A uno que firma SCC
Cuando
nos hablan desde las sombras, cuando escuchamos una voz y no definimos el
rostro de quien habla, suele ser más fácil aparecer en el lugar que la voz
recrea. Y sucede que a veces nos habla desde la sombra de un laberinto o entre
las infinitas estanterías de una biblioteca; entonces suponemos que hay
alguien, algo que quiere mostrar su faz y revelársenos, darse a conocer por las
palabras en las que ha dejado huellas de su paso. La voz flota y se mueve en
los parajes adonde nos ha transportado, afinamos el oído y la memoria, porque
también hemos sospechado que habla desde otro punto del tiempo, la hemos oído
tanto que nos suena familiar como la primera queja o la primera broma en
nuestra vida; si aguzamos más nuestra curiosidad, pensamos en la profecía y en
lo por venir, o en la anulación del pasado para que desde el momento en que la
voz se yergue el tiempo recomience y nuestra única visión sea de lo venidero.
Por obra de la voz llegamos sin saber cómo al patio
de una facultad, porque resulta que también la voz es eco de otras voces, y cuando
apenas nos vamos familiarizando con ese patio, con sus álamos viejos, sus
bancas de metal y el bullicio de los estudiantes, la voz se deja oír y nos
coloca frente a una muralla en construcción, frente a un emperador que quiere
reiniciar el tiempo y perpetuarse en el fuego que quema los todos libros (y el
pasado) y en la muralla que ha previsto destruirán otros sin saber que con ello
vivificarán su ejemplo.
Imaginamos que eso fue hace mucho, más o menos
cuando el tiempo comenzaba su cuenta, en los días de Shi Huang Ti, constructor
de la muralla, pero pronto descubrimos –con horror, al tiempo que volvemos al
patio de la facultad– que esa voz nos ha transportado de la muralla, de Shi
Huang Ti y su anhelo de perpetuidad a la infinita biblioteca donde un hombre
lee para explicarnos, como con una parábola cristiana, qué es el hecho estético.
Yo simplemente renuncio, porque sospecho que hay un laberinto en todo esto de
saltar de un país a otro, de un tiempo al otro, de una voz que habla entre las
sombras hasta la del amigo que lee en el patio de la facultad. Me gustaría ser
librado de estos males, tener la vida de cualquiera, no escuchar más voces, que
mi vida siguiera una línea definible. He escuchado –aunque sospecho que es ficción
de otro– de un laberinto donde libran de todos sus males a nueve hombres cada
nueve años, dicen que una criatura monstruosa encerrada en una casa de catorce
patios tiene ese don, pero también se dice que un tal Teseo ha terminado con
eso, que podía haber sido mi esperanza. La voz que ilusiona también trae noticias
malas, sospechas cuando menos.
Veo los ojos de mi amigo al levantarse de la página.
El suspiro de los nueve lectores se desliza en el silencio casi ceremonial que
el fin de la lectura impone, alguien va a hablar. El patio empieza a cobrar la
forma de una cantina y luego la de una elegante sala con butacas vacías donde
una tenue voz explica cosas sobre la voz. Las galerías del laberinto son
camaleónicas, me limpio bien la oreja. Pronto la voz se vuelve masculina y
habla de un tal Borges, se respira solemnidad. Me gustaría preguntar qué pasa,
quién es ese señor al que todos parecen conocer tan bien, pero percibo en los
gestos de los pocos asistentes el castigo por mi sacrilegio, así que mejor me
callo, como siempre.
Otra vez la cantina, el ambiente es festivo mas sigo
sin atreverme a preguntar. Hablan sobre el minotauro como si fuera cosa de
risa.
–Apenas se defendió –dice el hombre en quien
reconozco de nuevo a mi amigo. No sé bailar a este son, porque la voz cambia a
cada momento; oigo que hablan de Borges y entonces escucho otra voz, distingo
unas gafas a través del cristal de mi tarro, risotadas, una tercera voz se
incorpora a la discusión.
–Pero no entiendo –dice (la voz me suena
descaradamente familiar). No ve las miradas de los interlocutores porque el
escenario se empieza a parecer a alguna calle de la Ciudad de México, pero
percibe la hostilidad. Me veo caminando por esa ciudad y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar… Ahora estoy
seguro, y bien seguro, de que es al otro a
quien le ocurren las cosas. Es
como tener un salvador y verlo salir victorioso del laberinto, con la sangre aún
fresca del minotauro goteando por la hoja de la espada.
La voz, la memoria, el laberinto de la humanidad; la biblioteca, la cantina (el laberinto de las voces y de los rostros); el minotauro el eje, el dador de conocimiento; la sangre, la consecuencia. Quién eres, cuántos eres, de quién te interrogas. Cuántas ficciones para un nombre y muchos hombres.
ResponderEliminarMe gustó, un muy buen texto, demasiado, diría yo, para este té y su pan tostado.
Recuerdo ahora que Ovidio, en "Las metamorfosis", habla de la Sibila de Cumas (o eso creo). Dice que su castigo es la eternidad, no morir. La Sibila envejece tanto, que con el tiempo se hace chiquita, ínfima, hasta que sólo queda su voz. Excelente texto, carnal.
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