No
es fácil declarar que dos tumbas familiares tienen su raíz en una botella.
Tampoco es fácil confesar el temor a ocupar el tercer puesto en la genealogía;
un puesto disputado entre un sobreviviente de la vieja escuela y varios
juveniles de segunda generación, pues la disposición a la dipsomanía ha conformado
ya un tronco y se ha ido ganando un apellido en la historia de una familia.
Nada tiene esta familia de particular; carece de abolengo, como muchas, pero aun
sin él, no podemos negarnos a ese clan que -en este desolado
mundo-
nos otorga cierto sentido de pertenencia.
Y quizás esta dipsomanía no sea más que un intento
por adaptarse al fluir de lo vital: así como se va el elixir en el vaso se va
también la vida; es un desvanecimiento de ida y vuelta, porque cada trago es un
sorbo de vida que nos inyectamos pero que a la vez nos proyecta hacia la
muerte. ¿Es un veneno? No. No podemos reducir al mero formulismo de la química
el enigma alquímico de la intoxicación voluntaria y placentera: si la jarra de
cerveza es el eje que sostiene una tensa conversación sobre literatura, valdrá la pena el ingreso de la muerte en
nuestro cuerpo vivo; si es el soporte de una conexión entre seres que parecían
distantes y de pronto se encuentran en el limbo tambaleante de la semi-consciencia,
también valdrá la pena; esta pena se
valora hasta el sacrificio cuando implica la conexión con un bello ser
desconocido que, conforme fluye el líquido mortal en nuestro organismo, va
cobrando cuerpo, haciéndose tangible y vibrante, llenándonos los sentidos de
una sinestesia de lo sexual que la sanidad del sobrio es incapaz de detectar.
¿Expansión de la consciencia? ¿Droga tolerada por el
sistema para enajenarnos y liberar las tensiones de una sociedad injusta? Podemos
echar todos los métodos sociológicos y psicológicos a andar, pero el alcohol se enfrasca en su ritual y en
su botella como compuesto orgánico, dador de vida y a la vez final de ella. No
hay novedad ni drama moderno en esto. El alcohol es tan antiguo como el hombre y no ha habido sociedad donde no esté presente, tal vez estuviera
contenido en ese fruto prohibido del Edén y fuera la causa de nuestra pérdida, es
una hipótesis que las mujeres rechazarán inmediatamente: -Los
borrachos son los varones.
No habrá “hombre de bien” ni salvador de bohemios
que no quieran hacernos ver que la misma charla, la misma conexión amistosa, el
mismo hechizo sexual -al decir esto, a nuestro “hombre de bien”
se le suben los colores y esquiva nuestras miradas-
se pueden obtener en sobriedad, en el “saludable
equilibrio del cuerpo”. No lo niego, nuestro intelecto sobrio podrá seguir barajando
ideas sobre Cervantes, Nabokov o Jose Alfredo con igual habilidad, la conexión
amistosa seguirá siendo honesta y plena; un ligue o una seducción se podrán seguir
materializando aderezadas por café o por un helado de frambuesa, pero se
pierde, primero, la sensación despreocupada
y de renuncia al mundo: beber es un ritual que requiere el abandono de lo
cotidiano; para el conocedor, el mundo se detiene y con él los deberes y las
citas. En segundo lugar se pierde el desafío que representa controlar el cuerpo
y sus impulsos con los sentidos adormecidos: un vaso que se cae, un paso mal
dado rumbo al sanitario, una palabra mal articulada delatarán nuestra
debilidad, nuestra derrota. Cuando la embriaguez personal se acepta
abiertamente, los deslices individuales se convierten en tropiezos sociales y
es entonces cuando aparecen los besos fuera de tiempo, las ostentaciones de
virilidad que arruinan las veladas, las danzas sobre
la mesa y la amistad facinerosa de los
camareros. La memoria guarda estos
tropiezos con vergüenza o bloquea con
desvergüenza algo que recuerda muy bien pero que por nada quiere poner sobre la
mesa del recuerdo común.
No dudo que estos desafíos y esta despreocupación
sean un atractivo para los miembros de cualquier familia. No es fácil responder
por esas dos tumbas que nada tienen de festivo ni de glorioso, porque
finalmente son derrotas. Pero los que estamos metidos en la batalla sabemos de
las hazañas por realizar, conquistas por alcanzar y la ingente cantidad del
elixir mortal de vida que nos falta por ingerir para ocupar -tal
vez por tradición- el puesto vacante en el panteón
familiar.
Todo termina en un Quevedazo mi estimado. Sólo diré salud, porque, qué es más significativo y de mayor empatía para un borracho que un golpe de tarro dado en el momento oportuno; y tu entrada cumple los requisitos para una espumosa y beoda charla. Así que ¡SALUD! Por los que fueron, los que son y los que faltan.
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