Es
cosa de abrir la pantalla y ver la fotografía que te tomé mientras nos
videollamábamos, y sin sentirme intruso me doy cuenta de que he robado un
instante de tu vida que no volverá a repetirse; uno de esos gestos que nos
hacen parecer nosotros mismos pero que también nos hacen otros a cada momento.
Difícil de explicar: supongo que aunque tengamos la misma cara, nuestros gestos
son únicos y aunque podamos repetirlos o imitarlos nunca serán milimétricamente
iguales, pues el grado de inclinación de la cabeza o lo pronunciado de la
sonrisa variarán siempre. Tiene que ver con el tiempo, claro, pero no quiero
hablar del tiempo sino de ti, de tu medio rostro mirándome inmóvil desde la
pantalla. Porque tú te movías alegremente y hablabas con el ipod en la mano,
recostada en la tarde calurosa, completamente ajena a lo que acababas de
regalarme: un segundo de tus veinte años, menos tal vez, en el que nuestras
vidas se han cruzado y he podido entrar a tu casa, y sentir la textura, la
frescura decreciente de tu cama. Basta con pulsar dos teclas para capturarte y
congelarte por el tiempo que a mí me plazca en esa juventud y esa sonrisa que
esplende también desde tus ojos, y perfectamente alineada entre tus labios,
llena de vida, de tu juventud que quiero creer incorrompible y de la que dejo de
hablar en este instante para que el pensamiento no la lleve hacia el abismo.
No tenía intención de verme envuelto así por algo
que empecé como una prueba y que ahora, casi un año después, empieza a
convencerme de su valor, a darme certezas. Porque cuando abro de nuevo la
ventana y veo la imagen que te trae a mi presencia –porque desde esa mitad tuya
que sonríe, partiendo del punto más profundo del hoyuelo que limita tu mejilla,
empieza a nacer el recuerdo de tu cuerpo juvenil y blando, inocente en su
sensualidad que tus prejuicios o inseguridades se niegan a reconocer – me doy
cuenta de que los recomienzos son posibles, de que las vidas se renuevan y las
heridas sanan. Porque como te dije alguna vez, veo mi rostro en la laguna de
tus ojos y veo sus ansias casi absurdas de vivir y creer de nuevo, como si la experiencia
quedara echada a un lado o como si fuera preciso engañarme a mí mismo para
alimentar otra vez el deseo y la vitalidad adormecida por los años. Las arrugas
de mi frente, que dan carácter a mi rostro, me parecen menos despreciables, la
calvicie se me olvida y mis brazos recobran fuerzas negadas por el desuso.
Ahora que estas manos pueden recorrerte y despertar su tacto a la tersura de tu
piel a las impredecibles curvas de tu pecho o tu cadera, a la humedad secreta
de tu pelvis; ahora que pueden recorrerte sin automatismo, con plena
consciencia de las formas por las que deslizan y se cierran; ahora que te ciñen
y desabotonan o desatan tus vestidos, vuelvo a probar la sal de las paredes, la
sal de sus arenas que vienen de un mar; entonces el encierro de los muros se vuelve
sensación de un infinito mundo abierto, trayéndome de nuevo los temores,
porque en el mundo de inagotables posibilidades cabe siempre la equivocación y yo no quisiera errar más.
Junto a tu oreja, el brillo de las yemas que apartan
tu cabello me hace saber que esa mano apenas sugerida por la imagen puede ser
tomada y oprimida por la mía. Entonces las equivocaciones dejan de asustarme y
puedo curvear mis labios, dibujar una sonrisa que no puedo ver, ni tú tampoco,
pero que quiere responder a la tuya frente a la pantalla muda que te ha traído
a mí, como alguna vez –pues hay siempre una primera– te trajeron las letras de
tu nombre y tu saludo brincándome a los ojos desde la ventana del chat.