viernes, 5 de julio de 2013

Extravío y retorno de un compañero pródigo


Nunca vieron las industriosas pero quietas calles de Cuetzalan correr a alguien con tanta desesperación. No estaba el maldito: ni en la mochila ni en ninguno de los muebles. La mochila estaba abierta y la computadora aguardaba en su lugar a ser utilizada. Bajé corriendo los cuatro pisos de mi habitación a la calle. No pareció extrañarle mi prisa al recepcionista que, simplemente tomó mi llave. Hice bien en sacar el paraguas porque a lluvia arreciaba. Pasaba por mi mente la imagen de mis pasos por el empedrado en la calle del café, lo llevaba bajo el brazo. Volví a la panadería de enfrente, que había sido mi última parada antes de entrar en el hotel. El hombre revolvió unas bolsas, nada.
Traté de rehacer mi camino hacia el café, llegué al mercado y me di cuenta de mi error, volví atrás una calle. Ahora sí, por ese sitio sí había pasado. Miraba en las cunetas, en las aceras, dentro de los locales, las manos de la gente, sus rostros a la espera de que leyeran mi angustia en la mirada y con un magnánimo ademán dijesen: ¿es suyo, joven? Pero nada. Estuve a punto de pasar la calle del café. Me desinvitaba a subir una hilera de pollos desplumados que colgaban de una tarima, sumada al recuerdo de cómo lo llevaba bajo el brazo, pero era necesario agotar los recursos para encontrarlo, porque no podía dejarlo así. La chica del café se contagió un poco de mi angustia. –Lo llevaba en la mano, joven. La vi buscar y remover. Tampoco estaba ahí. Recordé que la mochila estaba abierta así que ya pensaba lo peor. Lo imaginaba mojado y revolcado, perdido y solo, destrozado tal vez bajo las ruedas de los coches que en esta ciudad serrana suben a toda tracción.   
Nunca, los ajetreados aunque parsimoniosos empedrados de Cuetzalan habían visto correr a nadie con mi desasosiego, nunca. Ya iba cabizbajo, imaginando las horas muertas sin él, atrapado en las blancas paredes de la habitación, dando vueltas en la cama, peor aún: recurriendo a la televisión. Al doblar una esquina recordé que estuve a punto de guardarlo en la mochila, que la abrí, mas no estaba seguro de haberlo introducido. Una carretilla nueva, de un naranja parecido al suyo me hizo recordar que al bajar la calle rebasé a una viejecilla, y al hacerlo di un par de tumbos. Ése fue el momento cuando debió haberse salido. Revisé bien los rincones de las calles en busca del algún rastro, que sería muy evidente. Entonces vi la tienda.
Con la desesperación creciendo entre mis nervios, había subido por otra calle; por eso no había vuelto a pasar por la tienda. Detrás del revuelto mostrador, y atosigado por la música de la cantina clandestina que había unos metros más adentro de la construcción, el hijo del tendero jugaba con su celular. Apenas si me vio. Empezaba a auscultar el rostro de su padre, cuando lo descubrí sobre el mostrador.
El muy desgraciado estaba seco y resguardado por el tendero, ocupado en despachar a otros clientes. Balbucí unas cuantas palabras mientras lo señalaba. El hombre descubrió mi desesperación y me lo devolvió con toda la calma del mundo, al tiempo que mandaba a acomodar unos paquetes de refrescos. Pronto lo tuve en mis manos otra vez, el manuscrito, bueno, El manuscrito. Para todos, quizá, no tendrá el mismo valor que yo le otorgo, pero de haber caído en mis manos por vía de algún desprevenido como yo, seguramente no lo habría devuelto. Es mi libro, compañero en estos días de viaje. Hoy ha sabido mostrarme que toma sus propias decisiones, e incluso que puede darse el lujo de chantajearme, de exigir que no lo descuide. Sospecho que se mima demasiado, que se me entrega con una avidez no soportable para mí, para mi ritmo apaciguado con las lecturas que disfruto, tal vez justificable por lo mucho que me he dedicado a escribir en estos días.

Volví al hotel, ya con él en la mano. El recepcionista me dio la llave con la misma cortesía para enviar de nuevo su apática atención a la señorita Laura. Subí las escaleras, y justo donde nadie me veía, lo besé. Había sido un susto tremendo del que no podía aceptar responsabilidad alguna. Si los futbolistas besan un balón o un trofeo, ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo con mi compañero, y más cuando era ahora, él mismo, mi trofeo, la recompensa de mis búsquedas? Al llegar a la habitación lo maldije y me propuse, como venganza, leer por lo menos hasta la página 300. No sé si vaya a cumplirlo. Reposa ahora sobre el buró con su dura pasta sin decoración alguna, sin ostentar más datos que los necesarios: Antonio Gala, El manuscrito carmesí. Carmesí, un color vivo, como los tejados de esta pequeña ciudad adosada a las honduras de la sierra, que nunca había visto correr así a alguien en pos de un amasijo de papeles.

1 comentario:

  1. Lo mejor de la pérdida parcial del libro fue el periplo que me permitió conocer e imaginar un poco ese pueblo serrano. ¿Cómo será esa muchacha que también se puso nerviosa por la pérdida del Manuscrito...? ¿Cómo era ese café? Espero leer y sin necesidad de que pierdas algo otra crónica sobre Cuetzalan, para que se me antoje más estar por allá.

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