viernes, 26 de abril de 2013

Fotografías y recomienzos



Es cosa de abrir la pantalla y ver la fotografía que te tomé mientras nos videollamábamos, y sin sentirme intruso me doy cuenta de que he robado un instante de tu vida que no volverá a repetirse; uno de esos gestos que nos hacen parecer nosotros mismos pero que también nos hacen otros a cada momento. Difícil de explicar: supongo que aunque tengamos la misma cara, nuestros gestos son únicos y aunque podamos repetirlos o imitarlos nunca serán milimétricamente iguales, pues el grado de inclinación de la cabeza o lo pronunciado de la sonrisa variarán siempre. Tiene que ver con el tiempo, claro, pero no quiero hablar del tiempo sino de ti, de tu medio rostro mirándome inmóvil desde la pantalla. Porque tú te movías alegremente y hablabas con el ipod en la mano, recostada en la tarde calurosa, completamente ajena a lo que acababas de regalarme: un segundo de tus veinte años, menos tal vez, en el que nuestras vidas se han cruzado y he podido entrar a tu casa, y sentir la textura, la frescura decreciente de tu cama. Basta con pulsar dos teclas para capturarte y congelarte por el tiempo que a mí me plazca en esa juventud y esa sonrisa que esplende también desde tus ojos, y perfectamente alineada entre tus labios, llena de vida, de tu juventud que quiero creer incorrompible y de la que dejo de hablar en este instante para que el pensamiento no la lleve hacia el abismo.
No tenía intención de verme envuelto así por algo que empecé como una prueba y que ahora, casi un año después, empieza a convencerme de su valor, a darme certezas. Porque cuando abro de nuevo la ventana y veo la imagen que te trae a mi presencia –porque desde esa mitad tuya que sonríe, partiendo del punto más profundo del hoyuelo que limita tu mejilla, empieza a nacer el recuerdo de tu cuerpo juvenil y blando, inocente en su sensualidad que tus prejuicios o inseguridades se niegan a reconocer – me doy cuenta de que los recomienzos son posibles, de que las vidas se renuevan y las heridas sanan. Porque como te dije alguna vez, veo mi rostro en la laguna de tus ojos y veo sus ansias casi absurdas de vivir y creer de nuevo, como si la experiencia quedara echada a un lado o como si fuera preciso engañarme a mí mismo para alimentar otra vez el deseo y la vitalidad adormecida por los años. Las arrugas de mi frente, que dan carácter a mi rostro, me parecen menos despreciables, la calvicie se me olvida y mis brazos recobran fuerzas negadas por el desuso. Ahora que estas manos pueden recorrerte y despertar su tacto a la tersura de tu piel a las impredecibles curvas de tu pecho o tu cadera, a la humedad secreta de tu pelvis; ahora que pueden recorrerte sin automatismo, con plena consciencia de las formas por las que deslizan y se cierran; ahora que te ciñen y desabotonan o desatan tus vestidos, vuelvo a probar la sal de las paredes, la sal de sus arenas que vienen de un mar; entonces el encierro de los muros se vuelve sensación de un infinito mundo abierto, trayéndome de nuevo los temores, porque en el mundo de inagotables posibilidades cabe siempre la equivocación y yo no quisiera errar más.
Junto a tu oreja, el brillo de las yemas que apartan tu cabello me hace saber que esa mano apenas sugerida por la imagen puede ser tomada y oprimida por la mía. Entonces las equivocaciones dejan de asustarme y puedo curvear mis labios, dibujar una sonrisa que no puedo ver, ni tú tampoco, pero que quiere responder a la tuya frente a la pantalla muda que te ha traído a mí, como alguna vez –pues hay siempre una primera– te trajeron las letras de tu nombre y tu saludo brincándome a los ojos desde la ventana del chat.

viernes, 19 de abril de 2013

El hallazgo de Sugar Man: Rodríguez



Cómo no escribir sobre Rodríguez, cómo dejar pasar una historia tan complicadamente real que parece mentira, sobre la lección de vida, de poesía, de sencillez que a la vez se vuelve el gesto de los elegidos; gente que nos llama la atención sobre las calles por su apariencia única que no es más que la irradiación de lo que encierra, más que un misterio o un pasado, un realidad tan simple para ellos como la vida, complejísima a la vez.
Haré un esfuerzo grande por no narrar, porque lo primero que quiero lograr de quien termine de leer estas líneas es que busque y no pare hasta no dar con el documental de Malik Bendjelloul, Buscando Sugar Man que ahora se exhibe en la Cineteca Nacional y se entere por sí mismo de la historia más extraordinaria, edificante y sentida de lo poco, reconozco, que sé de rock. Pero esto no es cosa de rockeros, va más allá. Porque Rodríguez es de esas personas que tienen como último pensamiento contar su propia historia, eso sería darse demasiada importancia, por eso es necesario que alguien lo haga por él.
Me van a decir que Bob Dylan es mejor y quizá no se equivoquen, pero las historias hacen también a los genios, la sencillez gana la benevolencia de cualquiera que tenga la voluntad de entrar en contacto con otro ser humano, sin intimidación, sin barreras que nos hagan decir: “Él es Bob Dylan, ¿cómo voy a hablar con él?” Si algún día encontrara a Rodríguez en las calles de Detroit no titubearía en acercarme a saludarlo y disfrutar de su silencio, del peso de la historia que llevaría en el gesto o en las botas con las que lo vemos pateando nieve, camino de la obra, cuando podría estar firmando autógrafos o drogándose como tantos y tantos rockstars.
Y no se trata tampoco de denigrar a los rockstars legendarios (aunque aquí entre nos, debo confesar que si bien puedo llorar con Like a rolling Stone o  Knocking on Heaven doors, hay momentos de Dylan que realmente me duermen), escuchar esta historia, que con la popularización se volverá  leyenda, me hace ver el cliché en las historias de quienes integran el club de los 27 y sentir, desgraciadamente, lástima por esas vidas llenas de talento y promesa que acabaron derrotadas por las drogas y la vaciedad de un arte sometido a la voracidad del mercado, por el sinsentido del dinero que lo corrompe y lo maldice todo, por haber perdido su identidad al sentirse elevados por el estrellato.
Rodríguez –el apellido latino me hace sentirlo más mío– fue elegido para que su vida fuera un exilio de sí mismo, pues la vida que lo haría brillar para nosotros está muy al otro lado del Atlántico, tan al sur como Johannesburgo o el Cabo de Buena Esperanza, que antes fue el de las Tormentas. Pero en Rodríguez no hay ni hubo tormenta, ni sensación de fracaso que lo llevara a incendiarse en el escenario o volarse los sesos acabando un show, según las leyendas que se construyeron alrededor de él; hay renuncia a una vida que, al menos en Detroit, no es la suya, porque hay que trabajar duro y sobrellevar los fracasos o las incomprensiones y en eso reside la sabiduría, la profecía de un hombre que apenas abre la boca para cantar, para afirmarse en el mundo, para convertirse en himno sin saberlo mientras limpia los desechos en las casas derruidas de los suburbios de Michigan y conoce el modo de extraer de su olor la tesitura de la canción, de la rima urbana y natural, sin complejidades intelectuales que nominan al Nobel (que me perdone Dylan, pero escuchar a Rodriguez me abre los ojos a lo que no me gusta de él); intuir o simplemente ser contagiado por el ritmo de la vida pulsando las cuerdas de su voz y su guitarra. Me conmueve también pensar en el único hombre en Estados Unidos que se atrevió a producir sus discos y a fracasar junto con él, en sus ojos vencidos, convencidos de que el talento no es necesariamente sinónimo de negocio, asqueado del mundo y desligado del pasado.
Rodríguez, encima de todo, se da el lujo de reconocer la perfección de su obra: hizo lo que supo hacer y esa es su satisfacción, como la que le dan sus tres hijas, sus fans sudafricanos, el asfalto que pisa y el camión que toma. Nadie espera sus nuevos éxitos, porque ya están ahí, y acabada esa labor se empeña en la otra, en vivir, en ser, en cruzar calles donde puede encontrarse gente como yo o como tú que ahora correrás a ver el documental y enterarte de su historia.

viernes, 12 de abril de 2013

O sea, ¿no conoces Europa, gooey?



Coincido con quienes insisten en la importancia de viajar. Es necesario aprender de otras formas de vida, otras maneras de sobrellevarla día a día en las muy diversas circunstancias en que se desarrolla en cada región y cultura. Es importante aprender de otras maneras en que el hombre interactúa con su medio, y la manera como lo interpreta. Durante siglos, el libro de viajes fue el vehículo que permitía al hombre transportarse a regiones del mundo que podían parecerle impensables, por ello el éxito memorable de Il milione de Marco Polo en la Edad Media, el de la Peregrinação de Fernan Mendes Pinto o la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Díaz del Castillo, en el Renacimiento, o los viajes de Humboldt hacia el siglo XVIII. Dice el especialista en literatura de viajes[1] que el relato de la maravillosa experiencia de viajar fue agotándose conforme las facilidades para viajar se fueron democratizando, para derivar después en una muy lógica banalización de la experiencia.
      Con los aviones, con los cruceros, con los rápidos automóviles y las carreteras, las distancias se recortaron y lo mismo ocurrió con los tiempos. Las barreras físicas fueron franqueadas por la bendita tecnología y el bendito progreso, pero nacieron nuevas. El turismo ha vuelto la experiencia de viajar un vehículo más de ostentación; por eso al mexicano acomplejado, al que se siente tercermundista y apocado le es necesario viajar, ¡y ahí va! París, Londres y Nueva York son destinos indispensables – ¡O sea, no te puedes morir sin pisar la Gran Manzana, gooey! Amsterdam, Berlin, Praga, Florencia, Roma… se suman nombres de ciudades europeas que concentran lo más granado de la cultura occidental en sus museos, y sus calles que sin duda son una belleza. Las cámaras digitales pueden captar miles de imágenes y llenar discos duros enteros de fotografías, ciudades y destinos. Hay que salir bien peinados, vestidos y maquillados para estar a tono con el paisaje, para tener un recuerdo bello.
       Las fotografías se acumulan, y su cantidad ingente va formando la masa del olvido. Llegan nuevos viajes y se apilan sobre los anteriores. Siempre serán un tema excelente para la plática de viernes en el Starbuck’s. Una vez pasada la plática es necesario viajar más. El turismo, nacido de la voracidad del mercado, vuelve el viajar un codiciado hábito de consumo. Hay tantos turistas que se vuelve necesario destruir las playas, los manglares, los arrecifes para albergarlos con la calidad que merecen, hacerlos sentir como en casa. ¿No era precisamente esa sensación de extrañamiento, de aventura, de incertidumbre lo que volvía interesantes los viajes hace un par de siglos? ¿Por qué entonces hacer sentir como en casa al turista?
      El mexicano que viaja a Europa, a Norteamérica, parece ir en busca de lo que no puede encontrar aquí: bienestar económico (en los barrios turísticos, por supuesto), ciudades limpias y organizadas, el ejemplo de un mundo industrializado, higiénico; la utopía de la modernidad materializada. Sus gustos banales se ven satisfechos. Habla inglés, come en restaurantes caros, gasta dólares, compra cosas bonitas; en realidad está huyendo de sus frustraciones. ¿Qué experiencia humana puede salir de un viaje así? ¿Qué conocimiento del mundo? Mis dos semanas de experiencia en ciudades europeas me hicieron darme cuenta de que en realidad no cambia nada, sólo la tecnología y un poco el orden o la limpieza de las calles. La gente tiene metida la misma mierda en la cabeza, las mismas aspiraciones que uno, los mismos problemas, las mismas occidentales aspiraciones. Si en Granada pagué 1.5 euros por tomar un camión que tardó cuarenta minutos en llevarme a un destino que estaba a ocho kilómetros prefiero pagar los tres pesos mexicanos de la micro o la Ecobici, en todo caso. Vale la pena asomarse a los museos, eso sí, porque las piezas artísticas son únicas, y Sevilla no es la misma desde la orilla del Guadalquivir que desde el campanario de la Giralda.
       Pero viajar por presumir es absurdo, viajar por consumir lo es más. Prefiero muchas veces el desayuno rústico que me ofrece el maya-lacandón en Bonampak, sus carreteras desechas, sus casas de palma repletas de mosquitos, que la charla sobre los hijos de una granadina ignorante en un vehículo moderno. Y no fue mala mi experiencia en Europa, lo garantizo. Sólo creo que no es necesario ir tan lejos para decir que se ha viajado y conocido el mundo. A veces está más cerca de lo que pensamos y podemos conocerlo en una gran variedad de aspectos más allá de las fotos del recuerdo. Prefiero recordar rostros, nombres, veladas, miedos, aventuras que mostrar la cámara a mis contertulios y esperar sus “¡Qué bonito! ¡Está padrísimo!”
       Sin duda he viajado demasiado poco como para sentirme autoridad en el tema. Pero una experiencia como viajar ha de aportarnos cosas dignas de ser relatadas por lo hondo de la vivencia personal que los sitios y personas que la conforman nos brindan, no por el sólo brillo de las fotografías, no sólo por decir “estuve ahí” o preguntar en un café “¿nunca has ido a Europa, gooey?” El que sabe buscar encuentra un viaje en su ciudad, en su estado y lo recuerda para siempre. Alguna vez leí una nota sobre García Márquez, donde decía que la más bella melodía que recordaba (y el señor sabe de música) la había escuchado en voz de una niña guaraní, en su propio país. No es necesario ir lejos cuando se tiene la sensibilidad, el ánimo de ser transportado.


[1] Fernando Cristóvão. “Para uma teoria da literatura de viagens”.

viernes, 5 de abril de 2013

Un soneto me manda a hacer Violante




De ningún modo puede ya ser novedoso un escritor que relate cómo no sabía de qué escribir y termine haciéndolo de todos modos. La falta de temas ha derivado en genialidades como el soneto de Lope que da título a esta entrada e implica una reflexión a veces lúdica sobre la forma o sobre el ejercicio mismo de la escritura.
Pero mi anécdota implicaría que el título se acercara más bien a Bécquer, con eso de: “podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía” pues pasé de no tener idea de qué escribir al exceso de temas en el breve recorrido del Metro Etiopía hasta mi casa, diez minutos de caminata apenas. Cuestión de cruzar la calle y ver un balcón: una pareja joven regaba las macetas en pijama, tomados de la mano (recién casados, seguro) ¡qué dulzura de cotidianeidad! Y me vi abajo, pateando calles apestosas, solo. Recordé a Bonifaz: “para los que miran desde afuera,/ de noche, las casas iluminadas,/ y a veces quisieran estar adentro:/ compartir con alguien mesa y cobijas…” Tenía un tema, que a la vez hubiera sido un homenaje.
Bastaron unos pasos masticando esto para que recordara que no estaba tan solo, y que precisamente por no estarlo había pasado un par de horas esperando en una sala. Pensé en hablar del tiempo, en lo irónico que suele ser cómo lo valoramos tanto para terminar perdiéndolo en cosas tan fútiles y absurdas; para temas así era necesario que el soneto del tiempo y la cuenta de Guevara dejara sonar sus ecos. Pero lo descarté, porque el tiempo es un tema muy ambicioso para textos tan breves, aunque se le pudiera acotar la perspectiva.
En esa misma sala de espera había leído un par de columnas en un periódico gratuito; tan mal escritas, tan mediocremente críticas: en una, el escritor dedicó más líneas a presumir sus bicicletas y su jeep que a juzgar el programa Ecobici del gobierno de la ciudad. Un texto intragable, la verdad, pero dedicar más de diez líneas a los malos periodistas – y hablar de los malos es como pasarle lista al gremio –da verdadera hueva. Se aprovecha mejor el tiempo en la sala de un dentista que no nos va a atender.
Al cruzar Petén recordé esos años en que mi padre me había prohibido dedicarme a la literatura por ser oficio poco lucrativo (con lo bueno que había sido él para lucrar, y mi madre para lidiar con las deudas de sus redituables negocios) y cómo un día, desesperado y necesitado de soledad, salí corriendo al campo con una libreta y una pluma, a escribir cinco o siete páginas por puro impulso, hasta que cayó la noche y seguí escribiendo a oscuras, casi a ciegas, calculando los espacios en el papel, garrapateando, para que al volver a casa mi padre me interrogara y yo hiciera del interrogatorio un nuevo motivo de escritura. Una anécdota que quizá podría sazonarse mejor, con el tiempo necesario. Era sólo un recuerdo, y cuando éstos no se relacionan con otra cosa son sólo actos involuntarios de memoria, carentes de sentido. Las anécdotas sin sentido son para contarse junto a la hoguera, no para ponerse por escrito. Descartado.     
Treinta pasos más, pudieron ser cincuenta. Una pareja mal encarada bajaba bultos voluminosos de un elegante Audi blanco: Apúrate porque me pican los moscos –dijo ella. “Apúrate” –repetí yo– presente de imperativo. La entrada también podría versar sobre las desventajas de ignorar el lenguaje: hablar con tanto imperativo podría hacer que a la larga esta chica terminara por parecerle demasiado mandona al marido. Si al menos tuviera conciencia, la más mínima, de lo que podía significar el empleo de ese tiempo quizá cambiara el rumbo de su relación: conocer sus palabras para conocerse ella misma, para hacer menos infeliz al infeliz. Puse en contraste a estos casados parlanchines (les di por lo menos tres años de un cada vez más degradado matrimonio) con los empijamados silenciosos que regaban las plantas: la felicidad y el silencio. Un tema que podía ser dos; eso de las parejas daba buena tela, pero este sastre es misceláneo y puede que hoy no tuviera muchas ganas de aterrizar. Al menos no hay Violante que me mande a hacerle nada, ni estoy obligado a contar los catorce versos que “dicen que es soneto”. Lo que sí, es que “está hecho”, de eso no me cabe la menor duda.