domingo, 14 de julio de 2013

Perra memorable vida


Es necesario que declare mi debilidad por los perros. Me anticipo al anodino debate que suele sostenerse respecto de la superioridad de éstos en comparación con los gatos. Amo también a los felinos y no tengo interés alguno en tomar partido. Sin embargo he decidido hablar de los primeros debido a una experiencia vivida en el último viaje, en mi visita a la gruta de Atepolihui en Cuetzalan.
Junto con Javier, mi guía, descendieron Uriel, aprendiz de guía y el Güero, un perro criollo a tres colores, de inteligencia y lealtad excepcionales. En cuanto vio que Javier se había puesto las botas, se alborotó y fue adelantándose por el sendero que conducía a la gruta. No se separó de nosotros en todo el camino: se abría paso entre la hierba, saltaba y bebía de los arroyos, se adelantaba un poco o a veces se rezagaba para olisquear el rastro de un animal o de alguna planta desconocida. Al llegar a la gruta no se arredró ante la oscuridad; entró con nosotros y trepaba las rocas con una facilidad admirable. Sólo hubo de dejarnos, entre aullidos de impotencia, cuando llegamos a un paso por el que era necesario bajar a rappel para continuar el recorrido. Estuvimos aproximadamente media hora explorando los rincones de la gruta, alumbrados tan sólo por las linternas de mano o la que yo llevaba en mi cabeza. Cuando volvíamos al muro ya se escuchaban los ladridos, el aullar ansioso del Güero por volver a vernos. Ahora lo imagino, echado sobre la roca, sumido en la más absoluta oscuridad, solo y bajo tierra esperando a Javier (o a todos) como no se espera ni a la novia. Meneaba el rabo mas no daba brincos ni lametazos como lo haría cualquier perro casero.
Javier no tenía para él muestras de afecto ni se hizo evidente que le diera de comer o que lo hubiera adoptado intencionalmente, pero el Güero sólo lo seguía a él, como si lo hubiera elegido de entre todos los guías. En los pueblos la relación entre el hombre y sus mascotas es mucho más realista: difícilmente se le habla a los perros ni se les dan esas muestras de afecto que con voz alelada, como si fueran niños pequeños, solemos darles los citadinos. No vi indicios de una relación interesada. Simplemente eligió el Güero a Javier y se asumió como compañero suyo, en un lazo de lealtad tan arbitrario como duradero.
La compañía del Güero me hizo recordar a la alocada Karla (la criolla que mi primo nos ha dejado en una especie de comodato) en nuestra excursión a los Dinamos: nos seguía suelta a todas partes, saltaba los pasos difíciles entre de los senderos, cruzó el río, resbaló en una roca intentando salir de él y estuvo entre nosotros toda la noche durante la fiesta con que terminamos la excursión. La lealtad de los perros es un don con que la naturaleza nos ha privilegiado, quizá uno de los pocos que nos quedan.
Entre las páginas de El manuscrito carmesí, leo con gusto que el amor o la admiración por los canes no pasa desapercibida entre los escritores, pues se trata de un vínculo del que es necesario dar cuenta, ya sea como homenaje, ya sea por el peso que suelen tener en nuestras vidas. Curiosamente, me percato de que casi todos los libros cuyos perros recuerdo han sido especialmente significativos para mí. La lista es larga pero no quiero omitirla y creo que de uno se podría hacer, si no un libro, al menos sí una entrada (hablando del libro, ignoro y pregunto a los lectores si conocen algún volumen serio sobre el perro en la literatura; podría ser un buen libro de ensayos o una divertidísima tesis de literatura comparada).
Empiezo: los perros Din y Hernán, en El Manuscrito Carmesí, cuya lealtad contrasta con la agitada red de traiciones que regulan el actuar de todos los personajes humanos; el enorme perro (no recuerdo si tenía nombre) del bisabuelo del protagonista en El Jinete Polaco, de Muñoz Molina; Orfeo (uno de mis favoritos) en Niebla; La Chispa, muerta en uno de los muchos impulsos de Pascual Duarte, en la única novela que me gusta de Cela; Cipión y Berganza en uno de los más célebres ejemplos de cómo narrar desde la perspectiva perruna en El coloquio de los perros. Esto en la tradición española, porque hay muchos y más importantes en otras: Flush de Virginia Woolf; Karenin, en uno de los más conmovedores pasajes sobre perros que he leído en La insoportable levedad del ser; el protagonista de Corazón de perro, de Bulgákov; otros que conozco de oídas porque no he leído aún como en cierta novela de Graciliano Ramos cuyo nombre no recuerdo; todos los que ignoro o he olvidado y, finalmente, el apenas mencionado pero más célebre de todos: Argos, perro de Ulises que con sutileza rencarna Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso, cuando Totó vuelve hecho un hombre a casa. Hablar de los perros en el cine sí sería cosa de no acabar jamás. Argos, como el buen Güero, ejemplifican la cercanía de la vida y la literatura: el uno descendiendo al inframundo tras aquel al que ha elegido como amo; el otro, destinado solamente a esperar al suyo, para reconocerlo, recibirlo y caer muerto tras una espera de veinte años. Si hay algo que simbolice el reconocimiento, la pertenencia del hombre a su tierra o a su hogar es la serena y leal presencia de un perro, espejo en el que vemos los defectos de nuestra condición. 

    

2 comentarios:

  1. Yo recordé a los perros de mi infancia y por eso me dio mucho gusto leer tu entrada, ademáspensé en qué debería de existir una antología de perros en la lit. Y si no la hay, podrías hacerla tú mi pulgoso amigo.

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  2. Hay una antología de cuentos de perros en Siruela. Ay, a mí me gustaría tener un perro pero no tengo espacio en la casa. Un saludo, José y Rober.

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