Es necesario que declare mi debilidad por los
perros. Me anticipo al anodino debate que suele sostenerse respecto de la
superioridad de éstos en comparación con los gatos. Amo también a los felinos y
no tengo interés alguno en tomar partido. Sin embargo he decidido hablar de los
primeros debido a una experiencia vivida en el último viaje, en mi visita a la
gruta de Atepolihui en Cuetzalan.
Junto con
Javier, mi guía, descendieron Uriel, aprendiz de guía y el Güero, un perro
criollo a tres colores, de inteligencia y lealtad excepcionales. En cuanto vio
que Javier se había puesto las botas, se alborotó y fue adelantándose por el
sendero que conducía a la gruta. No se separó de nosotros en todo el camino: se
abría paso entre la hierba, saltaba y bebía de los arroyos, se adelantaba un
poco o a veces se rezagaba para olisquear el rastro de un animal o de alguna
planta desconocida. Al llegar a la gruta no se arredró ante la oscuridad; entró
con nosotros y trepaba las rocas con una facilidad admirable. Sólo hubo de
dejarnos, entre aullidos de impotencia, cuando llegamos a un paso por el que
era necesario bajar a rappel para continuar el recorrido. Estuvimos
aproximadamente media hora explorando los rincones de la gruta, alumbrados tan
sólo por las linternas de mano o la que yo llevaba en mi cabeza. Cuando
volvíamos al muro ya se escuchaban los ladridos, el aullar ansioso del Güero
por volver a vernos. Ahora lo imagino, echado sobre la roca, sumido en la más absoluta
oscuridad, solo y bajo tierra esperando a Javier (o a todos) como no se espera
ni a la novia. Meneaba el rabo mas no daba brincos ni lametazos como lo haría
cualquier perro casero.
Javier no
tenía para él muestras de afecto ni se hizo evidente que le diera de comer o
que lo hubiera adoptado intencionalmente, pero el Güero sólo lo seguía a él,
como si lo hubiera elegido de entre todos los guías. En los pueblos la relación
entre el hombre y sus mascotas es mucho más realista: difícilmente se le habla a
los perros ni se les dan esas muestras de afecto que con voz alelada, como si
fueran niños pequeños, solemos darles los citadinos. No vi indicios de una
relación interesada. Simplemente eligió el Güero a Javier y se asumió como
compañero suyo, en un lazo de lealtad tan arbitrario como duradero.
La compañía
del Güero me hizo recordar a la alocada Karla (la criolla que mi primo nos ha
dejado en una especie de comodato) en nuestra excursión a los Dinamos: nos
seguía suelta a todas partes, saltaba los pasos difíciles entre de los
senderos, cruzó el río, resbaló en una roca intentando salir de él y estuvo
entre nosotros toda la noche durante la fiesta con que terminamos la excursión.
La lealtad de los perros es un don con que la naturaleza nos ha privilegiado,
quizá uno de los pocos que nos quedan.
Entre las
páginas de El manuscrito carmesí, leo
con gusto que el amor o la admiración por los canes no pasa desapercibida entre
los escritores, pues se trata de un vínculo del que es necesario dar cuenta, ya
sea como homenaje, ya sea por el peso que suelen tener en nuestras vidas.
Curiosamente, me percato de que casi todos los libros cuyos perros recuerdo han
sido especialmente significativos para mí. La lista es larga pero no quiero
omitirla y creo que de uno se podría hacer, si no un libro, al menos sí una
entrada (hablando del libro, ignoro y pregunto a los lectores si conocen algún volumen
serio sobre el perro en la literatura; podría ser un buen libro de ensayos o
una divertidísima tesis de literatura comparada).
Empiezo: los
perros Din y Hernán, en El Manuscrito
Carmesí, cuya lealtad contrasta con la agitada red de traiciones que
regulan el actuar de todos los personajes humanos; el enorme perro (no recuerdo si tenía nombre) del bisabuelo del
protagonista en El Jinete Polaco, de
Muñoz Molina; Orfeo (uno de mis
favoritos) en Niebla; La Chispa,
muerta en uno de los muchos impulsos de Pascual Duarte, en la única novela que
me gusta de Cela; Cipión y Berganza en
uno de los más célebres ejemplos de cómo narrar desde la perspectiva perruna en
El coloquio de los perros. Esto en la
tradición española, porque hay muchos y más importantes en otras: Flush de Virginia Woolf; Karenin, en uno de los más conmovedores
pasajes sobre perros que he leído en La
insoportable levedad del ser; el protagonista de Corazón de perro, de Bulgákov; otros que conozco de oídas porque no
he leído aún como en cierta novela de Graciliano Ramos cuyo nombre no recuerdo;
todos los que ignoro o he olvidado y, finalmente, el apenas mencionado pero más
célebre de todos: Argos, perro de
Ulises que con sutileza rencarna Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso, cuando Totó vuelve hecho un hombre a casa. Hablar
de los perros en el cine sí sería cosa de no acabar jamás. Argos, como el buen Güero, ejemplifican la cercanía de la vida y la
literatura: el uno descendiendo al inframundo tras aquel al que ha elegido como
amo; el otro, destinado solamente a esperar al suyo, para reconocerlo, recibirlo
y caer muerto tras una espera de veinte años. Si hay algo que simbolice el
reconocimiento, la pertenencia del hombre a su tierra o a su hogar es la serena
y leal presencia de un perro, espejo en el que vemos los defectos de nuestra
condición.
Yo recordé a los perros de mi infancia y por eso me dio mucho gusto leer tu entrada, ademáspensé en qué debería de existir una antología de perros en la lit. Y si no la hay, podrías hacerla tú mi pulgoso amigo.
ResponderEliminarHay una antología de cuentos de perros en Siruela. Ay, a mí me gustaría tener un perro pero no tengo espacio en la casa. Un saludo, José y Rober.
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