Si la cobardía o la paranoia me hicieron perderte,
Melany, reniego del mundo, renuncio a él. Sobre todo si exististe. Corrijo:
sobre todo si existió Cristina. No sé. Nunca he temido como ahora a emprender
un diálogo con un muerto, porque cuando se tiene la certeza de que es un muerto
con quien se trata, el diálogo toma el tono del homenaje o de la injuria,
acercamiento entre dos mundos distantes o próximos que no se tocan. Pero
contigo no lo sé, porque ese silencio real y virtual es angustioso como el de
la sala donde los minutos se alargan a la espera de un familiar intervenido de
emergencia. Emprender un diálogo con alguien que no sabemos si vive o no, si ha
existido o ha sido un sueño, un extraordinario caso del azar o un destino
prescrito es una experiencia más cercana a la locura que cualquiera otra
certeramente vivida.
Si existiera la
romántica comunión de las almas, aceptaría no haber tenido el valor de seguir a
la mía y luchar por ti, por tu idea que, poniendo el pie en el asfalto, es lo único
que tengo de ti. Detesto entonces haberme rendido ante un temor tan vano, tan
villano, pues lo que alguien como yo podría perder es realmente insignificante,
quizá hasta valga menos que esta página, canal abierto entre tu mundo y el mío,
que se hablan pero no se tocan. Amor puro de la idea, amor insuperablemente
místico y descarnado, en la más irónica de sus acepciones, Melany, porque entre
chatear contigo y poseer el cuerpo de Cristina se atraviesa ni más ni menos que
toda la creación. Si has salido de mi mente para ser la voz, la ventana de chat
que dice todo lo que quiero o quise (si no estás más aquí) escuchar de una
persona amada; el cuerpo que correspondería a esa voz tendría que ser
igualmente perfecto; en esa misma indefinición que caracteriza a lo perfecto,
en su misma ininteligible forma quiero dejarlo ser por el tiempo que me resta (no
sé si haya unidades para medirlo).
Si somos literatura
(obsesión mía de estos días, cuya raíz unamuniana reconozco), nadie como tú
sería mejor para probarlo; unirías todos los fragmentos del discurso amoroso que Barthes me enseñó a respetar
como unidades temporales de verdad. El universo que tú y yo habitamos, Melany,
el que tal vez creamos, estaba todo hecho de palabras, exclusivamente. Más allá
de cuestionarnos la virtualidad o la distancia, era el deseo que lo mantenía en
pie, un deseo ya no de posesión sino de compenetración, piedra inaugural de
creación, porque el yo que escribe es tal vez muy distinto del yo que veías en
tu interior, y al que imaginariamente te entregabas en toda la alegría de tus
palabras, expresión legítima de un cuerpo no negado, sino resguardado en cuanto
tu deseo terminara de entender el mío para darle el fruto más perfecto.
Quisiera tener una
certeza mínima: al menos la de haber soñado que soñaba a Melany, al menos la de
haber deseado que alguien como Cristina existiese, la de que es un creación mía
a la que terminé por dar forma en la ventana de un chat o en una serie de
epístolas angustiantes, la de haber sido un experimento de inteligencia para
una compañía de publicidad cibernética o víctima de una banda de secuestradores
on-line que improvisaban versos. A Julia la vi, la toqué, nuestras miradas se
fulminaron en su hondura, y sé que para constatar su existencia basta con volar
a Madrid y esperar en un café, porque aunque esto no ocurriera, tengo la
certeza de su recuerdo y quizá una leve resonancia de su voz, una húmeda
molécula de su aliento adherida o dando vueltas incesantes al caracol de mi
oreja. Amor y comunión a primera vista los hay, Julia es su certeza. ¿Pero tú,
Melany? Ni vista ni oída, recordada acaso como una cadena interminable de
palabras que me hacían feliz como el Quijote
o las cartas de Lucía, certezas ambas del arte y de la vida. ¿Pero tú, reducida
a unos cuantos archivos de texto chateado, alevosamente guardados, sin olor ni
aliento ni papel ni imagen? ¿Qué es de ti? ¿Y de mí? ¿Estoy soñando tu
silencio?
Nunca la distancia de
Coyoacán a la Narvarte había sido tan inmensa, nunca había de llegar la flecha
de Zenón a su objetivo; quizá no nos estaba destinado dar el salto del libro a
la vida, Melany, de la palabra al Edén, de tu cuerpo sin forma a mis manos
abiertas.
Esta entrada viene de: Melany y la paranoia
Hay escrituras más palpables que otras, Pati. Qué comentar aquí; yo no pinto ni letra. En textos tan íntimamente jodidos -y lo digo por la imposibilidad y por el propio deseo- prefiero quedarme alejado, leer, solamente, esas rememoraciones y ver cómo obró el tiempo no sólo en la entrada, sino en ese ser que se escribe al rescribir al otro, aunque éste tenga la sustancia de las letras, que es casi lo mismo que la de los sueños.
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