deseo ante la
distancia.
Y cuando vienes y callas para que tu cuerpo hable
por ti, y reconozca tu amor en tus gemidos, en tus sonrisas y ese brillo
peculiar de la mirada que dicen todo lo que este lenguaje nuestro no puede,
temo tocar esa pantalla que dará la hora exacta y fatal de la partida,
empujándonos a ese trayecto que recorremos juntos pero solitarios, con la mira
cada quién en lo que ha de ser el resto de la noche en mundos que no sabemos si
son nuestros y que, de aceptarlos, nos horrorizan. Entonces aprieto más tu mano
por ver si me revela alguna cosa que pueda escrutar de tu silencio, del secreto
en que has envuelto tu existencia, oculta tras tantos meses de andar por las
calles, apresurados por la urgencia que manan las carnes por reconocerse en la
caricia, en el sudor, en la negra brasa del cabello.
De vuelta a mi lugar, lo siento reposar en mi
bolsillo, silencioso, aguardando el momento de vibrar para decirme que has
llegado a casa, que ya nos veremos otra tarde. Algunas veces me sobresalto en
vano, engañado por la ansiedad de que el discurso se encadene y mi rostro se
reconozca en las palabras que te responderé, parece iluminarse; pero no ha
vibrado: mi faz se difumina entre la noche, me guardo en el cajón del
resignado, mi insoportable levedad. Quitarle tu voz es lo mismo que quitarle la
pila, es como despedir para siempre a un criado fiel que diera albricias y que
hoy se ha reducido a un rectángulo plástico tan muerto como su silencio. Sus
juegos, su música, su cámara, su
conectividad son asesinos de un tiempo que el vacío ha mordido de la vida, los
minutos en que espero tu voz, las pequeñas letras que la traducen y abren a
cuchillo las cuatro paredes de mi enlatada vida y me dejan respirar como a un
trozo de sardina entre el tomate.