sábado, 23 de febrero de 2013

¿Arte Poé-tica?



Todavía se escuchan los gañidos y me parece ver el espectro en las noches de luna, colgado de ese árbol sin hojas del jardín que derribamos hace muchos años pero que vuelve a estar ahí. Escucho la voz ronca de mi padre, modulada a las circunstancias de la narración y veo los rostros de mis hermanas palidecer ante las imágenes, ante la sola sospecha de que está por pasar algo tan terrible como la momia roja de la portada a la que se le había abierto la tumba.
No sé si el miedo que tuve siempre a mi padre se originó de su voz cavernosa y  las cosas que evocaba al leer aquel libro negro, grueso. Era yo demasiado joven para sospechar que la traducción de Julio Cortázar hubiera tenido algo que ver con todo eso. No sospechaba aún de las paredes de casa o del suelo, donde podía estar escondida la huella de un terrible crimen, latiendo duro como el eco de una conciencia, porque para mí el gato había quedado ahorcado en el árbol muerto del jardín. Por eso vi con alegría cómo lo derribaban, aunque fuera el poste favorito de mamá para amarrar los tendederos, pero hay cosas que los métodos rudos de los vivos no pueden eliminar, y entonces oí para siempre los maullidos negros, el brillo de los ojos, la marca de la cuerda alrededor del cuello flexible. Poco a poco comencé a dudar de la casa, cuyas desgarradas paredes comenzamos a reparar poco a poco; dudé de su pasado, de los habitantes anteriores que no tenían rostro ni nombre y que yo estaba seguro que habían dejado algo terrible en ella, que había salido huyendo. El hueco de las escaleras fue por muchos años su rincón más misterioso, lugar vedado para ocultarse cuando jugábamos al escondite.
Años después (muy pocos, en realidad, pero el tiempo de la infancia se eterniza) cuando mi padre ya no nos leía, yo solía acercarme al libro como si fuera algo prohibido, misterioso. A diferencia del Pornotikón o Las mil y una noches eróticas, éste estaba al alcance y a mí me parecía una verdadera  imprudencia que estuviera ahí, como me parecía un heroico atrevimiento abrirlo, leerlo ni siquiera era pensable, tal vez creía en el fondo que sólo era mi padre quien debiera de oficiar el rito.
Cuando mis doce años y mi atrevimiento fueron un poco más lejos, me envalentonaba para tomarlo, abrirlo en el índice y leer los títulos: El tonel del amontillado, El retrato oval, Manuscrito hallado en una botella… No eran títulos temibles –sobre todo cuando los entendía– pero sentía en ellos algo que me pesaba, mi recuerdo más vívido era por supuesto el de El gato negro, que tampoco parece asustar a nadie, pero oscurece la atmósfera, enrarece el aire con un olor a muerte y un murmullo de pared que lucha por soltar el secreto confiado a sus cementos.
Llegarían los años del bachillerato y las lecturas obligadas, entonces veía los dientes de Berenice relumbrar en alguna parte del baldío vecino, y el caso de Valdemar me hacía sospechar –aún lo hace ahora– de cualquier cosa relacionada con el hipnotismo. Había algo en esos relatos que me hacía dudar de toda la certeza que mis incipientes conocimientos sobre el mundo –nunca he vuelto a aprender tantas cosas como en la preparatoria– me otorgaban. Sabía que había en él cosas sin explicar, sin ser reveladas y que me aterraban a mí como podían aterrar a cualquier científico que de pronto averiguara demasiado; más aterradora todavía era la certeza de que mucho de lo inexplicado pudiera habitar en mí y convertirme en alguno de esos seres oscuros de los relatos que se movían en las fronteras de lo vivo y de lo muerto o lo desconocido.
Un poema cubano, leído hace un par de años en una clase teórica, llevaba por título Arte Poética, y hablaba de un T. S. Eliot joven y de uno maduro, de un campanario loco, de un pájaro implacable, de los tormentos de un joven de Virgina… La compañera sabelotodo afirmó que el poema era oscuro, difícil, pero que en el fondo resaltaba la voz de Eliot, que había evocaciones de The Waste Land –lo dijo con su impecable pronunciación británica, aunque ella es mexicanísima. Fue la opinión que prevaleció, ella era la experta en letras inglesas. Pero a mí todas esas imágenes, los tañidos de ese campanario, esos delirios que la pedantería del joven Eliot prefería en Baudelarie volcados al francés me llevaban a la infancia, al hueco de las escaleras, a la voz de mi padre, de modo que esa opinión sobre Eliot no me convencía, aunque mi ignorancia me desanimaba para rebatirla. Luego, ya muy tarde, pensé que la solución a la oscuridad del poema era tan simple como insertar un guión en el título: Arte Poé-tica. Los dientes de Berenice relumbraron en la oscuridad del poema, pero hube de guardarlos para mí, porque discutir con alguien que se empeña en darse a notar más que en vivir lo que dicen las palabras, los tañidos del campanario, el arrepentimiento del Eliot viejo y maduro, pues “llena estuvo/ su noche de graznidos que gritaban” nunca más, nunca más, nunca más…

1 comentario:

  1. Qué es la lectura sin el goce de perdernos en sus mundos, qué es sin nuestra experiencia y nuestros recuerdos. Tu entrada fue todo eso, desde el pasado hasta el presente tu memoria te acerca a la literatura y la literatura a tu memoria. Y se nota no sólo en lo que narras sino en cómo lo narras. El ejercicio es dual, porque lo padeces en el interior de tu ser y lo expías al escribirlo, sólo así el círculo de la literatura tiene un sentido totalizador de creación y juego, de rememoración y presente. Gran entrada, Pati...

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