Todavía
se escuchan los gañidos y me parece ver el espectro en las noches de luna,
colgado de ese árbol sin hojas del jardín que derribamos hace muchos años pero
que vuelve a estar ahí. Escucho la voz ronca de mi padre, modulada a las
circunstancias de la narración y veo los rostros de mis hermanas palidecer ante
las imágenes, ante la sola sospecha de que está por pasar algo tan terrible
como la momia roja de la portada a la que se le había abierto la tumba.
No sé si el miedo que tuve siempre a mi padre se originó
de su voz cavernosa y las cosas que
evocaba al leer aquel libro negro, grueso. Era yo demasiado joven para sospechar
que la traducción de Julio Cortázar hubiera tenido algo que ver con todo eso. No
sospechaba aún de las paredes de casa o del suelo, donde podía estar escondida
la huella de un terrible crimen, latiendo duro como el eco de una conciencia,
porque para mí el gato había quedado ahorcado en el árbol muerto del jardín. Por
eso vi con alegría cómo lo derribaban, aunque fuera el poste favorito de mamá
para amarrar los tendederos, pero hay cosas que los métodos rudos de los vivos
no pueden eliminar, y entonces oí para siempre los maullidos negros, el brillo
de los ojos, la marca de la cuerda alrededor del cuello flexible. Poco a poco
comencé a dudar de la casa, cuyas desgarradas paredes comenzamos a reparar poco
a poco; dudé de su pasado, de los habitantes anteriores que no tenían rostro ni
nombre y que yo estaba seguro que habían dejado algo terrible en ella, que
había salido huyendo. El hueco de las escaleras fue por muchos años su rincón
más misterioso, lugar vedado para ocultarse cuando jugábamos al escondite.
Años después (muy pocos, en realidad, pero el tiempo
de la infancia se eterniza) cuando mi padre ya no nos leía, yo solía acercarme
al libro como si fuera algo prohibido, misterioso. A diferencia del Pornotikón o Las mil y una noches eróticas, éste estaba al alcance y a mí me
parecía una verdadera imprudencia que
estuviera ahí, como me parecía un heroico atrevimiento abrirlo, leerlo ni
siquiera era pensable, tal vez creía en el fondo que sólo era mi padre quien
debiera de oficiar el rito.
Cuando mis doce años y mi atrevimiento fueron un
poco más lejos, me envalentonaba para tomarlo, abrirlo en el índice y leer los títulos:
El tonel del amontillado, El retrato
oval, Manuscrito hallado en una botella… No eran títulos temibles –sobre
todo cuando los entendía– pero sentía en ellos algo que me pesaba, mi recuerdo
más vívido era por supuesto el de El gato
negro, que tampoco parece asustar a nadie, pero oscurece la atmósfera,
enrarece el aire con un olor a muerte y un murmullo de pared que lucha por
soltar el secreto confiado a sus cementos.
Llegarían los años del bachillerato y las lecturas
obligadas, entonces veía los dientes de Berenice relumbrar en alguna parte del
baldío vecino, y el caso de Valdemar me hacía sospechar –aún lo hace ahora– de
cualquier cosa relacionada con el hipnotismo. Había algo en esos relatos que me
hacía dudar de toda la certeza que mis incipientes conocimientos sobre el mundo
–nunca he vuelto a aprender tantas cosas como en la preparatoria– me otorgaban.
Sabía que había en él cosas sin explicar, sin ser reveladas y que me aterraban
a mí como podían aterrar a cualquier científico que de pronto averiguara demasiado;
más aterradora todavía era la certeza de que mucho de lo inexplicado
pudiera habitar en mí y convertirme en alguno de esos seres oscuros de los
relatos que se movían en las fronteras de lo vivo y de lo muerto o lo
desconocido.
Un poema cubano, leído hace un par de años en una
clase teórica, llevaba por título Arte Poética, y hablaba de un T. S. Eliot
joven y de uno maduro, de un campanario loco, de un pájaro implacable, de los
tormentos de un joven de Virgina… La compañera sabelotodo afirmó que el poema
era oscuro, difícil, pero que en el fondo resaltaba la voz de Eliot, que había
evocaciones de The Waste Land –lo dijo
con su impecable pronunciación británica, aunque ella es mexicanísima. Fue la
opinión que prevaleció, ella era la experta en letras inglesas. Pero a mí todas
esas imágenes, los tañidos de ese campanario, esos delirios que la pedantería del
joven Eliot prefería en Baudelarie volcados al francés me llevaban a la
infancia, al hueco de las escaleras, a la voz de mi padre, de modo que esa opinión sobre
Eliot no me convencía, aunque mi ignorancia me desanimaba para rebatirla. Luego,
ya muy tarde, pensé que la solución a la oscuridad del poema era tan simple
como insertar un guión en el título: Arte
Poé-tica. Los dientes de Berenice relumbraron en la oscuridad del poema,
pero hube de guardarlos para mí, porque discutir con alguien que se empeña en
darse a notar más que en vivir lo que dicen las palabras, los tañidos del
campanario, el arrepentimiento del Eliot viejo y maduro, pues “llena estuvo/ su
noche de graznidos que gritaban” nunca
más, nunca más, nunca más…