Cómo
no escribir sobre Rodríguez, cómo dejar pasar una historia tan complicadamente
real que parece mentira, sobre la lección de vida, de poesía, de sencillez que
a la vez se vuelve el gesto de los elegidos; gente que nos llama la atención
sobre las calles por su apariencia única que no es más que la irradiación de lo
que encierra, más que un misterio o un pasado, un realidad tan simple para
ellos como la vida, complejísima a la vez.
Haré
un esfuerzo grande por no narrar, porque lo primero que quiero lograr de quien
termine de leer estas líneas es que busque y no pare hasta no dar con el
documental de Malik Bendjelloul, Buscando
Sugar Man que ahora se exhibe en la Cineteca Nacional y se entere por sí
mismo de la historia más extraordinaria, edificante y sentida de lo poco,
reconozco, que sé de rock. Pero esto no es cosa de rockeros, va más allá. Porque
Rodríguez es de esas personas que tienen como último pensamiento contar su
propia historia, eso sería darse demasiada importancia, por eso es necesario
que alguien lo haga por él.
Me
van a decir que Bob Dylan es mejor y quizá no se equivoquen, pero las historias
hacen también a los genios, la sencillez gana la benevolencia de cualquiera que
tenga la voluntad de entrar en contacto con otro ser humano, sin intimidación,
sin barreras que nos hagan decir: “Él es Bob Dylan, ¿cómo voy a hablar con él?”
Si algún día encontrara a Rodríguez en las calles de Detroit no titubearía en
acercarme a saludarlo y disfrutar de su silencio, del peso de la historia que
llevaría en el gesto o en las botas con las que lo vemos pateando nieve, camino
de la obra, cuando podría estar firmando autógrafos o drogándose como tantos y
tantos rockstars.
Y
no se trata tampoco de denigrar a los rockstars legendarios (aunque aquí entre
nos, debo confesar que si bien puedo llorar con Like a rolling Stone o Knocking on Heaven doors, hay momentos
de Dylan que realmente me duermen), escuchar esta historia, que con la
popularización se volverá leyenda, me
hace ver el cliché en las historias de quienes integran el club de los 27 y
sentir, desgraciadamente, lástima por esas vidas llenas de talento y promesa
que acabaron derrotadas por las drogas y la vaciedad de un arte sometido a la
voracidad del mercado, por el sinsentido del dinero que lo corrompe y lo
maldice todo, por haber perdido su identidad al sentirse elevados por el
estrellato.
Rodríguez
–el apellido latino me hace sentirlo más mío– fue elegido para que su vida
fuera un exilio de sí mismo, pues la vida que lo haría brillar para nosotros
está muy al otro lado del Atlántico, tan al sur como Johannesburgo o el Cabo de
Buena Esperanza, que antes fue el de las Tormentas. Pero en Rodríguez no hay ni
hubo tormenta, ni sensación de fracaso que lo llevara a incendiarse en el
escenario o volarse los sesos acabando un show, según las leyendas que se
construyeron alrededor de él; hay renuncia a una vida que, al menos en Detroit,
no es la suya, porque hay que trabajar duro y sobrellevar los fracasos o las incomprensiones
y en eso reside la sabiduría, la profecía de un hombre que apenas abre la boca
para cantar, para afirmarse en el mundo, para convertirse en himno sin saberlo
mientras limpia los desechos en las casas derruidas de los suburbios de
Michigan y conoce el modo de extraer de su olor la tesitura de la canción, de
la rima urbana y natural, sin complejidades intelectuales que nominan al Nobel
(que me perdone Dylan, pero escuchar a Rodriguez me abre los ojos a lo que no
me gusta de él); intuir o simplemente ser contagiado por el ritmo de la vida
pulsando las cuerdas de su voz y su guitarra. Me conmueve también pensar en el
único hombre en Estados Unidos que se atrevió a producir sus discos y a
fracasar junto con él, en sus ojos vencidos, convencidos de que el talento no
es necesariamente sinónimo de negocio, asqueado del mundo y desligado del
pasado.
Rodríguez,
encima de todo, se da el lujo de reconocer la perfección de su obra: hizo lo
que supo hacer y esa es su satisfacción, como la que le dan sus tres hijas, sus
fans sudafricanos, el asfalto que pisa y el camión que toma. Nadie espera sus
nuevos éxitos, porque ya están ahí, y acabada esa labor se empeña en la otra,
en vivir, en ser, en cruzar calles donde puede encontrarse gente como yo o como
tú que ahora correrás a ver el documental y enterarte de su historia.
Este documental me gustó, me persiguió y lo vuelvo a encontrar en tu entrada. ¿Quién es Rodriguez? Alguien que como todos hace algo que le gusta y no le importa nada más. Ser feliz es lo importante. Y creo que si algo nos muestra el documental como tu propia entrada es precisamente eso. Uno debe de hacer las cosas porque le gusta y no esperar un futuro o la palmadita en el hombro o los aplausos. Eso no es lo importante.
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