Nunca vieron las industriosas pero quietas calles de Cuetzalan correr a
alguien con tanta desesperación. No estaba el maldito: ni en la mochila ni en
ninguno de los muebles. La mochila estaba abierta y la computadora aguardaba en
su lugar a ser utilizada. Bajé corriendo los cuatro pisos de mi habitación a la
calle. No pareció extrañarle mi prisa al recepcionista que, simplemente tomó mi
llave. Hice bien en sacar el paraguas porque a lluvia arreciaba. Pasaba por mi
mente la imagen de mis pasos por el empedrado en la calle del café, lo llevaba
bajo el brazo. Volví a la panadería de enfrente, que había sido mi última parada
antes de entrar en el hotel. El hombre revolvió unas bolsas, nada.
Traté de rehacer
mi camino hacia el café, llegué al mercado y me di cuenta de mi error, volví
atrás una calle. Ahora sí, por ese sitio sí había pasado. Miraba en las
cunetas, en las aceras, dentro de los locales, las manos de la gente, sus
rostros a la espera de que leyeran mi angustia en la mirada y con un magnánimo
ademán dijesen: ¿es suyo, joven? Pero nada. Estuve a punto de pasar la calle
del café. Me desinvitaba a subir una hilera de pollos desplumados que colgaban
de una tarima, sumada al recuerdo de cómo lo llevaba bajo el brazo, pero era
necesario agotar los recursos para encontrarlo, porque no podía dejarlo así. La
chica del café se contagió un poco de mi angustia. –Lo llevaba en la mano,
joven. La vi buscar y remover. Tampoco estaba ahí. Recordé que la mochila
estaba abierta así que ya pensaba lo peor. Lo imaginaba mojado y revolcado,
perdido y solo, destrozado tal vez bajo las ruedas de los coches que en esta
ciudad serrana suben a toda tracción.
Nunca, los ajetreados aunque parsimoniosos empedrados de
Cuetzalan habían visto correr a nadie con mi desasosiego, nunca. Ya iba
cabizbajo, imaginando las horas muertas sin él, atrapado en las blancas paredes
de la habitación, dando vueltas en la cama, peor aún: recurriendo a la
televisión. Al doblar una esquina recordé que estuve a punto de guardarlo en la
mochila, que la abrí, mas no estaba seguro de haberlo introducido. Una
carretilla nueva, de un naranja parecido al suyo me hizo recordar que al bajar
la calle rebasé a una viejecilla, y al hacerlo di un par de tumbos. Ése fue el
momento cuando debió haberse salido. Revisé bien los rincones de las calles en
busca del algún rastro, que sería muy evidente. Entonces vi la tienda.
Con la
desesperación creciendo entre mis nervios, había subido por otra calle; por eso
no había vuelto a pasar por la tienda. Detrás del revuelto mostrador, y
atosigado por la música de la cantina clandestina que había unos metros más
adentro de la construcción, el hijo del tendero jugaba con su celular. Apenas
si me vio. Empezaba a auscultar el rostro de su padre, cuando lo descubrí sobre
el mostrador.
El muy
desgraciado estaba seco y resguardado por el tendero, ocupado en despachar a
otros clientes. Balbucí unas cuantas palabras mientras lo señalaba. El hombre
descubrió mi desesperación y me lo devolvió con toda la calma del mundo, al
tiempo que mandaba a acomodar unos paquetes de refrescos. Pronto lo tuve en mis
manos otra vez, el manuscrito, bueno, El
manuscrito. Para todos, quizá, no tendrá el mismo valor que yo le otorgo,
pero de haber caído en mis manos por vía de algún desprevenido como yo,
seguramente no lo habría devuelto. Es mi libro, compañero en estos días de
viaje. Hoy ha sabido mostrarme que toma sus propias decisiones, e incluso que
puede darse el lujo de chantajearme, de exigir que no lo descuide. Sospecho que
se mima demasiado, que se me entrega con una avidez no soportable para mí, para
mi ritmo apaciguado con las lecturas que disfruto, tal vez justificable por lo
mucho que me he dedicado a escribir en estos días.
Volví al hotel,
ya con él en la mano. El recepcionista me dio la llave con la misma cortesía
para enviar de nuevo su apática atención a la señorita Laura. Subí las
escaleras, y justo donde nadie me veía, lo besé. Había sido un susto tremendo
del que no podía aceptar responsabilidad alguna. Si los futbolistas besan un
balón o un trofeo, ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo con mi compañero, y más
cuando era ahora, él mismo, mi trofeo, la recompensa de mis búsquedas? Al
llegar a la habitación lo maldije y me propuse, como venganza, leer por lo
menos hasta la página 300. No sé si vaya a cumplirlo. Reposa ahora sobre el
buró con su dura pasta sin decoración alguna, sin ostentar más datos que los
necesarios: Antonio Gala, El manuscrito
carmesí. Carmesí, un color vivo, como los tejados de esta pequeña ciudad adosada
a las honduras de la sierra, que nunca había visto correr así a alguien en pos
de un amasijo de papeles.
Lo mejor de la pérdida parcial del libro fue el periplo que me permitió conocer e imaginar un poco ese pueblo serrano. ¿Cómo será esa muchacha que también se puso nerviosa por la pérdida del Manuscrito...? ¿Cómo era ese café? Espero leer y sin necesidad de que pierdas algo otra crónica sobre Cuetzalan, para que se me antoje más estar por allá.
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