Sé que no tardarán algunos sectores del público
femenino en arder en indignación. Se me hablará sobre la equidad de género,
sobre la absurda preferencia de los hombres con respecto a la fabricación de
estereotipos que sólo resaltan, utilitariamente, el aspecto físico del
respetable “sexo bello”. Y es que un título es suficiente para despertar iras y
debates académicos (sobre todo entre quienes solamente leen los títulos, que
serán más de uno). Sin más pecado, quizá, que el de no saber escribir, el
torpedeado autor de este texto –que cada vez se parece menos a un crónica –
recibe las implacables críticas, cuando su única y candorosa intención era
relatar, muy sucintamente, su excursión a la Sierra Gorda de Querétaro a través
de inacabables caminos en los que cada curva era un reto o motivo para que sus
acompañantes se sujetaran bien de sus asientos.
Ante estas
palabras, las implacables críticas de la cultura, guardarán silencio pero se me
quedarán mirando con cierto resquemor, con unos ojos de “cuidadito, te estamos
checando”, dispuestas a saltar ante cualquier intento de atropello a los
indiscutibles derechos de… Aunque siga escuchando sus juramentos a la
distancia, la vagoneta empieza a habituar su marcha a lo sinuoso del asfalto, a
los escarpados caminos de terracería que conducen a los puntos de interés de la
serranía.
Viniendo de
Cadereyta y Vizarrón, nos adentramos con un imponente macizo de elevaciones
semidesérticas, roca arenosa que –juramos– nos resecaría la piel al simple contacto;
algunas cactáceas, muchos burros cruzándose por el camino. Pronto las alturas
comienza a quitarnos la sensación de seguridad y tierra firme, pues vemos que
tres pasos más allá de la carretera está el inacabable abismo, al mismo tiempo
creemos que podemos volar (si el conductor no es lo suficientemente avispado
esa posibilidad se convierte en certeza), flotar por sobre el desierto y
entender por qué se le llamó Aridoamérica a esta región cuando nuestros
antepasados.
Aunque las
curvas nunca terminan, comienzan a volverse más amables y el paisaje empieza a
enverdecer. Se respira la humedad, las alturas comienzan a poblarse de enebros
y la roca pasa de la arena y las lajas a un profundo gris que revela menos
erosión de los vientos: las montañas centrales protegen a sus vecinas de los
aluviones. Nos acercamos a Pinal de Amoles, el nombre del poblado cumple su
promesa, los pinos bordean la carretera y cubren la totalidad de las montañas
hacia las alturas y también hacia los abismos que no dejan de ser una amenaza.
Si se quiere un
poco de confort, es necesario llegar a Jalpan de Serra, la ciudad más grande de
toda la Sierra Gorda; si el confort es secundario, por toda la zona hay parajes
idóneos para acampar o para dormir en cabañas. Una vez dentro de la sierra el
tiempo pasa muy rápido entre la cantidad de cosas para ver y entre las breves
pero accidentadas distancias que deben cubrirse entre una y otra. Las cinco
misiones de fray Junípero Serra muestran un estilo arquitectónico único y
colorido, parecido entre cada una de ellas salvo la importante diferencia del
paisaje que las rodea. La cascada del Chuveje, el río Escanela o las Adjuntas,
el árbol milenario, sólo superado por el del Tule oaxaqueño son puntos
indispensables para quien busca las magníficas manifestaciones de la
naturaleza. Hay miradores por todas partes, algunos sobre la carretera, otros
más intricados pero que tal vez sean los que me más valen la pena. La guía
indicaba en algún punto uno llamado Puerta del Cielo, pero nunca di con él,
probablemente mis pecados me hayan negado ese privilegio común a los demás.
A cada vuelta de
monte aparecían las serranas de piel tostada y curtida por los ventarrones. Era
inevitable el recuerdo del Arcipreste de Hita, mas no pude imitar su suerte (si
es que se le puede llamar así). Después
de algunos días, harto de curvas, emprendí el descenso, para llegar puntual y
como atraído por algún instinto a las fiestas de la vendimia en Ezequiel Montes
y Tequisquiapan. Si fue un instinto lo que me llevó hasta ahí, descubrí que se
trataba de uno muy común, sobre todo a los chilangos dipsómanos que abarrotaban
los viñedos y formaban largas colas para comprar una botella o pisar las uvas.
No pudiéndome (a pesar del largo rodeo serrano) excluir de la beoda y numerosa
tribu, decidí aceptar el peso de esa condición y, como el tiempo y la
enfermedad (que padecí durante todo el periplo) también apremiaban se hizo necesario
ponerle fin con la siempre triste vuelta a casa que, como casi todas,
carecieron de novedades.
Y yo que ya me andaba remojando los bigotes con las gordas curvas serranas. Al menos como toda buena crónica imagino lo que viste y las ganas de viajar expanden las ganas de dejar en paz este comentario e ir en un periplo sin importar la amenaza de la lluvia por una botellita de vino que si no pisada sí será bebida por mí y a tu salú, mi beodo y viajante amigo.
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